martes, 11 de febrero de 2014

Para Siempre-Capitulo 17

Capitulo 17




En las semanas que siguieron, Miley experimentó todo el impacto de la traición de Andrew. Al principio estaba herida, luego furiosa y por último sintió una dolorosa sensación de pérdida. Pero con fortaleza y determinación, enseguida asumió su traición y afrontó la dura certeza de que su anterior vida había acabado para siempre. Aprendió a llorar a solas, lágrimas privadas, por todo lo que había dejado atrás, luego se puso sus mejores galas y su sonrisa más deslumbrante para amigos y conocidos.
Se las arregló para mantener sus emociones bien ocultas de todos salvo de Nicholas y Caroline Collingwood, quienes acudieron en su ayuda de diferentes modos; Caroline manteniendo a Miley ocupada en una ronda interminable de actividades sociales y Nicholas acompañándola a casi todas ellas.
Durante la mayor parte del tiempo, la trataba como un hermano mayor protector, acompañándola a fiestas, al teatro, a la ópera y, de vez en cuando, dejando que disfrutara con sus propios amigos mientras él pasaba la tarde con los suyos. Estaba vigilante aunque protector, presto a caer sobre cualquier pretendiente que desaprobara y ahuyentarlo. Y desaprobaba a bastantes. Para Miley, que ahora era consciente de su reputación de escandaloso libertino, era muy divertido contemplar a Nicholas dirigir la gélida explosión de su mirada sobre algún admirador demasiado ávido y ver cómo el desafortunado caballero murmuraba excusas y se retiraba corriendo.
Para el resto de la buena sociedad, el comportamiento del marqués de Wakefield no solo era divertido, era extraño e incluso una pizca sospechoso. Nadie creía que la pareja tuviera intención de casarse, no cuando Nicholas Fielding seguía recibiendo a los pretendientes de lady Miley en su casa y afirmaba repetidas veces que su compromiso no estaba realmente sellado. Debido a estas cosas y debido a que su compromiso había sido anunciado antes de que la condesa pusiera siquiera un pie en Inglaterra, se creía que el compromiso había sido dispuesto prematuramente por el duque enfermo (que los quería abiertamente a ambos) y la pareja simplemente mantenía el simulacro del compromiso por él.
Ahora, sin embargo, esa teoría empezaba a ser sustituida por otra menos agradable. Desde el principio, había habido varios puritanos que habían expresado objeciones al modo de vida de Miley, pero como parecía una muchacha tan dulce y como lord Fielding no había demostrado ninguna afición por ella, nadie había hecho caso a sus objeciones. No obstante, a medida que aumentaban el número de apariciones públicas de Nicholas con Miley, aumentaban también los rumores de que el tristemente célebre lord Fielding había decidido conquistarla, si es que no lo había hecho ya.
Las murmuraciones más maliciosas llegaron incluso a afirmar que el compromiso no era más que un disfraz muy conveniente para una relación licenciosa que tenía lugar delante de las mismísimas narices de la pobre señorita Flossie Wilson. Esa calumnia fue muy repetida, pero se le concedió poco crédito, por la sencilla razón de que, aunque lord Fielding actuaba con frecuencia como un escolta, no se comportaba como haría un amante. Además, lady Miley había adquirido muchos defensores incondicionales, entre ellos la condesa Collingwood y su influyente marido, quienes se tomarían como una grave ofensa personal que alguien se atreviera a pronunciar la más mínima palabra de crítica contra la condesa Langston.
Miley no era consciente de la curiosidad que su relación con Nicholas estaba generando, tampoco era ciega al hecho de que muchos, entre la buena sociedad, parecían desconfiar de él. A medida que la novedad de sus nuevos y elegantes conocidos se disipaba, Miley estaba mucho más alerta acerca de los sutiles matices de la expresión de la gente cuando Nicholas estaba cerca. Sospechaban de él, se mostraban cautos y alertas. Al principio pensó que eran solo imaginaciones suyas, que la gente se envarase ante su presencia y se volviera más formal, pero no era su imaginación. A veces oía cosas —fragmentos de murmuraciones, una palabra aquí y otra allí—, que contenían un deje de malicia o al menos de desaprobación.
Caroline le había advertido de que la gente le temía y desconfiaba de él. Una noche, Dorothy intentó advertirla también.
—¡Miley, Miley, eres tú! —exclamó Dorothy, irrumpiendo de entre la multitud que rodeaba a Miley fuera de la casa de lord y lady Potham, donde se celebraba un baile.
Miley, que no había visto a Dorothy desde que bajaron del barco, la miró con lloroso cariño mientras Dorothy la envolvía en un fuerte y protector abrazo.
—¿Dónde has estado? —le reprendió Miley con cariño—. Me has escrito tan poco, que pensé que aún estabas «haciendo el rústico» en el campo.
—La abuela y yo volvimos a Londres hace tres días —se apresuró a explicarle—. Habría venido directamente a verte, pero la abuela no quiere que mantenga el más mínimo contacto contigo. Te he buscado por todas partes donde iba. Pero no te preocupes por eso. No tengo mucho tiempo. Mi carabina vendrá a buscarme en cual-quier momento. Le he dicho que había visto a una amiga de la abuela y quería darle un mensaje. —Miró por encima del hombro con aprensión, preocupada por que su carabina notara cómo los jóvenes admiradores de Miley la estudiaban con curiosidad— ¡Oh, Miley, estaba tan preocupada que no podía más! ¡Sé lo que te hizo Andrew, pero no debes pensar en casarte con Wakefíeld! No puedes casarte con ese hombre. ¡No puedes! No le gusta a nadie, debes saberlo. He oído a lady Faulklyn, una compañera de la abuela hablar de él y ¿sabes qué dijo?
Miley dio la espalda a su interesadísimo público.
—Dorothy, lord Fielding ha sido muy bueno conmigo. No me pidas que escuche rumores desagradables, porque no lo haré. En lugar de eso, deja que te presente a...
—¡Ahora no! —dijo Dorothy desesperada, demasiado angustiada como para preocuparse de nada más. Intentó susurrarle, pero fue imposible hablarle bajito y hacerse oír entre el barullo, así que se vio obligada a hablar más alto— ¿Sabes el tipo de cosas que la gente dice acerca de Wakefíeld? Lady Faulklyn dice que nadie le recibiría si no fuera porque es un Fielding. Su reputación es deshonrosa. ¡Utiliza a las mujeres para sus propios fines nefandos y luego les vuelve la espalda! ¡La gente le teme y tú también deberías temerle! Dicen... —Se interrumpió cuando una vieja dama descendió de un carruaje que aguardaba en la calle y se abrió camino entre la multitud, obviamente en busca de alguien—. Tengo que irme, esa es lady Faulklyn.
Dorothy se apresuró en busca de la anciana y Miley miró como subía al carruaje.
A su lado, el señor Warren le ofreció un pellizquito de rapé.
—La joven dama tiene razón, sabe —dijo arrastrando las palabras.
Desgarrada por los sentimientos de soledad que ver a Dorothy le había provocado. Miley miró con disgusto al petimetre que parecía como si saltase asustado de su propia sombra, luego a los aprensivos rostros de sus otros dos pretendientes, que evidentemente no habían podido evitar oír buena parte de lo que Dorothy había dicho.
En su corazón estalló un furioso desdén por todos ellos. Ninguno había trabajado honradamente ni un solo día como Nicholas. Eran maniquíes tontos, huecos y emperifollados que disfrutaban oyendo críticas contra Nicholas porque era mucho más rico que ellos y mucho más deseado por las damas, a pesar de su reputación.
Su sonrisa radiante y coqueta no se correspondía con el peligroso destello en los ojos de Miley cuando dijo:
—¿Por qué, señor Warren, está preocupado por mi bienestar?
—Sí, milady, y no soy el único.
—¡Qué absurdo más grande! —se burló Miley—. Si le interesa la verdad y no el est/úpido cotilleo, se la explicaré. La verdad es que yo llegué aquí sola en el mundo, sin ningún familiar cercano ni fortuna de ningún tipo y dependía prácticamente de su excelencia y de lord Fielding. Ahora —continuó con una sonrisa fija— quiero que me mire atentamente.
Casi rompió a reír cuando el joven mentecato se puso el monóculo, siguiendo sus instrucciones al pie de la letra.
—¿Tengo aspecto de que abusen de mí? —exigió Miley con impaciencia—. ¿Me han asesinado en mi lecho? ¡No, señor, claro que no! En lugar de eso, lord Fielding me ha ofrecido todas las comodidades de su precioso hogar y me ha brindado la protección de su nombre. Con toda sinceridad, señor Warren, creo que muchas mujeres de Londres anhelan en secreto que «abusen» de ellas de esta manera y, por lo que yo he observado, precisamente ese hombre. Además, creo que los celos han generado todo este ridículo comadreó.
El señor Warren se ruborizó, Miley se volvió hacia los demás y añadió con gesto ampuloso:
—¡Si conocieran a lord Fielding como yo, descubrirían que es la misma esencia de la bondad, consideración, refinamiento y... y amistad! —concluyó.
Detrás de ella, la voz matizada por la risa de Nicholas dijo:
—Milady, en vuestro intento por limpiar mi negra reputación, me hacéis parecer mortalmente aburrido.
Miley se volvió de inmediato hacia él, dirigiendo de un vuelo su azorada mirada hacia la suya.
—Sin embargo —prosiguió con una sonrisa breve—, os perdono por ello si me hacéis el honor de bailar conmigo.
Miley colocó su mano sobre el brazo que le tendía y se encaminó hacia la casa junto a él.
La sensación de euforia orgullosa y triunfante que sintió por haber reunido el valor para defender a Nicholas se empezó a diluir mientras él la conducía en silencio hacia la atestada pista de baile. Sabía muy poco de él, pero había aprendido por experiencia cada vez que vanamente intentaba incitarlo a hablar de sí mismo, que Nicholas valoraba su intimidad. Se preguntó incómoda si se habría molestado con ella por haber hablado de él con otros. Como seguía bailando con ella en silencio, lo miró con incertidumbre a los ojos pensativos y de pesados párpados.
—¿Estás enfadado conmigo? —le preguntó—. ¿Por hablar de ti en público, quiero decir?
—¿Era de mí de quien estabais hablando? —contrarrestó levantando las cejas—. Nadie lo diría por la descripción que hacías. Pues ¿cuándo soy bueno, considerado, refinado y amigable?
—Estás enfadado —concluyó Miley con un suspiro.
En el pecho de Nicholas estallaba una carcajada grave y tensó el abrazo, atrayéndola hacia su cuerpo fibroso y musculado.
—No estoy enfadado —dijo con voz ronca y amable—. Me da vergüenza.
—¿Vergüenza? —repitió sorprendida, estudiando la calidez fundida de sus ojos de jade—. ¿Por qué?
—Para un hombre de mi edad, mi altura y mala reputación, es un poco embarazoso que una jovencita intente defenderlo del mundo.
Hipnotizada por la ternura de sus ojos, Miley luchó contra el absurdo impulso de posar su mejilla sobre su chaqueta de terciopelo granate.


Corrió la voz de que Miley había defendido públicamente a lord Fielding a quien parecía admirar, pero no lo bastante para desear casarse con él, y la buena sociedad londinense decidió que la fecha de la boda sería inminente al fin y al cabo; una posibilidad que afligía tanto a los pretendientes de Miley que redoblaron sus esfuerzos para complacerla. Rivalizaban por su atención, se peleaban entre ellos por Miley y, al final, lord Crowley y lord Wiltshire se batieron en duelo por ella.
—Ella no nos quiere a ninguno de los dos —informó el enojado y joven lord Crowley a lord Wiltshire una tarde mientras se alejaban de la mansión de Upper Brook Street después de una breve e insatisfactoria visita a Miley.
—Sí, quiere a uno —argumentó apasionadamente lord Wiltshire—. ¡Ella demuestra una particular predilección por mí!
—¡Mequetrefe presuntuoso! Ella cree que somos pisaverdes ingleses, y no le gustan los ingleses —le aclaró malhumorado—. ¡Prefiere a los paletos coloniales! No es tan dulce como piensas, se ríe de nosotros a nuestras espaldas...
—¡Eso es mentira! —replicó su ardoroso amigo.
—¿Me estás llamando mentiroso, Wiltshire? —exigió furioso Crowley.
—No —respondió Wiltshire apretando los dientes—. Te estoy desafiando.
—Perfecto —repuso Crowley—. Mañana al alba en mi casa. En la arboleda.
Dio la vuelta a su caballo y galopó hacia su club, mientras la noticia del inminente duelo se difundía hasta llegar por fin al exclusivo salón recreativo para caballeros, donde el marqués de Salle y el barón Arnoff jugaban a los dados entre fuertes apuestas.
—Malditos jóvenes —comentó de Salle con un suspiro de irritación mientras informaba del duelo que se preparaba—. Lady Miley se afligirá mucho cuando se entere.
El barón Arnoff se echó a reír.
—Ni Crowley ni Wiltshire tienen la suficiente puntería como para hacerse daño. He sido testigo de su falta de habilidad cuando salimos a cazar en la casa de Wiltshire en Devon.
—Tal vez debería intentar detenerlo —opinó el marqués.
El barón Arnoff sacudió la cabeza, parecía divertido.
—No veo por qué. Lo peor que puede suceder es que uno de ellos consiga alcanzar al caballo del otro.
—Pensaba en la reputación de lady Miley. Que se batan en duelo por ella no le hará ningún bien.
—Excelente —se rió Arnoff—. Cuanto menos popular sea, más posibilidades tendremos con ella.
Algunas horas después, en otra mesa, Robert Collingwood se enteró del duelo, pero no se lo tomó tan a la ligera. Excusándose ante sus amigos, salió del club y fue a la residencia del duque de Atherton en Londres, donde se alojaba Nicholas. Después de esperar durante casi una hora el regreso de Nicholas, Robert ordenó al somnoliento mayordomo que despertase al valet de Nicholas. Como resultado de tanta urgencia y persuasión, el valet le transmitió a regañadientes la información de que su amo había regresado pronto de acompañar a lady Miley a una velada y luego había ido a visitar a cierta dama en el número veintiuno de Williams Street.
Robert saltó a su carruaje y le dijo a su cochero la dirección de Williams Street.
—Dése prisa —le ordenó.
Sus fuertes golpes lograron despertar a una adormilada doncella francesa, que abrió la puerta y negó discretamente conocer a lord Fielding.
—Vaya a buscar a su señora ahora mismo —ordenó Robert impaciente—. No tengo mucho tiempo.
La doncella echó un rápido vistazo detrás de él, vio el emblema en el coche, vaciló un instante y subió la escalera.
Al cabo de otra larga espera, una adorable morena, envuelta en una leve bata, bajó la escalera.
—¿Qué es lo que ocurre, lord Collingwood? —preguntó Sybil.
—¿Está Nicholas? —exigió Robert.
Sybil asintió de inmediato.
—Dígale que Crowley y Wiltshire van a batirse en duelo por Miley al alba, en la arboleda de la casa de Crowley —le explicó Robert.
Nicholas tanteó con la mano mientras Sybil se sentaba junto a él en la cama. Con los ojos cerrados, su mano buscó, y encontró, la abertura de la bata y le acarició seductor el muslo desnudo.
—Vuelve a la cama —le invitó con voz ronca—. Te necesito otra vez.
Una nostálgica sonrisa tocó los ojos de la bella, mientras acariciaba la bronceada espalda de Nicholas.
—Tú no necesitas a nadie, Nicholas —susurró con tristeza—. Nunca lo has necesitado.
Una risa en parte reprimida se desató en el pecho de Nicholas mientras rodaba sobre su espalda y hábilmente la atraía hasta su cuerpo desnudo y excitado.
—Si esto no es necesidad, ¿cómo lo llamarías tú?
—Eso no es a lo que me refería con necesidad y tú lo sabes —susurró, besando sus cálidos labios—. No —se apresuró a negar cuando sus manos expertas la atrajeron hacia él—. No tienes tiempo. Collingwood está aquí. Me ha dicho que te dijera que Crowley y Wiltshire se batirán en duelo al amanecer en la casa de Crowley.
Los ojos verdes de Nicholas se abrieron, con expresión alerta, pero no del todo preocupados.
—Se van a batir en duelo por Miley —añadió.
En un instante, Nicholas se puso en movimiento con toda eficiencia, la hizo a un lado, saltó de la cama y se puso con presteza los pantalones y las botas. Maldiciendo salvajemente entre dientes, se puso la camisa.
—¿Qué hora es? —preguntó de manera brusca, mirando hacia la ventana.
—Más o menos una hora antes del alba.
Asintió, se inclinó y le dio un beso breve de disculpa en la frente, luego se fue. El ruido de sus botas resonaba fuerte contra el pulido suelo de madera.
Casi había clareado cuando Nicholas localizó por fin la arboleda de la finca de Crowley y divisó a los dos duelistas de pie junto a unos robles en la sombra. A pocos metros a la izquierda de la pareja, el carruaje negro del médico se veía como un mal presagio junto a otro árbol, con un caballo atado detrás. Nicholas espoleó salvajemente a su montura, haciendo que el corcel negro volara sobre la loma tapizada de hierba, levantando enormes pedazos de tierra húmeda en el aire con los cascos.
Frenó en seco cerca de los combatientes, saltó de la silla y apretó a correr.
—¡Qué demonios pasa aquí! —exigió a Crowley cuando llegó a su lado, luego se dio media vuelta sorprendido mientras el marqués de Salle avanzaba de entre las sombras a unos cincuenta metros y se colocaba junto al joven Wiltshire—. ¿Qué está haciendo aquí, de Salle? —preguntó Nicholas enojado—. Al menos usted debería tener más sentido común que estos dos mocosos.
—Estoy haciendo lo mismo que usted —dijo de Salle pronunciando lentamente las palabras con una débil sonrisa—, pero sin éxito como pronto descubrirá.
—Crowley me ha disparado —irrumpió Wiltshire acusador. Su cara estaba contraída de sorpresa y enfado, y mascullaba las palabras debido al alcohol que había consumido para infundirse valor—. Crowley nos... no se comporta como... un ca... caballero. Ahora voy a dispararle.
—Yo no te he disparado —voceó furiosamente Crowley desde detrás de Nicholas—. Si lo hubiera hecho, te habría dado.
—No apuntaste al... al aire —le gritó Wiltshire como respuesta—. Tú no eres... no eres un caballero. ¡Mereces morir y voy a dispararte! —el brazo de Wiltshire temblaba mientras lo levantaba y apuntaba a su oponente con la pistola.
Entonces todo sucedió muy rápido. El arma se disparó justo cuando el marqués de Salle se adelantaba para intentar quitársela de la mano y Nicholas se abalanzaba hacia Crowley, derribando al envarado muchacho por los suelos. La bala pasó silbando junto a la oreja de Nicholas mientras caía, rebotó en el tronco de un árbol y le desgarró el brazo.
Tras un momento de aturdimiento, Nicholas se sentó lentamente con expresión incrédula. Se llevó la mano al brazo que tanto le dolía y contempló la sangre que le cubría los dedos con una expresión de incredulidad casi cómica.
El médico, el marqués de Salle y el joven Wiltshire corrieron hacia él.
—A ver, déjenme echar un vistazo a ese brazo —dijo el doctor Worthing, haciendo gestos a los demás para que se apartaran y poniéndose en cuclillas.
El doctor Worthing rasgó la camisa de Nicholas y el joven Wiltshire emitió un extraño sonido al ver la sangre manando de la herida de Nicholas.
—¡Oh, Dios! —gimoteó—. Lord Fielding, nunca pretendí...
—¡Cállese! —le espetó el doctor Worthing—. Que alguien me traiga el whisky de mi maleta —y dirigiéndose a Nicholas continuó—: Solo es una herida, pero muy profunda. Tendré que limpiarla y coserla. —Cogió la botella de whisky que el marqués de Salle le ofrecía y miró a Nicholas como disculpándose—: Esto le va a quemar como el fuego del Hades.
Nicholas asintió, apretó los dientes y el médico volcó la botella, anegando la carne desgarrada con el abrasador alcohol. Luego se la ofreció a Nicholas.
—Si yo fuera usted, Nicholas, me bebería el resto. Necesitará muchos puntos.
—Yo no le disparé —exclamó Wiltshire en un intento por evitar a lord Fielding, el legendario duelista, la satisfacción que tenía todo el derecho del mundo a exigir con fecha posterior—. ¡No disparé! —argumentó Wiltshire desesperado—. Fue el árbol que hizo que esto sucediera. Yo disparé al árbol y la bala dio en él, luego dio a lord Fielding.
Nicholas levantó sus ojos negros y centelleantes a su aterrorizado asaltante y dijo con voz ominosa:
—Si quieres tener suerte, Wiltshire, apártate de mi vista, porque soy demasiado viejo para darte unos azotes.
Wiltshire retrocedió, giró sobre sus talones y apretó a correr. Nicholas volvió la cabeza, fulminando con la mirada al otro duelista petrificado.
—Crowley —le advirtió en voz baja—, tu presencia me ofende.
Crowley se dio media vuelta y salió huyendo en su caballo.
Cuando se hubo alejado al galope, Nicholas levantó la botella de whisky y dio un largo trago, luego soltó un grito ahogado cuando la aguja del doctor Worthing traspasó su carne hinchada, tiró del hilo, juntó carne con carne y volvió a clavársela. Tendiéndole la botella a de Salle comentó con ironía:
—Lamento no tener una copa adecuada, pero si no le importa, sírvase usted mismo.
De Salle no dudó en coger la botella que le ofrecían y mientras lo hacía explicó:
—Fui esta noche a su casa cuando me enteré del duelo, pero su criado me dijo que había salido y que no regresaría, y no quiso decirme dónde estaba —dio un largo trago del fuerte whisky y le devolvió la botella a Nicholas—. Así que fui a buscar al doctor Worthing y vinimos para aquí con la esperanza de detenerlos.
—Debimos haber dejado que se disparasen entre ellos —soltó Nicholas con enojo, luego apretó los dientes y se puso tieso mientras la aguja volvía a atravesar su carne desgarrada.
—Es probable.
Nicholas dio dos largos tragos más de licor y sintió que se le empezaban a nublar los sentidos. Recostando la cabeza contra la dura corteza del árbol, suspiró con divertida exasperación.
—¿Qué hizo exactamente mi condesita para provocar este duelo?
De Salle se agarrotó ante la cariñosa enunciación de Nicholas y su voz perdió la educada simpatía.
—Por lo que puedo contarle, lady Miley supuestamente llamó a Wiltshire alechuguinado paleto inglés.
—Pues que Wiltshire le hubiera desafiado en duelo —exclamó Nicholas con una carcajada, dando otro trago de whisky—. Ella no habría fallado el tiro.
De Salle no le rió el chiste.
—¿A qué se refiere con «su condesita»? —le exigió terso—. Si ella es suya, está tardando mucho en hacerlo oficial, usted mismo dijo que el asunto no estaba resuelto. ¿Qué tipo de juego está usted jugando con sus afectos, Wakefield?
La mirada de Nicholas se topó con los rasgos hostiles del otro hombre; luego cerró los ojos, con una exasperante sonrisa en los labios.
—Si está planeando desafiarme, espero por todos los demonios que sepa disparar. Es puñ/eteramente humillante para un hombre de mi reputación ser herido por un árbol.


Miley se agitaba y daba vueltas en la cama, demasiado cansada para dormir e incapaz de aplacar el hervidero de sus pensamientos. Al romper el alba dejó de intentarlo y se sentó en la cama, observando el cielo mudar de un gris oscuro a un gris pálido, y sus pensamientos eran tan sombríos como prometía ser la mañana. Apoyada en las almohadas, arrugaba indiferente la colcha de satén, mientras su vida parecía pasar ante ella como un túnel oscuro, solitario y amenazador. Pensó en Andrew, que se había casado con otra y lo había perdido; pensó en los vecinos que había querido desde la niñez y que a su vez la habían querido. Ahora no tenía a nadie, salvo al tío Charles, claro, pero ni siquiera su cariño podía calmar su pesar ni llenar el doloroso vacío de su interior.
Siempre se había sentido necesaria y útil; ahora su vida era una ronda interminable de frenética frivolidad, con Nicholas pagando todos los gastos. Se sentía tan... tan innecesaria, tan inútil y gravosa.
Intentó hacer caso al duro consejo de Nicholas y elegir a otro hombre con el que casarse. Lo intentó, pero sencillamente no podía imaginarse casada con ninguno de los insustanciales y gallardos jóvenes londinenses que competían a brazo partido por conquistarla. No la necesitaban como esposa, sería un mero ornamento, una decoración en sus vidas. A excepción de los Collingwood y otros pocos, los matrimonios entre la aristocracia eran conveniencias superficiales, nada más. Las parejas rara vez aparecían juntos en la misma función y, si lo hacían, no estaba de moda permanecer en compañía del otro una vez allí. Los niños nacidos de estos matrimonios eran pronto arrojados a los brazos de niñeras y tutores. Qué distinto era aquí el significado de la palabra «matrimonio», pensó Miley.
Recordó con nostalgia los maridos y esposas que había conocido en Portage. Recordó al viejo señor Prowther sentado en el porche en los veranos, leyendo atentamente para su esposa paralizada, que apenas sabía quién era. Recordaba la cara del señor y la señora Makepeace cuando el padre de Miley les informó que, después de veinte años de matrimonio sin hijos, la señora Makepeace estaba embarazada. Recordó el modo en que la pareja de mediana edad se había abrazado y llorado sin ocultar su alegría. Aquellos eran matrimonios en el sentido que un matrimonio debía tener: dos personas que trabajan juntas y se ayudan mutuamente en los buenos y en los malos tiempos, dos personas que ríen juntas, educan a sus hijos juntos e incluso lloran juntas.
Miley pensó en su madre y en su padre. Aunque Katherine Seaton no había amado a su marido, había formado un precioso hogar para él y había sido su compañera. También hacían cosas juntos, como jugar al ajedrez delante de la chimenea en invierno y dar paseos en los atardeceres estivales.
En Londres, Miley era deseada por la tonta y sencilla razón de que «estaba de moda» en aquel momento. Como esposa no tendría ninguna utilidad ni propósito, salvo como decoración al pie de una mesa de comedor donde se aguardaría a los invitados para cenar. Miley sabía que nunca sería feliz llevando aquella vida. Quería compartir su vida con alguien que la necesitara, hacerle feliz y ser importante para él. Quería ser útil, tener un propósito distinto al ornamental.
El marqués de Salle la quería de veras, podía notarlo, pero no la amaba, a pesar de lo que decía.
Miley se mordió el labio para superar el dolor que le causaba recordar las tiernas promesas de amor de Andrew. En realidad no la había amado. El marqués de Salle tampoco la amaba. Tal vez los hombres ricos, entre ellos Andrew, eran incapaces de sentir amor de verdad. Tal vez...
Miley se sentó muy erguida cuando unas pisadas de alguien que andaba arrastrando los pies pesadamente resonaron en el pasillo. Era demasiado pronto para que los criados estuvieran por allí y, además, ellos prácticamente corrían raudos por la casa para satisfacer a su patrón. Algo golpeó contra una pared y un hombre gimió. El tío Charles debe de estar enfermo, pensó, retiró las mantas y salió volando de la cama. Corrió hacia la puerta y la abrió de un tirón.
—¡Nicholas! —exclamó, con el corazón en la garganta al verlo cimbrearse hacia la pared, con el brazo izquierdo en un cabestrillo provisional—. ¿Qué ha ocurrido? —susurró y luego corrió rápidamente—. No importa, no intentes hablar. Llamaré a un criado para que te ayude.
Dio media vuelta, pero él la cogió sorprendentemente fuerte del brazo y la hizo volver, con una sonrisa pícara.
—Quiero que me ayudes tú —y le pasó el brazo derecho sobre los hombros, gesto que casi la obligó a arrodillarse bajo su peso—. Llévame a mi habitación. Miley —le ordenó en una voz ebria y zalamera.
—¿Dónde está? —susurró Miley mientras se dirigían torpemente hacia el pasillo.
—¿No lo sabes? —la reprendió arrastrando la voz en tono sufriente—. Yo sí sé dónde está tu habitación.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Miley algo agobiada mientras intentaba sostener su peso.
—Nada —respondió de manera agradable y se detuvieron ante la siguiente puerta de la derecha. Miley la abrió y le ayudó a entrar.
Al otro lado del pasillo se abrió la puerta de otro dormitorio y Charles Fielding apareció en el umbral, mientras se ponía un batín de satén con cara alarmada y de preocupación. Salió con solo una manga del batín puesta mientras Nicholas le decía a Miley:
—Ahora, condesita, lléveme a mi cama.
Miley captó el extraño modo en que Nicholas chapurreaba, parlanchín, las palabras, incluso pensó que había un tono seductor en su voz, pero echó la culpa de su rara habla al dolor o posiblemente a la pérdida de sangre.
Cuando llegaron a su cama de cuatro columnas, retiró el brazo y esperó dócilmente a que Miley abriera la cama, luego se sentó y la miró con una sonrisa bobalicona. Miley le devolvió la mirada, ocultando su preocupación. Utilizando el mismo tono cordial e inalterable que su padre, le preguntó:
—¿Puedes contarme qué te ha ocurrido?
—¡Por supuesto que sí! —exclamó, parecía ofendido—. No soy un imb/écil, ¿sabes?
—Bueno, ¿qué ha ocurrido? —repitió Miley cuando no hizo ningún intento por hablarle.
—Ayúdame a quitarme las botas.
Miley vaciló.
—Creo que debería llamar a Northrup.
—Entonces no te preocupes por las botas —le replicó con magnanimidad y con eso se tumbó y descuidadamente cruzó las botas sobre la colcha marrón—. Siéntate a mi lado y cójeme la mano.
—¡No seas tonto!
Le miró mal.
—Deberías ser más amable conmigo, Miley. Al fin y al cabo me han herido en un duelo por tu honor.
Nicholas alargó el brazo y capturó la mano de Miley. Horrorizada ante la mención de un duelo, ella obedeció la creciente presión de su mano y se sentó al lado de su cuerpo tendido.
—¡Oh, Dios mío... un duelo! Nicholas, ¿por qué? —buscó en sus pálidas facciones, vio su valiente y provocativa sonrisa, y su corazón se fundió de contrición y culpa. Por alguna razón, Nicholas había luchado por ella—. Por favor, dime por qué te has batido en duelo —imploró.
Nicholas sonrió.
—Porque Wiltshire te llamó paleta inglesa.
—¿Qué? Nicholas —preguntó angustiada—, ¿cuánta sangre has perdido?
—Toda —afirmó de modo teatral—. ¿Cuánta lástima sientes por mí?
—Mucha —respondió automáticamente—. Ahora, ¿puedes intentar aclarármelo? Wiltshire te disparó porque...
Nicholas levantó los ojos al cielo, enojado.
—Wiltshire no me disparó... no le daría a un burro a dos pasos. Un árbol me disparó. —Levantándose, le cogió la cara con ambas manos, acercándola a la suya y bajó la voz hasta susurrarle—: ¿Sabes que eres muy hermosa? —y cuando pronunció estas palabras con voz ronca, vaharadas de acre whisky le vinieron a la cara.
—¡Estás borracho! —le acusó Miley, retrocediendo.
—Sí, tienes razón —admitió de manera amistosa—. Me emborraché con tu amigo de Salle.
—¡Santo Dios! —jadeó Miley—. ¿También estaba él?
Nicholas asintió, pero no dijo nada mientras la recorría de arriba abajo con fascinada mirada. El cabello resplandeciente le caía sobre los hombros en una masa de oro fundido gloriosamente desordenada, enmarcando una cara de desgarradora belleza. La piel tan lisa como el alabastro, las cejas delicadamente arqueadas, las pestañas largas y rizadas... Los ojos grandes como luminosos zafiros escrutaban preocupados el rostro de Nicholas, intentando evaluar su estado. El orgullo y la valentía se reflejaban en cada rasgo de su cara, desde los pómulos prominentes y la obstinada naricilla hasta la pequeña barbilla con la minúscula y encantadora hendidura en el centro. Y sin embargo, su boca era vulnerable y suave, tan suave como sus pechos, que sobresalían por encima de los encajes del escote del camisón satinado de color crema y que prácticamente suplicaban que los acariciase. Pero era su boca lo primero que Nicholas quería probar... Apretó la mano sobre el brazo de ella y la atrajo hacia sí.
—¡Lord Fielding! —le advirtió sombríamente, intentando apartarlo.
—Hace un momento me llamaste Nicholas. Lo he oído, no lo niegues.
—Fue un error —se excusó Miley, desesperada.
Los labios de Nicholas esbozaron una débil sonrisa.
—Entonces, cometamos otro —mientras hablaba le cogió la nuca, bajándola y atrayéndole inexorablemente la cara hacia la suya.
—Por favor, no —suplicó Miley, con el rostro a pocos milímetros del suyo—. No me obligues a luchar contigo, te dolerá la herida.
La presión de la nuca cedió muy levemente, no lo bastante para soltarla, pero sin forzarla más cerca, mientras Nicholas la estudiaba en absorto silencio.
Miley aguardó pacientemente a que la soltara, sabiendo que sus sentidos estaban confusos por la pérdida de sangre, el dolor y una buena cantidad de alcohol. Ni por un momento creyó que sintiera auténtico deseo por ella y bajó la mirada, algo divertida.
—¿Te ha besado alguna vez, besado de verdad, alguien además del viejo Arnold? —le preguntó vagamente.
—Andrew —le corrigió Miley, con los labios temblorosos de risa contenida.
—No todos los hombres besan igual, ¿lo sabías?
A Miley se le escapó una risotada antes de que pudiera evitarlo.
—¿De verdad? ¿A cuántos hombres has besado? —le preguntó Miley con ironía.
Una sonrisa inquisidora tiró de los sensuales labios de Nicholas, pero no hizo caso de su ocurrencia.
—Acércate más —le ordenó tajante, aumentando sutilmente la presión de su mano sobre su nuca—, y pon tus labios en los míos. Lo haremos a mi manera.
La complacencia de Miley se desvaneció y sintió pánico.
—Nicholas, basta —suplicó— Tú no quieres besarme. Solo te gusto un poquito cuando no estás borracho.
Se le escapó una risa hosca.
—¡Me gustas muchísimo! —susurró amargamente luego le bajó la cabeza y capturó los labios de ella en un beso imperioso y ardiente que lo exigía todo sin dar nada a cambio.
Miley se debatió, horrorizada, asustada en serio, poniéndole una mano a cada lado de él y empujando fuerte, intentando liberar su boca de la suya. Nicholas hundió rápidamente los dedos en el espeso cabello de su nuca y apretó fuerte.
—¡No luches! —le pidió entre dientes—. Me estás haciendo daño.
—Tú eres el que me estás haciendo daño —le espetó Miley, con los labios a menos de un milímetro de los suyos—. Suéltame.
—No puedo —dijo con voz ronca, pero aflojó su cabello atenazado y los largos dedos se deslizaron hacia abajo, curvándose alrededor de la nuca mientras sus cautivadores ojos verdes se hundían en los de Miley. Como si le arrancaran esta confesión bajo tortura, añadió con voz entrecortada— He intentado cientos de veces soltarte, Miley, pero no puedo.
Y mientras Miley aún se recuperaba de esta increíble declaración, Nicholas atrajo su cabeza y tomó su boca en un interminable y embriagador beso que la dejó sin aliento y paralizada. Los labios de Nicholas se movían contra los suyos con un anhelo tierno y voraz, probándolos, modelándolos y acoplándolos a los suyos, y luego deslizándose arriba y abajo como si quisiera más de ella. En lo más profundo notaba la solitaria desesperación de Nicholas e, impotente, Miley respondió. Sus labios se relajaron y se fundieron contra los suyos. Al instante, el exigente ardor del beso de Nicholas se incrementó. Deslizó la lengua sobre sus labios, obligándola a abrirlos y en cuanto cedieron a la sensual presión, su boca se hundió con cuidado entre los suyos.
Incesantes sacudidas de una salvaje sensación se dispararon a través de Miley mientras la lengua de Nicholas exploraba su boca, hasta que, en una fiebre de turbado anhelo, tocó tímidamente con la lengua los labios de él. La reacción de Nicholas fue inmediata; gimió y la rodeó con el brazo bueno, aplastándole los senos contra su pecho, hundiendo la lengua en su boca, luego retirándola, para hundirla una y otra vez a un ritmo salvajemente excitante y prohibido.
Al cabo de una eternidad, apartó la boca de la de Miley y deslizó los labios sobre sus cálidas mejillas, la besó en la mandíbula y en la sien. Y luego, sin previo aviso, se detuvo.
Miley recuperó despacio el juicio, para darse cuenta de lo vergonzoso de su conducta. Tenía la mejilla apretada contra el pecho de Nicholas y estaba medio tumbada sobre él como una... ¡una buscona desvergonzada! Conmovida internamente, se obligó a levantar la cabeza, esperando ver a Nicholas contemplándola con triunfo o desprecio, que era ni más ni menos lo que se merecía. Abrió los ojos a regañadientes y se obligó a enfrentarse a su mirada.
—¡Dios mío! —suspiró jadeante, con sus ojos zarcos ardientes.
Miley se estremeció instintivamente cuando él levantó la mano, pero en lugar de apartarla, colocó la palma sobre sus arreboladas mejillas, trazando suavemente con los dedos los delicados huesos de su cara. Confusa por aquel inexplicable humor, se quedó mirándolo fija e inquisidoramente a los sensuales ojos.
—Tu nombre es perfecto para ti —susurró pensativo—. «Miley» es demasiado corto y muy inusual para tan pequeña y feroz criatura te queda perfecto.
Completamente cautivada por la mirada íntima de sus ojos y la persuasiva dulzura de su voz. Miley tragó saliva y dijo:
—Mis padres me lo eligieron.
—Miley* —repitió, sonriente—. Me gusta como suena —Su mirada hipnótica estaba clavada en la de ella, mientras le acariciaba seductor un hombro y el brazo—. También me gusta el modo en que el sol brilla en tu cabello cuando sales en el carruaje con Caroline Collingwood —prosiguió—. Y me gusta el sonido de tu risa. Me gusta el modo en que centellean tus ojos cuando estás furiosa... ¿Sabes lo que más me gusta? —le preguntó mientras se cerraban sus ojos.
Miley negó con la cabeza, hipnotizada por su voz y la dulzura de sus palabras.
Con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios, murmuró:
—Sobre todo... me gusta el modo en que llenas ese camisón que llevas puesto...
Miley se apartó con ofendido pudor y la mano cayó, aterrizando limpiamente junto a su cabeza sobre la almohada. Se había quedado profundamente dormido.
Le miró con ojos abiertos e incrédulos, sin saber qué pensar ni cómo sentirse. En verdad era el más arrogante, osado... La indignación que intentaba reunir se negaba a salir y una reticente sonrisa tocó sus labios cuando lo miró. Los duros rasgos de su rostro se ablandaban en el sueño y, sin aquella cínica mueca en la boca, parecía vulnerable e increíblemente aniñado.
Su sonrisa se intensificó al notar lo escandalosamente espesas que eran sus pestañas, largas y gruesas como toda chica desearía tener. Al mirarlo, empezó a preguntarse cómo habría sido de niño. Seguramente no habría sido cínico ni distante ni inasequible de pequeño.
—Andrew arruinó todos mis sueños de la infancia —pensó en voz alta—. Me pregunto quién habrá arruinado los tuyos.
Nicholas volvió la cabeza en la almohada y un mechón de cabello denso y rizado le cayó sobre la frente. Sintiéndose extrañamente maternal y algo perversa, Miley lo apartó con los dedos.
—Te diré un secreto —confesó, sabiendo que él no podía oírla—. Tú también me gustas, Nicholas.
Al otro lado del pasillo se cerró una puerta y Miley se levantó de un salto, sintiéndose culpable, se alisó el camisón y se recompuso el pelo, pero cuando oteó el pasillo no había nadie.


1 comentario:

  1. Ohhhhh mi goshhhhhh!!!
    hahahahahahahhahahahahahahahahahahahahaha :'D
    creo que nunca me había reído tanto en mi vida como me reí leyendo este capítulo xD
    por dios ese Nick, borracho es tan tierno *-*
    ya quiero que se den cuenta de que se aman, es que son tan. obvios!!
    sube pronto, cuidate, besis bye ♥

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