lunes, 3 de febrero de 2014

Para Siempre-Capitulo 13

Capitulo 13



—Ya ha llegado casi todo el mundo —balbuceó la señorita Flossie, nerviosa, mientras Ruth acababa de dar los últimos toques al peinado de Miley—. Ha llegado el momento en que hagas tu gran entrada, querida.
Miley se levantó obediente, pero le temblaban las rodillas.
—Preferiría quedarme en la línea de recepción con el tío Charles y lord Fielding, así podría conocer a los invitados por separado, y me pondría mucho menos nerviosa.
—Pero no es tan efectivo —explicó airosa la señorita Flossie.
Miley echó una última mirada crítica a su reflejo, aceptó el abanico que Ruth le ofreció y se recogió la falda.
—Estoy preparada —anunció con voz trémula.
Al cruzar el descansillo, Miley se detuvo para mirar abajo hacia el vestíbulo, que se había convertido en un maravilloso jardín de flores en honor al baile, con macetas gigantes de helechos etéreos y enormes cestas de rosas blancas. Entonces respiró hondo, nerviosa, y subió la escalera de caracol que conducía hacia el próximo piso, donde se había dispuesto la sala de baile. Criados vestidos con librea formal de terciopelo verde y galones dorados formaban atentos a lo largo de la escalera junto a elevados pedestales plateados con más rosas blancas. Miley sonrió a los criados que conocía y saludó educadamente con la cabeza a los demás. O’Malley, el jefe de los criados, estaba situado en lo alto de la escalera y Mileyle preguntó en voz baja:
—¿Le ha molestado la muela? No deje de decírmelo si le vuelve a doler... no me cuesta nada curar otro dolor de muelas.
Le sonrió con abierta devoción.
—No me ha molestado más desde que me curó la última vez, milady.
—Muy bien, pero no intente aguantar si le vuelve a doler.
—No, milady.
Aguardó hasta que Miley dobló la esquina, luego se volvió hacia el criado que estaba a su lado.
—Es magnífica, ¿verdad?
—Una dama de los pies a la cabeza —convino el otro criado—. Tal como usted dijo que era desde el comienzo.
—Nos alegrará la vida a todos —predijo O’Malley—, y al amo también, cuando le caliente la cama. Le dará un heredero; eso le hará feliz.
Northrup estaba apostado en el balcón, supervisando la sala de baile, con la espalda tiesa como un palo, presto a anunciar los nombres de los últimos invitados que llegaban y pasaban bajo el portal de mármol. Miley se acercó con piernas que parecían de mantequilla.
—Déme un momento para tomar aliento —le suplicó—. Luego podrá anunciar nuestros nombres. Estoy terriblemente nerviosa —le confió.
Casi una sonrisa, aunque no completa, rompió su severo semblante mientras su ojo experto miraba de reojo a la despampanante joven que tenía a su lado.
—Mientras toma aliento, milady, ¿puedo decirle lo mucho que me gustó su interpretación de la sonata de piano en fa menor de Beethoven ayer por la tarde? Personalmente es mi favorita.
Miley estuvo tan complacida y tan perpleja ante aquella inesperada cordialidad del austero criado, que casi se olvidó de la multitud bulliciosa y sonriente del baile que se celebraba abajo.
—Gracias —dijo, sonriendo amablemente—. ¿Y cuál es su pieza favorita?
Parecía conmovido por su interés, pero se lo dijo.
—Mañana la tocaré para usted —le prometió con dulzura.
—¡Es usted muy amable, milady! —respondió con cara adusta y una reverencia formal. Pero cuando se volvió para anunciar su nombre, la voz de Northrup rezumaba orgullo.
—Lady Miley Seaton, condesa Langston —anunció— y la señorita Florense Wilson.
Un relámpago de expectación pareció golpear a la multitud, que interrumpió las conversaciones y cesaron las risas mientras unos quinientos invitados se volvían casi al unísono para ver por primera vez a la muchacha nacida en América que ahora llevaba el título de su madre y que pronto recibiría otro título aún más codiciado de Nicholas, lord Fielding.
Vieron una diosa exótica, de cabellos bermejos, envuelta en un vestido resplandeciente de estilo griego y seda color zafiro que hacía juego con sus luminosos ojos y se adaptaba a cada curva de su esbelto y voluptuoso cuerpo. Guantes largos enfundaban sus brazos y su lustroso cabello estaba recogido en una masa de espesos y radiantes rizos, entreverados con tiras de zafiros y diamantes. Vieron una cara de inolvidable belleza con pómulos salientes y delicadamente modelados, una nariz perfecta, labios generosos y una minúscula e intrigante marca en el centro de la barbilla.
Nadie al mirarla habría creído que las rodillas de la regia y joven belleza temblaban de pánico.
El mar de rostros sin nombre que la miraban mientras descendía los escalones parecía separarse y Nicholas avanzó de repente éntrela multitud. Le tendió la mano y Miley colocó automáticamente la suya en ella, pero los ojos que levantó hacia él estaban muy abiertos de miedo.
Inclinándose como si le murmurase algún cumplido íntimo, Nicholas dijo:
—Estás muerta de miedo, ¿verdad? ¿Quieres que empiece ahora con los cientos de presentaciones o preferirías bailar conmigo y dejarles que acaben de echarte un concienzudo repaso mientras tanto?
—¡Qué alternativa! —Susurró Miley ahogando una risa.
—Diré que empiece la música —decidió sabiamente Nicholas, e hizo una seña a los músicos con la cabeza. La guió hasta la pista de baile y la cogió en los brazos mientras los músicos empezaban un dramático vals—. ¿Sabes bailar el vals? —preguntó de repente.
—¡Vaya momento para preguntarlo! —comentó sonriente, al borde de la histeria nerviosa.
—¡Miley! —exclamó Nicholas severamente, pero con una espléndida sonrisa dirigida al público que los observaba—, tú eres la mismísima mujer que amenazaba fríamente con volarme los sesos con un arma. No te atrevas a acobardarte ahora.
—No, milord —respondió, intentando desesperadamente seguirle mientras empezaba a guiarle a través de los primeros pasos del vals.
Bailaba el vals, pensó ella, con la misma elegancia relajada con la que vestía su traje de etiqueta negro de corte soberbio.
De repente, ciñó los brazos a la cintura de Miley, forzándola a una proximidad con su poderoso cuerpo que le ponía nerviosa y Nicholas le advirtió en voz baja:
—Es costumbre que una pareja mantenga algún tipo de conversación o flirteo inocente cuando bailan, para que los espectadores no noten que los dos se desagradan.
Miley le contempló, con la boca tan seca como el serrín.
—¡Dime algo, maldita sea!
La maldición, pronunciada con tan centelleante y atenta sonrisa, produjo en ella una sonrisa involuntaria y temporalmente se olvidó del público. Intentó hacer lo que le pedía y dijo lo primero que se le ocurrió.
—Bailas muy bien el vals, milord.
Nicholas se relajó y le devolvió la sonrisa.
—Eso es lo que se supone que debía de decirte yo.
—Vosotros los ingleses tenéis reglas para gobernarlo absolutamente todo —contrarrestó Miley con admirativa burla.
—Sucede que vos sois inglesa, señora —le recordó y luego añadió—: la señorita Flossie te ha enseñado a bailar muy bien el vals. ¿Qué más te ha enseñado?
Algo herida por la suposición de que ella no supiera bailar el vals antes. Miley le dirigió una sonrisa desenvuelta y añadió:
—Debes estar tranquilo y convencido de que ahora poseo, todas las habilidades que los ingleses estiman necesarias en una joven dama refinada y de buena cuna.
—¿Y cuáles son? —inquirió Nicholas, sonriendo por el tono que Miley empleaba.
—Además de tocar el piano, puedo entonar una melodía, bailar un vals sin caerme y bordar con puntadas finas. Además, sé leer en francés y hacer una reverencia en la sala real con gran aplomo. Me parece —observó con una sonrisa impertinente— que en Inglaterra es muy deseable para una mujer ser absolutamente inservible.
Nicholas echó hacia atrás la cabeza y se rió de su observación. Pensó que Miley poseía una sorprendente combinación de contrastes intrigantes, de sofisticación e inocencia, feminidad y valor, exuberante belleza y humor incontenible. Tenía un cuerpo que había sido creado para las manos de un hombre, un par de ojos que podían despertar el deseo, una sonrisa que podía ser risueña o sensual y una boca, una boca que positivamente invitaba a un hombre a besarla.
—Es de mala educación quedarse mirando así —observó Miley, más preocupada en aparentar divertirse que en la dirección de su mirada.
Nicholas apartó la mirada de su boca.
—Lo siento.
—Dijiste que se esperaba que flirteáramos mientras bailábamos —le recordó provocándole—. Yo no tengo ninguna experiencia en eso, ¿y tú?
—Más que suficiente —respondió, admirando el encendido color que realzaba sus pómulos.
—Muy bien, adelante, enséñame cómo se hace.
Sorprendido por la invitación, Nicholas bajó la mirada hacia sus risueños ojos azules y se perdió por un momento en ellos. El deseo recorrió su cuerpo y su brazo automáticamente la acercó más a él.
—No necesitas lecciones —murmuró con voz ronca—. Ahora mismo lo estás haciendo muy bien.
—¿Qué cosa?
Su obvia confusión restauró el juicio de Nicholas y relajó su abrazo.
—En meterte en más problemas de los que nunca has soñado.
En los aledaños, el joven lord Crowley levantó su monóculo e inspeccionó a lady Miley de la cabeza a los pies.
—Exquisita —le comentó a su amigo—. Te lo dije en cuanto le pusimos los ojos encima el día en que llegó a Brook Street. Nunca he visto nada igual a ella. Es divina. Celestial. Un ángel.
—¡Una belleza, una auténtica belleza!—el joven lord Wiltshire coincidió.
—Si no fuera para Wakefield yo mismo la cortejaría —bravuconeó Crowley—. ¡Asediaría sus defensas, lucharía contra sus demás pretendientes y le daría caza!
—Puedes hacerlo —afirmó con gracia lord Wiltshire—, pero para cazarla, necesitarías ser diez veces más viejo y veinte más rico. Aunque, por lo que he oído, eso del matrimonio no está completamente cerrado.
—En ese caso, haré que me la presenten esta noche.
—Yo también —replicó desafiante lord Wiltshire, y ambos se apresuraron a buscar a sus respectivas madres para procurarse las adecuadas presentaciones.
Para Miley, la noche fue un éxito sin igual. Había temido que el resto de la buena sociedad fuera muy parecida a lady Kirby, pero la mayoría parecía recibirla bien en sus exclusivas filas. En realidad, algunos de ellos, en particular los caballeros, fueron casi cómicamente efusivos en sus cumplidos y atenciones. La rodeaban, solicitando presentaciones y bailes, luego se quedaban a su lado, rivalizando por su atención y pidiendo permiso para invitarla. Miley no se tomó nada de esto en serio, sino que los trató a todos con imparcial simpatía.
De vez en cuando sorprendía miradas de Nicholas y se sonreía con cariño. Estaba increíblemente guapo aquella noche con el traje de etiqueta negro que hacía juego con su cabello y contrastaba marcadamente con su camisa blanca de volantes y su sonrisa de marfil. A su lado, los demás hombres parecían pálidos e insignificantes.
Muchas otras damas pensaban lo mismo que ella, se percató Miley cuatro horas más tarde, mientras bailaba con algún otro de sus compañeros. Algunas de estas damas flirteaban descaradamente con él, a pesar de que se suponía que estaba prometido. Con simpatía secreta, observó a una rubia hermosa y sensual que intentaba atraer su atención mirándolo de manera incitante a los ojos, mientras Nicholas se encontraba negligentemente apoyado contra un pilar, con una expresión de aburrida condescendencia en su bronceado rostro.
Hasta aquella noche, Miley había supuesto que solo a ella la trataba con aquella actitud exasperante y burlona, pero observó que Nicholas parecía tratar a todas las mujeres con una fría tolerancia. Sin duda esta actitud era a la que se refería Caroline cuando decía que Nicholas era rudo y tenía actitudes impropias de un caballero. Aun así, las damas se sentían atraídas por él como pequeñas polillas hacia una peligrosa llama. Y por qué no, decidió Miley filosóficamente, observándole librar con delicadeza su brazo de la mano de la rubia y avanzar hacia lord Collingwood. Nicholas era cautivador, irresistible, magnéticamente... viril.
Robert Collingwood miró a Nicholas y movió la cabeza en dirección a los pretendientes de Miley, que se apiñaban alrededor de Flossie Wilson esperando el regreso de Miley de la pista de baile.
—Si intentas casarla con algún otro, Nicholas —le dijo—, no tendrás que esperar demasiado. Está causando furor.
—Bien —respondió Nicholas observando el tropel de pretendientes de Miley y desdeñándolos con un encogimiento de hombros.
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