sábado, 19 de abril de 2014

Lecciones Privadas-Capitulo 3

Capitulo 3





Más tarde, Miley se avergonzó de haberse bajado de la camioneta sin responder a aquella cruda aseveración, pero se había quedado tan atónita que había sido incapaz de reaccionar. ¡Violación! Aquél era un delito repugnante. Resultaba increíble. ¡Había besado a aquel hombre! Se había quedado tan asombrada que no había podido más que inclinar la cabeza a modo de despedida y decirle a Joe que se verían esa noche. Luego había entrado en la casa sin darles siquiera las gracias por su ayuda y por las molestias que se habían tomado.
Poco a poco había comenzado a cobrar conciencia de lo sucedido. Parada a solas en la anticuada cocina, observaba a Woodrow lamiendo con avidez la leche de su platillo y pensaba en Nick Mackenzie y en lo que le había dicho. De pronto dejó escapar un bufido.

-¡Bobadas! Si ese hombre es un violador, te coceré para cenar, Woodrow.

Woodrow parecía bastante despreocupado, lo cual, a juicio de Miley, indicaba que el gato estaba de acuerdo con su opinión, y ella tenía en muy alta estima la capacidad de Woodrow para discernir lo que más le convenía.
A fin de cuentas, Nick no había dicho que hubiera cometido una violación. Había dicho que había estado en la cárcel por violación. Cuando pensaba en cómo padre e hijo aceptaban de manera automática, aunque con amargura, que se los rechazara por causa de su sangre india, Miley se preguntaba si tal vez el hecho de que Nick fuera medio indio habría influido en su condena.
Pero él no había violado a nadie. Estaba tan segura de ello como del aspecto de su propia cara. El hombre que la había ayudado a salir de un atolladero, que le había calentado las manos con su propio cuerpo y la había besado con un ardor ávido y viril, no era de ésos capaces de agredir a una mujer. Había sido él quien se había detenido antes de que aquellos besos fueran demasiado lejos; ella quien se había vuelto maleable entre sus manos.
Aquello no tenía sentido. Era imposible que Nick Mackenzie fuera un violador.
Tal vez no le había costado mucho esfuerzo dejar de besarla; al fin y al cabo, ella era muy poco atractiva y carecía de experiencia. Y, además, nunca sería voluptuosa, pero aun así... Sus pensamientos se fueron apagando al aflorar el recuerdo de lo que había sentido. Era inexperta, sí, pero no estúpida. Nick estaba... en fin, excitado. Ella lo había notado con toda claridad. Quizá últimamente no hubiera podido dar rienda suelta a sus apetitos fisicos, y a ella la tenía a mano, pero aun así no se había propasado. No la había tratado con la actitud del marinero al que, en tiempo de tormenta, cualquier puerto le valía. ¿Cómo era ese horrible término que lo había oído decir a alguno de sus alumnos? Ah, sí: «salido». Podía aceptar que Nick Mackenzie se hallara en ese estado y que ella, accidentalmente, hubiera despertado su fogosidad de un modo que todavía le parecía un misterio, pero el caso era que no se había aprovechado de la situación.
¿Y si lo hubiera hecho?
Su corazón comenzó a latir con violencia, y un hormigueo ardiente se difundió despacio por su cuerpo al tiempo que una sensación enervante y turbadora se iba aposentando en su interior. Sus pechos se tensaron y empezaron a palpitar, y automáticamente se los cubrió con las manos abiertas. Al darse cuenta, bajó las manos. Pero ¿y si se los hubiera tocado Nick? ¿Y si se los hubiera besado? Sentía que se derretía por dentro con sólo pensar en él. Fantasear con él. Juntó los muslos, intentando aliviar la cóncava palpitación que sentía entre ellos, y un quejido escapó de sus labios. Era un quejido leve, pero retumbó extrañamente en el silencio de la casa, y el gato levantó la mirada de su platillo, profirió un maullido inquisitivo y luego volvió a su leche.
¿Habría sido ella capaz de detener a Nick? ¿Lo habría intentado siquiera? ¿O a esas alturas estaría recordando cómo habían hecho el amor, en lugar de intentar imaginárselo? Su cuerpo se estremecía, más a causa de instintos y anhelos apenas despertados que por verdadero conocimiento.
Nunca antes había conocido la pasión, excepto la de conocer y enseñar. Descubrir que su cuerpo era capaz de experimentar sensaciones tan intensas le infundía temor, pese a que creía conocerse bien. Su propia carne le resultaba de pronto ajena, y sus razonamientos y emociones parecían escapar a su control. Se sentía casi traicionada.
¡Cielo santo, aquello era pura lujuria! Ella, Miley Elizabeth Potter, ¡deseaba a un hombre! Y no a un hombre cualquiera, sino a Nick Mackenzie.

Aquello era al mismo tiempo prodigioso y humillante.

Joe demostró ser un alumno despierto y capaz, tal y como Miley imaginaba. Llegó puntual, justo a tiempo, y por suerte solo. Tras pasarse la tarde dándole vueltas a lo ocurrido, Miley no se sentía con ánimos de enfrentarse otra vez a Nick Mackenzie. ¿Qué pensaría de ella? A su modo de ver, prácticamente lo había asaltado.

Pero Joe llegó solo y, durante las tres horas que siguieron, Miley se fue dando cuenta que aquel chaval le caía cada vez mejor. Estaba sediento de conocimientos y lo absorbía todo como una esponja. Mientras él hacía los ejercicios que le había puesto, ella se dedicó a preparar unas tablas para controlar el tiempo que invertían en cada asignatura, los temas que daban y las notas que Joe sacaba en los controles. La meta que se habían puesto era mucho más difícil de alcanzar que un simple título de bachillerato. Aunque Miley no había prometido nada, sabía que sólo se daría por satisfecha cuando Joe ingresara en la Academia de las Fuerzas Aéreas. Había algo en los ojos del muchacho que le decía que nunca se sentiría realizado a menos que pudiera volar; Joe era como un águila varada en tierra: su espíritu ansiaba el cielo.
A las nueve en punto, Miley puso fin a la clase y anotó el tiempo en una de sus tablas. Joe bostezó mientras se mecía en la silla apoyada sobre las patas traseras.

-¿Cuántos días vamos a dar clase?
-Todos, si puedes -contestó ella-. Por lo menos hasta que te pongas al nivel de tu clase.

Los ojos claros y diamantinos del chico brillaron mientras la miraba, y a Miley la sorprendió de nuevo lo maduros que parecían.

-¿El curso que viene tendré que ir al instituto?
-Convendría que fueras. Así harías muchas más cosas, y al mismo tiempo podríamos seguir dando clase aquí.
-Ya me lo pensaré. No quiero dejar solo a mi padre. Estamos expandiendo el negocio y hay mucho más trabajo. Tenemos más caballos que nunca.
-¿Criáis caballos?
-Caballos vaqueros. Buenos caballos de rancho, entrenados para el pastoreo. Pero no nos dedicamos sólo a la cría. La gente lleva sus caballos al rancho para que mi padre los entrene. Mi padre no es sólo bueno; es el mejor. Tratándose de entrenar caballos, a la gente le importa un bledo que sea indio.

La amargura había vuelto a hacer acto de presencia en la voz de Joe. Miley apoyó los codos en la mesa y descansó la barbilla sobre las manos unidas.

-¿Y tú?
-Yo también soy indio, señorita Potter. Medio indio, y a la mayoría de la gente le basta y le sobra con eso. Cuando era pequeño no se notaba mucho porque un crío indio no supone una amenaza para nadie. Es cuando ese crío crece y empieza a mirar a las hijas de los blancos cuando las cosas se tuercen.

De modo que las chicas tenían algo que ver con el hecho de que Joe hubiera dejado el colegio. Miley lo miró alzando las cejas.

-Supongo que las hijas de los blancos también miran -dijo con suavidad-. Eres muy guapo.

Él casi le sonrió.

-Sí. Pero total, para lo que me servía...
-Entonces, ¿te miraban?
-Y tonteaban conmigo. Una hacía como si de verdad le gustara. Pero cuando la invité a salir le faltó tiempo para darme con la puerta en las narices. Su-pongo que tontear conmigo está bien, es como agitar desde lejos un trapo rojo delante de un toro, pero ni en sueños se les ocurre salir con un indio.
-Lo siento -sin pararse a pensar en lo que hacía, Miley alargó el brazo y cubrió con la suya la mano joven y fuerte de Joe-. ¿Por eso dejaste el colegio?
-Me parecía que no tenía sentido seguir allí. No crea que iba en serio con esa chica ni nada parecido. No era para tanto. Sólo me gustaba. Pero lo que pasó me dejó bien claro que nunca iba a integrarme, que ninguna de aquellas chicas saldría jamás conmigo.
-¿Y qué pensabas hacer? ¿Trabajar en el rancho toda tu vida y no salir nunca, ni casarte?
-Casarme ni se me pasa por la cabeza -dijo él con firmeza-. En cuanto a lo demás, hay pueblos más grandes. El rancho va bastante bien, y tenemos un poco de dinero extra.

No añadió que había perdido la virginidad dos años antes, en un viaje a uno de aquellos pueblos más grandes. No quería escandalizar a Miley, y estaba seguro de que se quedaría de una pieza si se lo contaba. La nueva profesora no era sólo una timorata; era también una ingenua. Eso lo hacía sentirse extrañamente responsable de ella. Eso, y el hecho de que era distinta a las demás profesoras que había conocido. Cuando Miley lo miraba, lo veía a él, Joe Mackenzie, no veía la piel atezada y el pelo negro de un mestizo. Ella lo había mirado a los ojos y había visto su sueño, su obsesión por el vuelo y los aviones.
Cuando Joe se marchó, Miley cerró la casa y se preparó para irse a la cama. Había tenido un día agotador, pero aun así tardó largo rato en dormirse y a la mañana siguiente se le pegaron las sábanas. Ese día procuró mantenerse ocupada para no ponerse a soñar con Nick Mackenzie ni a fantasear con cosas que no habían ocurrido. Fregó y enceró la vieja casa hasta dejarla brillante, y luego sacó las cajas de libros que había traído de Savannah. Una casa con libros daba siempre la impresión de ser un lugar habitado. Sin embargo, comprobó con desaliento que no tenía sitio donde ponerlos. Necesitaba una de esas estanterías de módulos; si para montarlas sólo hacía falta un destornillador, seguramente podría apañárselas ella sola. Con su resolución habitual, planeó pasarse por el supermercado la tarde siguiente. Si no tenían lo que necesitaba, compraría unos tablones y pagaría a alguien para que le hiciera unos estantes.
El lunes a mediodía llamó a la consejería de educación del estado para enterarse de qué había que hacer para convalidar los estudios de Joe a fin de que obtuviera su diploma. Sabía que tenía las acreditaciones necesarias, pero había también un montón de papeleo que resolver para que Joe consiguiera los créditos necesarios mediante clases particulares. Hizo la llamada desde el teléfono público de la sala de descanso de profesores, que nunca se usaba porque sólo había tres profesoras, cada una de las cuales daba cuatro cursos, y nunca había tiempo para tomarse un descanso. La sala tenía, no obstante, tres sillas y una mesa, una neverita desportillada, una cafetera eléctrica y un teléfono de pago. Era tan extraño que se usara la sala que Miley se sorprendió cuando la puerta se abrió y Sharon Wycliffe, que daba clases de primero a cuarto, asomó la cabeza.

-Miley, ¿te encuentras mal?
-No, estoy bien -Miley se levantó y se sacudió las manos. El teléfono tenía una densa capa de polvo que evidenciaba lo poco que se usaba-. Estaba haciendo una llamada.
-Ah. Es que estaba extrañada. Llevas aquí tanto tiempo que he pensado que a lo mejor te encontrabas mal. ¿A quién llamabas?

La pregunta fue formulada sin vacilar. Sharon había nacido en Ruth, había ido allí a la escuela y se había casado con un chico del pueblo. Los ciento ochenta habitantes de Ruth se conocían todos entre sí; todos estaban al corriente de los asuntos del prójimo, y no veían nada raro en ello. Los pueblos pequeños eran como familias extensas. A Miley, que ya había tenido experiencias parecidas, no la sorprendió la franca curiosidad de Sharon.

-A la consejería del estado. Necesitaba información sobre las acreditaciones necesarias para dar clases.
Sharon pareció de pronto alarmada.
-¿Es que no tienes los certificados en regla? Si hay algún problema, la junta escolar se va a suicidar en masa. No sabes lo difícil que es encontrar un profesor cualificado que esté dispuesto a venir a un pueblo tan pequeño como Ruth. Estaban casi al borde del colapso cuando te encontraron a ti. Los chicos iban a tener que ir a un instituto a casi cien kilómetros de aquí.
-No, no es eso. He pensado que podía empezar a dar clases particulares, por si alguno de los chicos lo necesita -no mencionó a Joe Mackenzie porque no lograba olvidar las advertencias que padre e hijo le habían hecho al respecto.
-Bueno, menos mal -exclamó Sharon-. Será mejor que vuelva con los chicos antes de que armen algún lío -agitó la mano, sonrió y retiró la cabeza, dando por satisfecha su curiosidad.

Miley esperaba que no le dijera nada a Dottie Lancaster, la profesora que daba clases de quinto a octavo, pero sabía que era una esperanza vana. En Ruth todo acababa sabiéndose. Sharon era afectuosa y alegre con sus jóvenes pupilos, y sus clases, al igual que las de Miley, eran muy distendidas; Dottie, en cambio, era estricta y brusca con sus alumnos.Miley se sentía incómoda con ella porque tenía la impresión de que para Dottie la enseñanza no era más que un modo de ganarse la vida; algo necesario, pero penoso. Incluso había oído decir que Dottie, que tenía cincuenta y cinco años, estaba pensando en pedir la jubilación anticipada. A pesar de sus limitaciones, su retiro causaría gran malestar en la junta escolar porque, tal y como Sharon había dicho, era casi imposible encontrar un maestro que quisiera trasladarse a Ruth. El pueblo era demasiado pequeño y estaba demasiado alejado de todas partes.
Mientras daba la última clase del día, Miley se descubrió observando a las chicas y preguntándose cuál de ellas había estado tonteando con Joe Mackenzie y le había dado calabazas cuando él finalmente se había decidido a pedirle salir. Algunas eran muy bonitas y presumidas, y aunque mostraban la superficialidad propia de los adolescentes, todas parecían buenas chicas. Pero ¿cuál de ellas habría atraído la atención de Joe, que no era un chico superficial y cuya mirada era mucho más madura de lo que correspondía a sus dieciséis años? ¿Natalie Ulrich, que era alta y agraciada? ¿Pamela Hearst, que era tan rubia que parecía recién salida de una playa californiana? ¿O Jackie Baugh, con sus ojos negros y seductores? Le parecía que podía ser cualquiera de las ocho chicas que había en su clase. Todas estaban acostumbradas a que les fueran detrás. Habían tenido la inmensa suerte de que los chicos, que eran nueve, las superaran en número. Todas eran coquetas y vanidosas. Así que ¿cuál sería?
Miley se preguntaba por qué le importaba tanto, pero así era. Una de aquellas chicas le había asestado a Joe un golpe que, aunque no le había roto el corazón, había podido destrozarle la vida. Para Joe, aquello había sido la prueba definitiva de que nunca encontraría su sitio en el mundo de los blancos; por eso se había retirado. Tal vez nunca volviera a la escuela, pero al menos había aceptado que ella le diera clases particulares. Ojalá no perdiera la esperanza.
Al acabar las clases, Miley recogió rápidamente el material que necesitaba para esa noche y los ejercicios que tenía que corregir y salió corriendo a su coche. El trayecto hasta el supermercado de los Hearst era corto. Cuando le preguntó al señor Hearst, éste le indicó amablemente las cajas de las estanterías desmontables que había en un rincón.
Unos minutos después, la puerta se abrió y entró otro cliente. Miley vio a Nick en cuanto entró en la tienda. Estaba mirando las estanterías, pero su piel pareció detectar como un radar la cercanía de Nick. Sintió un hormigueo nervioso, el pelo de su nuca se erizó, levantó la mirada y allí estaba él. Al instante se estremeció, y sus pezones se endurecieron. La turbación que le causó aquella reacción que no podía dominar hizo que la sangre le afluyera a la cara.
Por el rabillo del ojo vio que el señor Hearst se envaraba y por primera vez creyó las cosas que Nick le había dicho acerca de cómo lo miraba la gente del pueblo. Nick todavía no había hecho nada, no había dicho ni una palabra y, sin embargo, resultaba evidente que al señor Hearst lo molestaba que estuviera en su tienda.
Miley se volvió rápidamente hacia las estanterías. No se atrevía a mirar a Nick a la cara. Se puso aún más colorada al pensar en cómo se había comportado, en cómo se había lanzado a sus brazos como una solterona sedienta de sexo. La certeza de que eso era precisamente lo que él pensaba no contribuía a que se sintiera mejor; lo de solterona no podía negarlo, pero al sexo nunca le había prestado mucha atención hasta que Nick la había tomado en sus brazos. Cuando pensaba en las cosas que había hecho...
Tenía la cara en llamas. Y el cuerpo también. No podía hablar con él. ¿Qué pensaría de ella? Se puso a leer empecinadamente las instrucciones de la caja de la estantería y fingió que no había visto entrar a Nick.
Había leído tres veces las instrucciones cuando reparó en que se estaba comportando igual que esa gente de la que él hablaba: demasiado altanera para dirigirle la palabra, y tan desdeñosa que hasta rehusaba admitir que lo conocía. Miley era por lo general muy comedida, pero de pronto se sintió llena de ira contra sí misma. ¿Qué clase de persona era?
Agarró de un tirón la caja de la estantería, pero ésta pesaba más de lo que creía y estuvo a punto de perder el equilibrio. Cuando se dio la vuelta, Nick estaba poniendo una caja de clavos en el mostrador y sacándose la cartera del bolsillo. El señor Hearst lo miró un instante; luego sus ojos se posaron en Miley, que estaba luchando a brazo partido con la caja.

-Espere, señorita Potter, deje que la ayude con eso -dijo, y se apresuró a salir de detrás del mostrador para agarrar la caja. Al levantarla comenzó a resoplar-. No debe usted cargar con tanto peso. Podría hacerse daño.

Miley se preguntó cómo pensaba el señor Hearst que iba a llevar la caja del coche a su casa si no podía apañárselas ella sola, pero se mordió la lengua y no dijo nada. Siguió al señor Hearst hasta el mostrador, cuadró los hombros, respiró hondo, alzó la mirada hacia Nick y dijo con claridad:

-Hola, señor Mackenzie, ¿qué tal está usted?

Los ojos negros de Nick brillaron, quizá con un destello de advertencia.

-Señorita Potter -dijo secamente, y se tocó con los dedos el ala del sombrero, pero evitó contestar a la educada pregunta de Miley.

El señor Hearst le lanzó a Miley una mirada cortante.

-¿Lo conoce, señorita Potter?
-En efecto. El sábado se me averió el coche y me quedé atascada en la nieve, y el señor Mackenzie me rescató -contestó ella con voz fuerte y clara.

El señor Hearst miró con recelo a Nick.

-Hmm -masculló, y colocó la caja de la estantería en el mostrador para cobrarla.
-Disculpe -dijo Miley-. El señor Mackenzie estaba primero.

Oyó que Nick mascullaba un improperio en voz baja, o al menos le pareció que era un improperio. El señor Hearst se puso colorado.

-No me importa esperar -dijo Nick con voz crispada.

-No quisiera colarme -Miley enlazó las manos sobre su cintura y frunció los labios-. No soy tan maleducada. 

-Las damas primero -dijo el señor Hearst, intentando componer una sonrisa.
Miley le lanzó una mirada severa.
-Las damas no deberían aprovecharse de su género, señor Hearst. Vivimos en una época de justicia e igualdad. El señor Mackenzie estaba delante de mí, y tiene derecho a que lo atienda primero.

Nick meneó la cabeza y le dirigió una mirada incrédula.

-¿Es usted una de esas feministas?

El señor Hearst lo miró con desprecio.

-Tú, indio, no le hables así.
-Espere un momento -Miley procuró dominar su ira y sacudió el dedo hacia el señor Hearst-. Eso ha sido una grosería y estaba completamente fuera de lu-gar. Su madre se avergonzaría de usted, señor Hearst. ¿Acaso no le enseñó mejores modales?

El señor Hearst se puso aún más colorado.

-Mi madre me enseñó muy bien -masculló entre dientes mientras miraba el dedo de Miley.

El dedo de una maestra tenía algo especial; poseía un asombroso poder místico. Hacía que los hombres adultos se acobardaran. Miley, que había reparado en ello muchas veces, había llegado a la conclusión de que el dedo de una maestra era una extensión del dedo materno, y poseía, por tanto, un poder oculto. Las mujeres, al crecer, se liberaban del sentimiento de culpabilidad y desvalimiento que producía aquel dedo acusador, quizá porque la mayoría de ellas se convertían a su vez en madres y desarrollaban su propio dedo del poder; los hombres, en cambio, nunca se libraban de su influjo. El señor Hearst, que no era una excepción, daba la impresión de querer esconderse debajo del mostrador.

-Entonces, estoy segura de que querrá que se sienta orgullosa de usted -dijo con severidad-. Después de usted, señor Mackenzie.

Nick profirió un sonido que parecía casi un gruñido, pero Miley siguió mirándolo con fijeza hasta que sacó el dinero de su cartera y lo dejó sobre el mostrador. Sin decir palabra, el señor Hearst cobró los clavos y le dio el cambio. Nick agarró la caja, dio media vuelta y salió de la tienda sin decir nada.

-Gracias -dijo Miley, más tranquila, y le dedicó al señor Hearst una sonrisa amigable-. Sabía que entendería usted lo importante que es para mí que se me trate equitativamente. No quiero aprovecharme de mi posición como profesora -sus palabras daban a entender que ser profesora era por lo menos tan importante como ser reina, pero el señor Hearst, que se sentía demasiado aliviado como para insistir en el tema, se limitó a asentir con la cabeza, tomó el dinero de Miley, acarreó cuidadosamente la caja hasta el coche y la metió en el maletero-.
-Gracias -dijo Miley otra vez-. Por cierto, Pamela... es su hija, ¿no?

El señor Hearst pareció de pronto alarmado.

-Sí, así es -Pam era su hija menor, la niña de sus ojos.
-Es una chica encantadora, y muy aplicada. Sólo quería que supiera que va muy bien en el colegio. 
Cuando Miley se alejó en su coche, una sonrisa adornaba la cara del señor Hearst.

Nick se paró en la esquina y se quedó mirando por el retrovisor, aguardando a que Miley saliera de la tienda. Estaba tan enfadado que tenía ganas de zarandearla hasta que le crujieran los dientes, y eso lo ponía aún más furioso porque sabía que no podía hacerlo.
¡Condenada mujer! Se lo había advertido, pero ella no le había hecho caso. No sólo había dejado bien claro que se conocían; también había esbozado las circunstancias de su encuentro y hasta había salido en su defensa de un modo que no pasaría desapercibido.
¿Es que no lo había entendido cuando le había dicho que había estado preso y por qué? ¿Acaso pensaba que estaba de broma?
Nick apretó con fuerza el volante. Miley llevaba otra vez el pelo recogido en un moño y aquellas enormes gafas que ocultaban el suave color azul pizarra de sus ojos. Él, en cambio, la recordaba con el pelo suelto y los viejos vaqueros de Joe, que se le ceñían a las piernas y a las finas caderas. Recordaba cómo había enturbiado sus ojos la pasión al besarla. Recordaba la suavidad de sus labios, apretados sin embargo en un ridículo y melindroso mohín.
Si era un poco sensato, se marcharía. Si se mantenía completamente alejado de ella, la gente no tendría nada de qué hablar, como no fuera de las clases que le daba a Joe, y eso no podía parecerles tan mal.
Pero ¿cómo iba a sacar Miley esa caja del coche y a meterla en su casa cuando llegara? Seguramente la caja pesaba más que ella. Se limitaría a ayudarla y, de paso, le echaría una buena bronca por no haberle hecho caso.
Demonios, ¿a quién intentaba engañar? Había probado una vez su sabor, y quería más. Miley era una solterona anticuada y cursi, pero tenía la piel clara y traslucida como un bebé, y un cuerpo esbelto y terso que se curvaría suavemente bajo sus manos. Deseaba tocarla. Después de besarla, de tenerla entre sus brazos, no había ido a ver a Julie Oakes porque el recuerdo de la señorita Potter no se le iba del pensamiento, ni del cuerpo. El deseo todavía lo hacía sufrir. Aquella insatisfacción física resultaba penosa y sólo podía empeorar porque, si de algo estaba seguro, era de que la señorita Potter se hallaba fuera de su alcance.
El coche de Miley arrancó y pasó a su lado. Nick sofocó otra maldición, puso la camioneta en marcha y la siguió lentamente. Ella siguió despacio la carretera de doble sentido que salía del pueblo; luego torció por la estrecha carretera secundaria que llevaba a su casa. Tenía que ver la camioneta tras ella, pero no mostraba indicio alguno de saber que Nick la estaba siguiendo. Condujo derecha a su casa, giró cuidadosamente por el caminito de entrada, cubierto de nieve, y detuvo el coche al otro lado de la casa, como solía.
Nick sacudió la cabeza al aparcar tras ella y salir de la camioneta. Ella ya se había bajado del coche y le sonreía mientras buscaba las llaves en su bolso. ¿Acaso no se acordaba de lo que le había dicho? Nick no podía creer que supiera que había estado en la cárcel por violación y que aun así lo saludara con la misma tranquilidad que si fuera un párroco, a pesar de que eran las dos únicas personas que había en varios kilómetros a la redonda.

-¡Maldita sea, señora! -bramó, y se acercó a ella en dos zancadas de sus largas piernas-. ¿Es que no oyó nada de lo que le dije el sábado?
-Sí, claro que lo oí. Pero eso no significa que tenga que hacerle caso -Nick abrió el maletero y le sonrió-. Ya que está aquí, ¿sería tan amable de llevar esta caja? Se lo agradecería mucho.
-A eso he venido -replicó él secamente-. Sabía que no podía con ella.

Su mal humor no pareció amedrentar a Miley, que se limitó a sonreírle mientras él se echaba la caja al hombro. Luego echó a andar hacia la puerta trasera y la abrió.
Nick notó enseguida que la casa despedía un olor fresco y dulce, y no el olor a moho de una casa vieja que llevaba largo tiempo cerrada. Alzó la cabeza y, a su pesar, inhaló aquel leve aroma.

-¿Qué es ese olor?

Ella se detuvo y olfateó delicadamente.

-¿Qué olor?
-Ese olor dulce. Como a flores.
-¿A flores? Ah, deben de ser los sobrecitos de ambientador de lilas que he puesto en los cajones para ventilarlos. Esos ambientadores suelen ser insoportables, pero los de lilas están bien, ¿no le parece?

Él no sabía nada de sobrecitos de ambientador, fueran lo que fuesen, pero si ella los ponía en todos los cajones, su ropa interior también debía de oler a lilas. Sus sábanas olerían a lilas y al cálido perfume de su cuerpo. Al pensarlo, Nick sintió que su cuerpo se tensaba y, mascullando una maldición, dejó la caja en el suelo con un golpe seco. Aunque hacía mucho frío en la casa, notó que empezaba a sudarle la frente.

-Voy a encender la calefacción -dijo ella, haciendo caso omiso de sus improperios-. La caldera es vieja y hace ruido, pero no tengo leña para la chimenea, así que habrá que aguantarse -mientras hablaba salió de la cocina y se alejó por el pasillo, y su voz se fue haciendo cada vez más débil. Luego regresó y volvió a sonreírle-. Esto se calentará enseguida. ¿Le apetece una taza de té? -le lanzó de nuevo una mirada inquisitiva y añadió-: Que sea café. No parece usted aficionado al té.

Nick ya estaba caliente. Estaba ardiendo. Se quitó los guantes y los tiró sobre la mesa de la cocina.

-¿No sabe que ya debe de ser la comidilla de todo el pueblo? Señora, yo soy indio, y ex presidiario...

-Miley -lo interrumpió ella con energía.

-¿Qué?
-Que me llamo Miley, no señora. Bueno, Miley Elizabeth -mencionó su segundo nombre por costumbre, porque la tía Ardith siempre la llamaba por su nombre completo-. ¿Seguro que no quiere un café? Yo necesito algo que me caliente por dentro.

Nick tiró el sombrero junto a los guantes y se pasó impacientemente la mano por el pelo.

-Está bien. Café.

Miley se dio la vuelta para poner el agua y medir el café, y aprovechó la ocasión para disimular el repentino rubor que le cubría la cara. El pelo de Nick. Se sentía estúpida, pero hasta ese momento no se había fijado en su pelo. Tal vez había estado demasiado molesta, y luego demasiado desconcertada, o tal vez fuera simplemente que sólo se había fijado en sus ojos negros como la noche y no había reparado en lo largo que tenía el pelo. La melena le caía negra, densa y reluciente hasta los anchos hombros, dándole un imponente aspecto pagano. Nick se lo imaginó de inmediato con las piernas y el recio pecho desnudos, cubierto sólo con un taparrabos, y de pronto se le aceleró el pulso.
Nick no se sentó, pero se apoyó contra la encimera, a su lado. Miley mantuvo la cabeza agachada, confiando en que se le pasara el sonrojo. ¿Qué tenía aquel hombre que sólo con verlo se disparaban sus fantasías eróticas? Ella nunca había tenido fantasías, ni eróticas ni de ninguna otra clase. Nunca antes al mirar a un hombre se había preguntado qué aspecto tendría desnudo, pero al pensar en Nick sin ropa sentía una intensa turbación y las manos empezaban a cosquillearle, ansiosas por tocarlo.

-¿Por qué demonios me deja entrar en su casa y hasta me invita a un café? -preguntó él con voz baja y áspera.

Ella lo miró parpadeando, sorprendida.

-¿Y por qué no iba a hacerlo?

Nick creyó que iba a estallar de irritación.

-Señora...
-Miley.

Nick cerró sus grandes manos.

-Miley. ¿Es que no sabe que no conviene dejar entrar en casa a un ex presidiario?
-Ah, eso -ella agitó la mano con gesto de indiferencia-. Seguiría su consejo si de verdad fuera un criminal, pero dado que usted no lo hizo, no creo que convenga aplicarlo en este caso. Además, si fuera un auténtico criminal, no me daría esa clase de consejos.

Nick apenas podía creer que diera por supuesta su inocencia con tanta facilidad.

-¿Cómo sabe que no lo hice?
-Porque no lo hizo.
-¿Y tiene algún motivo para llegar a esa conclusión, Sherlock, o se basa sólo en su intuición femenina?
Ella se giró bruscamente y lo miró con enojo.

-No creo que un violador sea capaz de tratar a una mujer con la ternura con la que... me trató usted a mí -dijo en un susurro, y volvió a ponerse colorada. Avergonzada por la ridícula manera en que se sonrojaba una y otra vez, se llevó las manos a la cara para disimular su rubor.

Nick apretó los dientes, en parte porque ella era blanca y, por tanto, inaccesible para él, en parte porque era una jodida ingenua y en parte porque deseaba tanto tocarla que le palpitaba todo el cuerpo.

-No se haga ilusiones porque la besé el otro día -dijo con aspereza-. Llevo mucho tiempo sin una mujer y estoy...
-¿Salido? -preguntó ella.

A Nick le chocó la incongruencia de aquella palabra puesta en los melindrosos labios de Miley Potter.

-¿Qué?
-Salido -repitió ella-. Se lo he oído decir a mis alumnos. Significa...
-¡Ya sé lo que significa!
-Ah. Bueno, ¿es así como estaba? O como está todavía, creo.

Nick sintió unas ganas casi incontrolables de reír, pero consiguió convertir en tos su carcajada.

-Sí, todavía lo estoy.

Ella puso cara de pena.

-Tengo entendido que puede ser muy molesto.
-Para un tío es difícil, sí.

Pasó un instante; luego, Miley puso unos ojos como platos y sin darse cuenta de lo que hacía deslizó la mirada por el cuerpo de Nick. De inmediato volvió a levantar la cabeza.

-Ah. Ya veo. Quiero decir que... lo entiendo.

El deseo de tocarla era de pronto tan intenso que Nick se sintió incapaz de resistirlo. Tenía que tocarla aunque fuera del modo más leve. Puso las manos sobre sus hombros y se deleitó en su fragilidad, en la delicadeza de sus articulaciones.

-No, creo que no lo entiende. No puede usted relacionarse conmigo y seguir trabajando en este pueblo. La tratarán como a una leprosa, o como a una ramera. Seguramente hasta perderá su trabajo.

Ella apretó los labios y un brillo belicoso afloró a sus ojos.

-Me gustaría ver a alguien intentar despedirme por relacionarme con un ciudadano que respeta las leyes y paga sus impuestos. Me niego a fingir que no lo conozco.
-Hay formas y formas de conocerse. Ya sería una imprudencia que fuéramos amigos. Pero, si nos acostáramos, le harían la vida imposible.

Nick notó que Miley se tensaba bajo sus manos.

-No creo haberle pedido que se acueste conmigo -dijo ella, y volvió a sonrojarse. No había dicho nada al respecto, desde luego, pero Nick sabía que había imaginado cómo sería hacer el amor con él.
-Sí, me lo ha pedido, pero es tan jodidamente ingenua que no se entera de lo que hace -masculló-. Podría abalanzarme sobre usted ahora mismo, cariño, y lo haría si tuviera la más remota idea de lo que me está pidiendo. Pero no tengo ganas de que una blanca melindrosa vaya por ahí gritando que la he violado.
Créame, a un indio no le dan el beneficio de la duda.

-¡Yo nunca haría eso!

Él esbozó una agria sonrisa.

-Sí, eso ya me lo han dicho antes. Seguramente soy el único hombre que la ha besado y cree tener ganas de más, ¿no? Pero el sexo no es bonito y romántico, es ardiente y hace sudar, y seguramente no le gustará la primera vez. Así que hágame el favor de buscarse otro conejillo de indias. Ya tengo suficientes problemas sin añadirla a usted a la lista.

Miley se apartó de él, apretó con fuerza los labios y parpadeó tan rápidamente como pudo para contener las lágrimas. No pensaba ponerse a llorar por nada del mundo.

-Lamento haberle dado esa impresión -dijo con voz crispada, pero firme-. Es verdad que nunca me habían besado, pero estoy segura de que eso no lo sorprende. Está claro que no soy miss América. Si mi... reacción estuvo fuera de lugar, le pido disculpas. No volverá a ocurrir -se volvió bruscamente hacia el armario-. El café está listo. ¿Cómo lo quiere?

Nick recogió su sombrero sintiendo que un músculo vibraba en su mandíbula.

-Olvídese del café -masculló mientras se ponía el sombrero y recogía sus guantes.

Ella no lo miró.

-Muy bien. Adiós, señor Mackenzie.

Nick salió dando un portazo y Miley se quedó allí parada, con la taza de café vacía en la mano. Si de veras aquello era un adiós, no sabía cómo iba a ser capaz de soportarlo.



HOLA A TODAS SE QUE LAS ABANDONE Y LA VERDAD EL PENULTIMO AÑO  DE SECUNDARIA ES EL PEOR Y NO TENIA TIEMPO PARA NADA HACE POCO EMPECE LAS VACACIONES DE INVIERNO Y COMO QUE HAY MUCHAS COSAS DE ADOLESCENTES QUE HACER CUANDO NO VAS A LA ESCUELA ESTARE TRANTANDO DE SUBIR MAS SEGUIDO...MIL PERDONES A MIS LECTORAS! 
BESOS