martes, 21 de enero de 2014

Para Siempre-Capitulo 9 (Maratón)

Capitulo 9




La tarde siguiente, Miley aún no había podido quitarse el turbador beso de Nicholas de la mente. Sentada en la hierba juntó a Willie, le acariciaba la cabeza mientras él roía el hueso que le había llevado. Al mirarlo, volvía a pensar en la actitud desenfadada y sonriente que Nicholas adoptó finalizado el beso y se le hacía un nudo en el estómago al comparar su inocencia y estupidez con la sofisticación y la mordaz experiencia de él.
¿Cómo había podido abrazarla y besarla como si quisiera devorarla y al cabo de un momento bromear sobre ello? Y, de dónde, se preguntaba, había sacado ella la capacidad para bromear como él, cuando le daba vueltas la cabeza y le temblaban las rodillas? Y sobre todo, ¿cómo había podido mirarla con aquellos ojos helados y aconsejarle que no cometiera el mismo error que «docenas de mujeres» habían cometido?
¿Qué le había inducido a comportarse así?, se preguntaba. Era un hombre imposible de tratar, imposible de comprender. Había intentado trabar amistad con él, para terminar siendo besada. Todo le parecía tan diferente en Inglaterra; tal vez aquí los besos como aquel no tenían nada fuera de lo común y se estaba sintiendo culpable y furiosa sin motivo, pero lo cierto es que no podía evitarlo. Le agobiaba echar de menos a Andrew y se estremecía de vergüenza ante su voluntaria participación en el beso de Nicholas.
Levantó la vista para mirar a Nicholas cabalgando hacia los establos. Aquella mañana había salido de caza, de modo que había podido evitarlo mientras intentaba recuperar sus sentidos, pero el indulto llegaba a su fin: el carruaje del conde de Collingwood entraba por el camino principal. Miley se levantó reticente.
—Vamos, Willie. Vamos a decirle a lord Fielding que el conde y la condesa acaban de llegar y le ahorraremos al pobre señor O’Malley un viaje innecesario a los establos.
El perro levantó su cabezota y la miró con ojos inteligentes, pero no se movió.
—Ya es hora de que dejes de esconderte de la gente. No soy tu criada, sabes, y me niego a seguir trayéndote la comida hasta aquí. Northrup me ha dicho que solías comer en los establos. ¡Vamos, Willie! —repitió, decidida a controlar al menos aquella pequeña parte de su vida.
Dio dos pasos y aguardó. El perro se levantó y la miró, con la expresión alerta para hacerle comprender que había entendido la orden.
—¡Willie! —lo llamó irritada—. Me estoy impacientando demasiado con los machos arrogantes —chasqueó los dedos—. ¡He dicho: vamos! —Volvió a dar otro paso, mirándolo por encima del hombro, preparada para arrastrar al obstinado animal por el pescuezo si se negaba—. ¡Vamos! —le ordenó enérgicamente y esta vez, el perro le siguió.
Animada por aquel pequeño triunfo, Miley echó a andar hacia los establos de donde salía Nicholas, con el largo rifle en la mano.
Delante de la casa, el conde de Collingwood ayudó a su esposa a descender del carruaje.
—Allí están, allí —le indicó a su mujer haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los establos. Poniéndole cariñosamente la mano en el ángulo de su codo, se encaminó por los prados hacia la otra pareja—. Sonríe —le animó con un susurro cuando ella empezó a rezagarse—. Parece como si fueras a enfrentarte al verdugo.
—Que es más o menos como me siento —admitió Caroline con una sonrisa avergonzada—. Sé que te reirás, pero lord Fielding me asusta bastante —y se lo confirmó asintiendo ante la mirada atónita de su marido—. No soy la única que se siente así... casi todo el mundo le teme.
—Nicholas es un hombre brillante, Caroline. He tenido enormes ganancias con cada inversión que ha tenido la amabilidad de recomendarme.
—Tal vez, pero sigue siendo horriblemente inabordable e... intimidatorio, a decir verdad. Además es capaz de darte el tipo de apabullante rapapolvo que hace que una quiera que se la trague la tierra. El mes pasado, le dijo a la señorita Farraday que le desagradaban las mujeres que sonreían como bobas, en particular aquellas que se cuelgan de su brazo mientras sonríen como bobas.
—¿Y qué le contestó la señorita Farraday?
—¿Qué podía contestar a eso? Estaba colgada de su brazo y sonreía como boba al mismo tiempo. Fue de lo más embarazoso.
Ignorando la elocuente sonrisa de su esposo, se alisó los guantes blancos en los largos dedos.
—Qué verán las mujeres en él, no puedo imaginarlo, sin embargo, siempre se derriten cuando él anda cerca. Claro, es tan rico como Creso, con seis mansiones y sabe Dios cuántas libras al año... y, claro, será el próximo duque de Atherton, también. Y le haré justicia si admito que es singularmente guapo...
—¿Pero no entiendes qué ven las mujeres en él? —bromeó su marido riéndose.
Caroline sacudió la cabeza y bajó la voz al acercarse a la pareja.
—Sus maneras no son del todo buenas. Al contrario... ¡es espantosamente rudo!
—Cuando un hombre es perseguido insaciablemente por su riqueza y su título, debería ser excusado por perder la paciencia de vez en cuando.
—Eso crees tú, pero por mi parte, compadezco considerablemente a la pobre señorita Seaton. Solo pensar en lo aterrorizada que debe de estar... vivir en la misma casa que él.
—No sé si está aterrorizada, pero tengo la impresión de que está sola y necesita una amiga que le muestre cómo comportarse en Inglaterra.
—Debe de sentirse tan triste —coincidió Caroline, con compasión, observando a Miley, que acababa de alcanzar a Nicholas y estaba hablando con él.
—El conde y la condesa han llegado —anunció Miley a Nicholas con fría educación.
—Ya veo. Te han seguido hasta aquí —explicó Nicholas—, están a pocos pasos detrás de ti a tu derecha. —Volvió a mirarla y se quedó helado cuando fijó su atención en algo que estaba detrás de ella en el otro lado—. ¡Apartate! —le ordenó, empujándola con brusquedad mientras apoyaba el rifle en el hombro.
A su espalda Miley oyó un gruñido grave y terrible y de repente comprendió lo que Nicholas pretendía.
—¡No! —gritó, dando salvajes manotazos golpeó el cañón del arma hasta levantarlo en el aire y se puso de rodillas, abrazó a Willie y se quedó mirando a Nicholas.
—¡Estás loco! ¡Loco! ¿Qué ha hecho Willie para merecer morir de hambre y que le peguen un tiro? —exigió histéricamente, acariciándole la cabeza—. ¿Se puso a nadar en tu est/úpido arroyo o... o se atrevió a desobedecer una de tus órdenes... o...?
El rifle se deslizó de los dedos petrificados de Nicholas hasta que el cañón apuntó inofensivamente hacia el suelo.
—Miley —dijo con una serenidad en la voz que contradecía sus tensos y pálidos rasgos—, este no es Willie. Willie es un collie y se lo presté a los Collingwood hace tres días para cruzarlo.
La mano de Miley volaba en el aire en mitad de un manotazo.
—A menos que haya perdido la vista y el juicio en el último minuto, yo diría que el animal que estás abrazando como una madre protege a su bebé es al menos medio lobo.
Miley tragó saliva y se puso en pie lentamente.
—Aunque no sea Willie, sigue siendo un perro, no un lobo —insistió obstinada—. Entiende la orden «ven».
—Es, en parte, un perro —le contradijo Nicholas.
Tratando de apartarla del animal, dio un paso adelante y la cogió por el brazo, acción que provocó la reacción instantánea del perro, que se agachó, gruñendo y mostrando sus colmillos, con el pelo del lomo erizado.
Nicholas le soltó el brazo y sus dedos se dirigieron despacio hasta el gatillo del rifle.
—Apártate de él, Miley.
Los ojos de ella estaban clavados en el arma.
—¡No lo hagas! —le advirtió furiosa—. No te dejaré. Si le disparas, te dispararé a ti, te lo juro. Soy mejor tiradora que nadadora, en mi casa cualquiera puede confirmártelo. ¡Nicholas! —gritó desgarradoramente—. Es un perro y solo está intentando protegerme de ti. ¡Cualquiera puede comprender eso! Es mi amigo. Por favor, no le dispares. Por favor...
Observó aliviada cómo la mano de Nicholas se relajaba sobre el rifle y de nuevo el cañón se deslizaba inofensivamente hacia la hierba.
—Deja de abrazarle —le ordenó—. No le dispararé.
—¿Me das tu palabra de caballero? —insistió Miley, que seguía escudando al lobo con su cuerpo, con la intención de evitar un fatal enfrentamiento entre el bravo perro que intentaba protegerla y el hombre con el arma mortal que se preparaba para matarlo por ello.
—Te doy mi palabra.
Miley empezó a apartarse, pero entonces recordó algo que Nicholas le había dicho y rápidamente volvió a interponerse entre los combatientes. Mirando a Nicholas con recelo, le recordó:
—Tú me contaste que no eras un caballero y dijiste que no tenías principios. ¿Cómo sé que harás honor a tu palabra dada, como haría un caballero?
Los ojos felinos de Nicholas brillaban, divertidos a su pesar, ante la escena de la indefensa joven que, estaba defendiendo a un lobo y al mismo tiempo le desafiaba, amotinada.
—Haré honor a mi palabra. Ahora, deja de comportarte como Juana de Arco.
—No estoy segura de creerte. ¿Se lo jurarás a lord Collingwood también?
—Estás tentando la suerte, querida —le advirtió Nicholas en voz baja.
Aunque lo había enunciado con mucha tranquilidad, tenía la innegable apariencia de una amenaza y Miley le hizo caso, no porque temiera las consecuencias, sino porque sentía instintivamente que Nicholas haría lo que había prometido. Asintió y se apartó, pero el corpachón del animal seguía en posición de ataque, con la mirada amenazadora fija en Nicholas.
A su vez, Nicholas miraba al animal, con el rifle aún preparado a su lado. Desesperada, Miley se dirigió al animal:
—¡Siéntate! —le ordenó, sin demasiada convicción en que el perro obedeciera la orden.
El perro dudó y luego se sentó a su lado.
—¿Lo ves? —Miley levantó las manos aliviada—, Alguien lo ha entrenado. Y sabe que tu arma puede herirle... por eso sigue mirándote. Es listo.
—Muy listo —admitió Nicholas con mordaz ironía—. Lo bastante listo como para vivir bajo mis narices mientras yo, y todo el mundo en kilómetros a la redonda, salíamos a cazar el «lobo» que estaba asaltando gallineros y aterrorizando al pueblo.
—¿Por eso has ido a cazar cada día? —cuando Nicholas asintió. Miley liberó un torrente de palabras, todas destinadas a impedir que Nicholas dijera que el perro no podía quedarse en su terreno—. Bueno, no es un lobo, es un perro, como puedes ver. Y he estado dándole de comer cada día, de modo que no tendrá motivos para asaltar gallineros nunca más. Es muy inteligente y comprende lo que digo.
—Entonces tal vez podrías decirle que es de muy mala educación sentarse en espera de la primera oportunidad para morder la mano que, al menos indirectamente, ha estado alimentándolo.
Miley dirigió una ansiosa mirada a su impaciente protector y luego a Nicholas.
—Creo que si vuelves a tocarme y le digo que no te gruña, él lo entenderá. Adelante, tócame.
—Me gustaría retorcerte el pescuezo —dijo Nicholas medio en broma, pero la tomó del brazo como ella le había pedido.
El animal se agachó, listo para saltar, gruñendo.
—¡No! —ordenó Miley con energía y el lobo llamado Willie se relajó, dudó y le lamió la mano.
Miley respiró aliviada.
—Lo ves, funcionó. Tendré excelente cuidado de él y no será la más mínima molestia para nadie, si le dejas quedarse.
Nicholas no estaba inmunizado contra el valor ni contra la implorante mirada de aquellos brillantes ojos azules.
—Ata a tu perro —suspiró. Cuando Miley se disponía a poner objeciones, añadió—: Haré que Northrup informe a los guardabosques de que no deben hacerle ningún daño, pero si se mete en la propiedad de otro, le dispararán en cuanto lo vean. No ha intentado atacar a nadie, pero los granjeros valoran a sus gallinas, además de sus familias.
Evitó mayor discusión simplemente volviéndose para saludar al conde y la condesa de Collingwood y, por primera vez. Miley recordó su presencia.
La vergüenza le hizo acalorarse mientras se obligaba a mirar a la mujer que Nicholas parecía considerar un modelo de corrección. En lugar de la desdeñosa altivez que esperaba ver en la cara de la condesa, lady Collingwood la miraba con algo que parecía notable, aunque risueña, admiración. Nicholas hizo las presentaciones y luego se alejó con el conde para hablar de ciertos negocios, abandonando cruelmente a Miley a su suerte para que se las arreglara lo mejor que pudiera con la condesa.
Lady Collingwood fue la primera en romper el incómodo silencio.
—¿Puedo pasear con usted mientras ata a su perro?
Miley asintió, secándose las húmedas manos en la falda.

—Debe... debe de pensar que soy la mujer más maleducada de la tierra —se lamentó con tristeza.
—No —respondió Caroline, mordiéndose el labio superior para controlar la risa—, creo que es innegablemente la más valiente.
Miley se quedó atónita.
—¿Porque no tengo miedo de Willie?
La condesa negó con la cabeza.
—Porque no le tiene miedo a lord Fielding —le corrigió, riendo.
Miley miraba a la despampanante morena con su elegante vestido, pero lo que vio era el travieso brillo en aquellos danzarines ojos grises y el ofrecimiento de amistad y su sonrisa. Se percató de que había encontrado un alma gemela en aquel país aparentemente hostil y eso le levantó el ánimo.
—En realidad estaba aterrorizada —admitió Miley, volviéndose hacia la parte trasera de la casa donde había decidido atar al perro hasta que consiguiera convencer a Nicholas de que le dejara entrar en la casa.
—Pero no lo demostró, sabe, y eso es muy bueno, porque me parece que cuando un hombre se da cuenta de que una mujer tiene miedo de algo, usa ese conocimiento contra ella de maneras perfectamente horribles. Por ejemplo, en cuanto mi hermano Cariton se dio cuenta de que me daban miedo las serpientes, me puso una en el cajón de los pañuelos. Y antes de que se me hubiera acabado el ataque de histeria, mi hermano Abbott me puso otra en las zapatillas de ballet.
Miley se encogió de hombros.
—Odio las serpientes. ¿Cuántos hermanos tiene?
—Seis, y todos me hicieron maldades hasta que aprendí a devolverles la jugada. ¿Tiene hermanos?
—No... una hermana.
Cuando los caballeros acabaron su conversación de negocios y se unieron a las damas para una cena temprana, Miley y Caroline Collingwood ya se tuteaban y estaban en camino de convertirse en amigas. Miley ya le había explicado que su compromiso con lord Fielding era un error que Charles había cometido, aunque con las mejores intenciones, y le había hablado de Andrew; Caroline le había hecho la confidencia de que sus padres habían elegido a lord Collingwood como marido, pero, por lo que decía y el modo en que sus ojos se iluminaban cada vez que lo mencionaba, era obvio para Miley que lo adoraba.
La cena transcurrió amenizada con una alegre conversación mientras Miley y Caroline siguieron intercambiando confidencias y comparando hazañas de sus infancias. Incluso lord Collingwood contribuyó con historias sobre su propia niñez y pronto fue evidente para Miley que los tres habían disfrutado de infancias despreocupadas y de la seguridad de unos padres que los querían. Sin embargo, Nicholas se negaba a hablar de su propia juventud, aunque parecía disfrutar de verdad al escuchar los relatos que contaban de las suyas.
—¿De veras sabes disparar un arma? —Caroline preguntó admirada a Miley mientras dos criados servían trucha salteada con mantequilla y hierbas aromáticas y recubierta de una delicada salsa.
—Sí—admitió Miley—. Andrew me enseñó porque quería competir con alguien en el tiro al blanco.
—¿Y lo hiciste? Me refiero a competir con él.
Miley asintió con la cabeza, el resplandor de las velas captaban la salvaje luminosidad de su cabello y lo convertía en un halo líquido.
—Y bien que competí. Fue lo más raro que podáis imaginar, pero la primera vez que puso un arma en mi mano, seguí sus instrucciones, apunté y di en el blanco. No parecía muy difícil.
—¿Y después?
—Fue fácil —dijo Miley con un guiño.
—A mí me gustan los sables —confesó Caroline— Mi hermano Richard solía dejarme ser su compañero de esgrima. Todo lo que se necesita es un buen brazo.
—Y un ojo seguro —añadió Miley.
Lord Collingwood se echó a reír.
—Yo imaginaba que era un caballero antiguo y simulaba justas con los mozos de cuadra. Me desenvolvía muy bien en la liza, pero los caballerizos eran reticentes a derribar a un pequeño conde de su caballo, de modo que probablemente no era tan bueno como yo creía en aquella época.
—¿Jugabais a tirar de la cuerda en América? —preguntó Caroline con curiosidad.
—Sí, invariablemente eran chicos contra chicas.
—Pero eso no es justo... los chicos son siempre más fuertes.
—No —contradijo Miley con una mirada risueña y atribulada—, si las chicas conseguíamos elegir un lugar donde había un árbol y luego nos las arreglábamos para atar, disimuladamente, la cuerda alrededor del árbol mientras ellos tiraban.
—¡Qué desvergonzadas! —se rió Nicholas—. ¡Hacíais trampa!
—Cierto, pero de no ser así, teníamos muy pocas probabilidades de ganar, de modo que no era realmente hacer trampa.
—¿Qué sabes tú de probabilidades? —le incitó.
—¿En cuanto a las cartas? —preguntó Miley, con el rostro encendido de una alegría contagiosa—. A decir, vergonzosamente, verdad, soy casi una experta en el cálculo de probabilidades de los diversos jugadores cuando reparto las cartas de un modo que puedo dar según qué manos —admitió abiertamente—. En resumen, sé hacer trampas.
Las cejas oscuras de Nicholas se juntaron en un ligero frunce.
—¿Quién te enseñó a hacer trampas?
—Andrew. Dijo que eran «trucos de cartas» que había aprendido cuando estuvo fuera, en la universidad.
—Recuérdame que nunca presente a ese tal Andrew para ser miembro de ninguno de mis clubes —bromeó Collingwood—. No viviría para ver el nuevo día.
—Andrew nunca hace trampas —corrigió lealmente Miley—. Creía que era importante saber cómo hacer trampas, así no te puede timar ningún jugador sin escrúpulos, pero solo tenía dieciséis años en aquella época y no creo que se diera cuenta aún de que era improbable que encontrara una persona semejante...
Nicholas se arrellanó en su silla, observando a Miley con fascinado interés, sorprendido por la graciosa desenvoltura con la que se conducía con los invitados y el modo que cautivaba a Robert Collingwood para que participara en la conversación de sobremesa. Notó el modo en que su rostro se iluminaba de ternura cada vez que hablaba de su Andrew y el modo en que llenaba de vida el comedor con su sonrisa.
Era lozana, vivaracha y sin tacha. A pesar de su juventud había una sofisticación natural en ella que procedía de una mente activa, un ingenio agudo y un genuino interés por los demás. Sonrió por dentro, al recordar la valiente defensa de su perro, que a partir de ahora, según ella había anunciado, se llamaría Lobo, no Willie. A lo largo de su vida, Nicholas había conocido pocos hombres auténticamente arrojados, pero nunca había conocido a una mujer valiente. Recordó su tímida receptividad ante el beso y la increíble oleada de deseo ardiente que había prendido en su cuerpo.
Miley Seaton estaba llena de sorpresas, llena de promesas, pensó, estudiándola subrepticiamente. Una viva belleza se moldeaba en cada facción de su rostro perfectamente esculpido, pero su atractivo iba más allá; estaba en su risa musical y sus gráciles movimientos. Había algo dentro de ella que la hacía centellear y resplandecer como una joya inmaculada, una joya que solo necesitaba la formación y el entorno adecuados: ropas elegantes para complementar su seductora figura y sus exquisitos rasgos, un magnífico hogar donde gobernara cual reina, un marido para doblegar sus impulsos más salvajes, un niño en su pecho para abrazar y nutrir...
Sentado frente a ella, Nicholas recordó su viejo y largamente abandonado sueño de tener una mujer que animara su mesa con su calor y sus risas... una mujer a la que abrazar en la cama y que alejara el oscuro vacío de su interior... una mujer que amara los hijos que él le daría...
Nicholas se cortó en seco, disgustado con sus sueños ingenuos y juveniles y anhelos incumplidos. Los había llevado a cabo en la madurez y se había casado con Melissa, creyendo est/úpidamente que una mujer hermosa podía hacer aquellos sueños realidad. Qué est/úpido había sido, qué increíblemente cándido al permitirse creer que a una mujer le importaba el amor o los niños o algo que no fuera el dinero, las joyas y el poder. Frunció el ceño al caer en la cuenta de que Miley Seaton le devolvía de repente el tormento de todos aquellos viejos y est/úpidos anhelos.

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