lunes, 24 de noviembre de 2014

Lecciones Privadas-Capitulo 4


Miley era fuerte y no se dejó vencer por el desánimo que se apoderaba de ella cada vez que pensaba en aquella horrible escena con Nick. De día, procuraba cautivar a sus alumnos para incitar en ellos el ansia de aprender; de noche, observaba a Joe devorar los datos que desplegaba ante él. El chico demostraba un ansia de conocimiento insaciable, y no sólo alcanzó a sus compañeros de clase, sino que pronto los dejó atrás.
Miley escribió a los representantes de Wyoming en el Congreso y también a una amiga a la que le pidió toda la información que pudiera reunir sobre la Academia de las Fuerzas Aéreas. Cuando recibió el sobre, se lo dio a Joe y observó cómo adquirían los ojos del chico aquella expresión ferozmente intensa y reconcentrada que se le ponía cada vez que pensaba en volar. Trabajar con Joe era un placer para ella; la única pega era lo mucho que el chico le recordaba a su padre.
En realidad, no echaba de menos a Nick. ¿Cómo iba a echar de menos a alguien a quien había visto dos veces en su vida? Nick no formaba parte de su vida cotidiana hasta el punto de que su existencia pareciera vacía sin él. Pero, aun así, las veces que había estado con él se había sentido más viva que nunca. Con Nick no era Miley Potter, la solterona, sino Miley Potter, la mujer. La intensa masculinidad de aquel hombre había alcanzado partes de su ser cuya existencia desconocía y había despertado a la vida emociones y anhelos adormecidos. Miley intentaba convencerse de que lo que sentía no iba más allá de simple lujuria, pero ello no aplacaba el doloroso anhelo que experimentaba cada vez que pensaba en él, y el hecho de que su inexperiencia resultara tan obvia sólo ahondaba su sentimiento de vergüenza, ahora que sabía que Nick la consideraba una solterona sedienta de sexo.
Llegó abril y ocurrió lo inevitable: se extendió la noticia de que Joe Mackenzie pasaba mucho tiempo en casa de la nueva profesora. Al principio, Miley no se dio cuenta de que el rumor corría de boca en boca por todo el pueblo, a pesar de que sus alumnos habían empezado a mirarla de forma extraña y a cuchichear entre sí. Sharon Wycliffe y Dottie Lancaster, las otras dos profesoras, la miraban también con recelo y hablaban en voz baja entre ellas. Miley no tardó en llegar a la conclusión de que el secreto ya no era tal, pero siguió ocupándose de sus quehaceres cotidianos con una sonrisa serena. Había recibido una carta de un senador que se interesaba por Joe, y pese a que se decía que no debía echar las campanas al vuelo, tenía grandes esperanzas.
La reunión ordinaria de la junta escolar del pueblo estaba prevista para la tercera semana de abril. La tarde de la reunión, Sharon le preguntó con deliberada desenvoltura si pensaba asistir. Miley la miró con sorpresa.

-Claro. Pensaba que era costumbre que asistiéramos todos.
-Bueno, sí. Es sólo que... pensaba...
-¿Pensabas que no iba a asistir a la reunión ahora que todo el mundo sabe que le estoy dando clases a Joe Mackenzie? -preguntó Miley sin ambages.

Sharon se quedó boquiabierta.

-¿Qué? -su voz sonó débil.
-¿No lo sabías? Pues no es ningún secreto -se encogió de hombros-. Joe pensaba que a la gente la molestaría que le diera clases particulares, por eso no he dicho nada. Pero, por como actúa todo el mundo, supongo que ya se ha descubierto el pastel.
-Pues me parece que se han confundido de pastel -reconoció Sharon tímidamente-. Han visto su camioneta en tu casa por las noches y la gente... eh... se ha hecho una idea equivocada.
Miley se quedó de una pieza.
-¿Qué idea equivocada?
-Bueno, como Joe es tan alto para su edad y todo eso...

Miley siguió sin comprender hasta que vio que Sharon se ponía muy colorada. Entonces una sospecha estalló en su cerebro como un fogonazo, y el espanto se apoderó de ella, seguido de cerca por la ira.

-¿Piensan que estoy liada con un chico de dieciséis años? -su voz se fue alzando con cada palabra.
-Han visto su camioneta en tu casa a las tantas de la noche -añadió Sharon, compungida.
-Joe se va de mi casa a las nueve en punto. La gente tiene una idea de lo que son las tantas de la noche que no coincide con la mía.

Miley se levantó y empezó a meter papeles en su maletín. Tenías las aletas de la nariz hinchadas y las mejillas pálidas. Lo peor de todo era que tendría que estar echando humo hasta las siete de la tarde, y sospechaba que la espera no enfriaría su cólera. En todo caso, la haría aumentar. Se sentía rabiosa, no sólo porque su reputación estuviera en entredicho, sino porque aquel rumor afectaba también a Joe. Aquel chico sólo intentaba hacer realidad sus sueños, y la gente se empeñaba en ponerle la zancadilla. Ella no era una gallina clueca que saliera cacareando en defensa de su pollito; era una tigresa con un cachorro, y ese cachorro corría peligro. No importaba que el cachorro fuera veinte centímetros más alto que ella y pesara casi cuarenta kilos más. A pesar de su extraña madurez, Joe seguía siendo muy joven y vulnerable. Su padre desdeñaba el amparo que ella podía ofrecerle, pero ni él ni nadie iba a impedirle defender al chico.
Estaba claro que había corrido el rumor, porque la reunión de la junta escolar estuvo particularmente concurrida aquella noche. Había seis miembros de la junta: el señor Hearst, el dueño del supermercado; Francie Beecham, una antigua maestra de ochenta y un años; Walton Isby, el director del banco; Harlon Keschel, el propietario de la droguería-hamburguesería; Eli Baugh, una ranchera del pueblo cuya hija, Jackie, iba a la clase de Miley; y Cicely Karr, la dueña de la gasolinera. Todos ellos eran personajes prominentes de la pequeña comunidad de Ruth; todos eran propietarios, y todos, salvo Francie Beecham, tenían caras largas.
La reunión se celebraba en el aula de Dottie, y hubo que llevar pupitres de la clase de Miley para que hubiera asientos para todos, lo cual era clara señal de que mucha gente se había sentido impelida a asistir. Miley estaba segura de que acudiría al menos uno de los padres de cada uno de sus alumnos. Cuando entró en la habitación, todos los ojos se volvieron hacia ella. Las mujeres parecían indignadas y los hombres hostiles y recelosos, y eso hizo que Miley se enfadara aún más. ¿ Qué derecho tenían aquellas personas a menospreciarla por sus supuestos pecados, cuando al mismo tiempo se morían de ganas por conocerlos con pelos y señales?
Apoyado en la pared había un hombre alto, ataviado con el uniforme caqui de ayudante del sheriff, que la observaba con los ojos entornados, y Miley se preguntó si pretendían arrestarla por abuso sexual. ¡Aquello era ridículo! Si no tuviera pinta de ser lo que era, una solterona esmirriada y feúcha, las sospechas de aquella gente habrían tenido al menos algún sentido. Se metió en el moño un mechón de pelo que se le había soltado, se sentó y cruzó los brazos con intención de dejar que fueran ellos quienes dieran el primer paso.
Walton Isby carraspeó y pidió silencio a los asistentes, consciente sin duda de la importancia de su posición, habiendo allí tanta gente que vigilaba el procedimiento. Miley se puso a tamborilear con los dedos sobre su brazo. La junta empezó a repasar los asuntos rutinarios del orden del día y, de pronto,Miley decidió que no quería esperar. La mejor defensa, había leído, era un buen ataque.
Cuando se dieron por zanjados los asuntos rutinarios, el señor Isby carraspeó de nuevo, y Miley interpretó aquello como una señal de que estaban a punto de abordar el verdadero motivo de la reunión. Entonces se puso en pie y dijo con claridad:

-Señor Isby, antes de que continuemos, quisiera decir algo.

El señor Isby pareció sorprendido, y su cara sonrosada adquirió un tono rojizo.

-Esto es... eh... bueno, un tanto irregular, señorita Potter.
-También es importante -Miley mantuvo el tono de voz que usaba cuando daba clases y se volvió hacia la sala. El ayudante del sheriff se retiró de la pared y se irguió, y las miradas de todos volaron hacia ella como imanes atraídos por una barra de acero-. Estoy oficialmente cualificada para dar clases particulares, y los créditos que mis alumnos consigan con esas clases valen tanto como los conseguidos en un colegio público. Durante el mes pasado, he estado dando clases nocturnas a Joe Mackenzie en mi casa...
-Eso no hace falta que lo jure -masculló alguien, y los ojos de Miley centellearon.
-¿Quién ha dicho eso? -preguntó, crispada-. Ha sido increíblemente vulgar -la sala quedó en silencio-. Cuando vi el expediente de Joe Mackenzie, me extrañó que un alumno tan brillante hubiera dejado el colegio. Puede que ninguno de ustedes lo sepa, pero era el primero de su clase. Me puse en contacto con él y lo convencí para que estudiara por su cuenta y se pusiera al mismo nivel que sus compañeros de clase, y en un mes no sólo se ha puesto a su nivel: los ha superado con creces. También me he puesto en contacto con el senador Allard, que me ha expresado su interés por Joe. Las excelentes calificaciones de Joe lo convierten en un candidato idóneo para ingresar en la Academia de las Fuerzas Aéreas. Es todo un honor para el pueblo, y sé que todos ustedes le prestarán su apoyo a Joe.

Miley se sentó con la pose fría y distante que le había inculcado la tía Ardith, y observó con satisfacción la cara de pasmo de los asistentes. Sólo la gente sin educación daba gritos, solía decir la tía Ardith; una dama tenía otros modos más sutiles de hacerse oír.
Un murmullo se levantó en la sala; la gente se arremolinó y empezó a cuchichear, y el señor Isby se puso a revolver las tres hojas que tenía delante como si estuviera buscando algo que decir. Los otros miembros de la junta juntaron también las cabezas.
Miley paseó la mirada por el aula, y de pronto, más allá de la puerta abierta, en el pasillo, una sombra llamó su atención. Era un movimiento sutil; de no haber mirado en ese preciso instante, no lo habría visto. Un instante después distinguió la alargada silueta de un hombre, y la piel se le erizó. Nick. Estaba en el pasillo, escuchando. Era la primera vez que Miley lo veía desde el día que fue a su casa, y a pesar de que sólo alcanzaba a distinguir una forma más oscura entre las sombras, el corazón empezó a latirle con violencia.
El señor Isby carraspeó, y los murmullos de la sala se fueron apagando.

-Eso es una buena noticia, señorita Potter -comenzó a decir-. Sin embargo, no creemos que haya dado usted el mejor ejemplo a nuestros jóvenes...
-Habla por ti, Walton -dijo Francie Beecham secamente con su resquebrajada voz de anciana.
Miley se levantó de nuevo.
-¿En qué sentido exactamente no les he dado el mejor ejemplo?
-¡No está bien que tenga a ese chico en su casa toda la noche! -saltó el señor Hearst.
-Joe se va de mi casa a las nueve en punto, después de dar tres horas de clase. ¿Qué entiende usted por toda la noche? Sin embargo, si la junta no aprueba que Joe vaya a mi casa, supongo que todos estarán de acuerdo en que utilice las instalaciones del colegio para darle clases a última hora de la tarde. Yo no tengo objeción en trasladar las clases aquí.

El señor Isby, que era en el fondo un buen hombre, parecía angustiado. Los miembros de la junta se arremolinaron de nuevo. Tras un minuto de acalorada discusión, levantaron la vista de nuevo. Harlon Keschel se limpió el sudor de la cara con un pañuelo, y Francie Beecham parecía ofendida. Esta vez, fue Cicely Karr quien tomó la palabra.

-Señorita Potter, ésta es una situación difícil para nosotros. Como usted misma reconocerá, las probabilidades de que Joe Mackenzie sea aceptado en la Academia de las Fuerzas Aéreas son muy escasas, y la verdad es que no nos agrada que pase tanto tiempo a solas con él.
Miley levantó la barbilla.
-¿Y eso por qué?
-Lleva usted en Ruth poco tiempo, y estoy segura de que no entiende cómo funcionan las cosas por aquí. Los Mackenzie tienen mala fama, y tememos por su seguridad si continúa relacionándose con ese chico.
-Señora Karr, eso son bobadas -contestó Miley con candorosa franqueza. La tía Ardith habría puesto mala cara.

Miley se imaginó a Nick allí fuera, en el pasillo, escuchando las calumnias que aquella gente arrojaba sobre él y sobre su hijo, y casi pudo sentir el calor de su ira. Nick sin duda no permitiría que aquello lo afectara, pero a ella le dolía saber que lo estaba oyendo todo.

-Nick Mackenzie me ayudó a salir de una situación peligrosa cuando se me averió el coche y me quedé atrapada en la nieve. Fue amable y considerado conmigo, y se negó a aceptar que le pagara por repararme el coche. Joe Mackenzie es un alumno aventajado que trabaja mucho en su rancho, no bebe ni va por ahí armando jaleo -confiaba en que aquello fuera cierto-, y siempre ha sido respetuoso conmigo. Los considero a ambos mis amigos.

Entre las sombras del pasillo, Nick cerró los puños con fuerza. Condenada *******, ¿acaso no sabía que aquello iba a costarle el empleo? Él era consciente de que, si entraba en la clase, aquella gente apartaría su atención de Miley y dirigiría toda su hostilidad hacia él, y había empezado a ponerse en marcha cuando oyó de nuevo la voz de Miley. ¿Es que aquella mujer no sabía cuándo cerrar el pico?

-Me preocuparía igualmente si fuera alguno de sus hijos el que dejara el colegio. No puedo soportar que un joven renuncie a su porvenir. Damas y caballeros, a mí me han contratado para enseñar. Y pienso hacerlo lo mejor que sé. Todos ustedes son buenas personas.

¿Alguno querría que me diera por vencida si se tratara de su hijo?
Varias personas apartaron la mirada y carraspearon. Cicely Karr se limitó a levantar la barbilla.

-Está usted soslayando la cuestión, señorita Potter. No se trata de uno de nuestros hijos. Se trata de Joe Mackenzie. Él es... es...
-¿Medio indio? -preguntó Miley, alzando una ceja inquisitivamente.
-Pues sí. Pero no es sólo eso. Está, por otro lado, la cuestión de su padre...
-¿Qué pasa con su padre?

Nick sofocó una imprecación y de nuevo hizo ademán de entrar en la clase, pero en ese momento Miley preguntó con desdén:

-¿Es que los preocupa que haya estado en la cárcel?
-¡A mí me parece razón suficiente!
-¿Ah, sí? ¿Por qué?
-Cicely, siéntate y cierra la boca -soltó Francie Beecham-. La chica tiene razón, y estoy de acuerdo con ella. Si empiezas a pensar a tu edad, puede que te dé un sofoco.

La sala quedó por un instante sumida en un asombrado silencio; luego, de pronto, estalló un tumulto de risas. Los rústicos rancheros y sus hacendosas mujeres se partían de risa y se echaban las manos a la barriga mientras las lágrimas corrían por su cara. El señor Isby se puso tan colorado que su cara parecía casi púrpura; luego rompió a reír con una carcajada tan colosal que parecía una grulla histérica poniendo huevos, o eso le dijo Cicely Karr, que estaba también roja, pero de ira. El grandullón de Eli Baugh se cayó de la silla de tanto reírse. Cicely le quitó el sombrero de detrás de la silla y empezó a darle golpes en la cabeza con él. Eli siguió bramando de risa mientras intentaba cubrirse la cabeza con los brazos.

-¡A partir de ahora ya puedes ir a comprar aceite para el coche a otra parte! -le gritaba Cicely mientras seguía propinándole sombrerazos-. ¡Y la gasolina! ¡No quiero que ni tú ni ninguno de tus hombres volváis a pisar mi propiedad!
-Vamos, Cicely -balbució entre risas Eli al tiempo que intentaba recuperar su sombrero.
-¡Un poco de orden, amigos! -suplicó Harlon Keschel, a pesar de que parecía estar disfrutando de lo lindo del espectáculo que ofrecía Cicely golpeando a Eli con su propio sombrero. Todos los demás, por su parte, parecían estar pasándoselo en grande. O, mejor dicho, casi todos, pensó Miley al ver la cara crispada de Dottie Lancaster. De pronto se dio cuenta de que a aquella mujer le habría gustado que la despidieran, y se preguntó por qué. Siempre había intentado ser amable con Dottie, a pesar de que ella rechazaba cualquier acercamiento por su parte. ¿Había sido ella la que había visto la camioneta de Joe en su casa y había difundido el rumor? ¿Se dedicaba acaso a merodear por ahí de noche? En la carretera donde Miley vivía no había otras casas, de modo que nadie pasaba por allí para ir a visitar a un vecino.

El tumulto se había ido apagando, pero todavía se oía alguna risa dispersa por la sala. La señora Karr siguió mirando con cara de malas pulgas a Eli Baugh, al que por alguna razón había convertido en blanco de su furia, a pesar de que era Francie Beecham quien había desencadenado todo aquel alboroto. Incluso el señor Isby seguía sonriendo cuando tomó de nuevo la palabra.

-Vamos a ver si podemos retomar el debate, amigos.

Francie Beecham volvió a saltar.

-Me parece que ya hemos hablado bastante por hoy. La señorita Potter le está dando clases particulares a Joe Mackenzie para que pueda ir a la Academia de las Fuerzas Aéreas, y ya está. Yo haría lo mismo si siguiera enseñando.
El señor Hearst dijo:

-A mí me sigue pareciendo mal que...
-Pues entonces que use un aula. ¿Todo el mundo de acuerdo? -Francie miró a los demás miembros de la junta con expresión triunfante, y luego le hizo un guiño a Miley.
-Por mí, bien -dijo Eli Baugh, que estaba intentando enderezar su sombrero-. La Academia de las Fuerzas Aéreas ...Vaya, eso sí que es importante. Me parece que nadie de este condado ha ido nunca a una academia del ejército.

El señor Hearst y la señora Karr seguían oponiéndose, pero el señor Isby y Harlon Keschel se pusieron del lado de Francie y de Eli. Miley miraba fijamente el pasillo en penumbra, pero ya no veía nada. ¿Se habría ido él? El ayudante del sheriff volvió la cabeza para ver qué estaba mirando, pero tampoco vio nada y, tras encogerse ligeramente de hombros, se volvió hacia Miley y él también le guiñó un ojo. Miley estaba atónita. Aquella noche le habían guiñado los ojos más veces que en toda su vida. ¿Cómo debía tomarse aquellos guiños? ¿ Debía ignorarlos? ¿Se esperaba acaso que los devolviera? Las lecciones de buenas maneras de la tía Ardith no incluían el asunto de los guiños.
La reunión se disolvió entre bromas y risas, y algunos padres se quedaron un momento para estrecharle la mano a Miley y decirle que estaba haciendo un buen trabajo. Pasó media hora antes de que Miley pudiera recoger su abrigo y llegar a la puerta y, cuando por fin salió, el ayudante del sheriff la estaba esperando.

-La acompaño a su coche -dijo él con naturalidad-. Soy Clay Armstrong, el ayudante del sheriff.
-¿Cómo está? Miley Potter -contestó ella, tendiéndole la mano.

Él se la estrechó, y la manita de Miley desapareció en su manaza. Clay Armstrong llevaba el sombrero calado sobre el pelo castaño oscuro y rizado, pero a pesar de la sombra del ala, sus ojos azules brillaban. A Miley le cayó bien a primera vista. Era uno de esos hombres fuertes y tranquilos, firmes como una roca pero provistos de buen humor. El alboroto de la reunión lo había hecho reír a carcajadas.

-Todo el mundo en el pueblo la conoce. Aquí no vienen a vivir muchos forasteros, y menos una joven soltera del sur. El día que llegó, todo el condado oyó hablar de su acento. ¿No ha notado que las chicas de la escuela intentan imitar su acento?
-¿De veras? -preguntó Miley con sorpresa.
-Claro -Clay Armstrong aminoró el ritmo para ponerse a su paso mientras caminaban hacia el coche. El aire frío se echaba sobre Miley y le helaba las piernas, pero, en compensación, la noche era diáfana y cristalina, y mil estrellas titilaban en el cielo.

Llegaron al coche.

-¿Le importaría aclararme una cosa, señor Armstrong?
-Lo que quiera. Y llámame Clay.
-¿Por qué se ha enfadado tanto la señora Karr con el señor Baugh, y no con la señora Beecham? Fue la señora Beecham quien empezó todo.
-Cicely y Eli son primos hermanos. Los padres de Cicely murieron cuando ella era pequeña, y los padres de Eli la acogieron en su casa. Cicely y Eli son de la misma edad, así que crecieron juntos y se peleaban todo el tiempo como gatos salvajes. Todavía se pelean, supongo, pero algunas familias son así. A pesar de todo, están muy unidos.

Aquella clase de familia causaba perplejidad en Miley, pero parecía cómodo y agradable poder pelearse con alguien y saber que aun así te quería.

-Entonces, ¿le pegó por reírse de ella?
-Y porque con él podía enfadarse. Con la señorita Beecham nadie se enfada. Fue maestra de todos los adultos de este condado, y todos seguimos teniéndole mucho respeto.
-Eso suena muy bonito -dijo Miley sonriendo-. Espero estar todavía aquí cuando tenga su edad.
-¿También piensa seguir armando líos en la junta escolar?
-Eso espero -repitió ella.

Él se inclinó para abrirle la puerta del coche.

-Yo también lo espero. Tenga cuidado al volver a casa.

Cuando Miley montó en el coche, Clay cerró la puerta, se tocó con los dedos el ala del sombrero y se alejó.
Era un hombre agradable. La mayoría de los vecinos de Ruth eran agradables. Se equivocaban con Nick Mackenzie, pero en el fondo no eran mala gente.
Nick... ¿Dónde se habría metido?
Miley confiaba en que Joe no decidiera dejar de dar clases por culpa de aquello. Aunque sabía que era absurdo hacerse ilusiones, estaba cada vez más convencida de que sería aceptado en la Academia y se sentía extraordinariamente orgullosa de que fuera en parte gracias a ella. La tía Ardith habría dicho que cuanto más alto se sube, más dura es la caída, pero Miley pensaba a menudo que uno nunca se caía si primero no intentaba levantarse.
En más de una ocasión había replicado a aquel refrán de la tía Ardith con uno de su propia cosecha: de nada, nada se hace. A la tía Ardith la sacaba de sus casillas que su arma favorita se volviera contra ella. Miley suspiró. Echaba muchísimo de menos a su sarcástica tía. Su provisión de dichos y refranes acabaría enmoheciéndose por falta de uso ahora que no podía medir su ingenio con el de ella.
Cuando entró en el caminito de su casa, estaba cansada, hambrienta y nerviosa, y temía que, en un alarde de nobleza, Joe quisiera dejar las clases para no causarle más problemas.

-Voy a seguir dándole clases -masculló en voz alta mientras salía del coche-, aunque tenga que perseguirlo a caballo.
-¿A quién vas a perseguir a caballo? -preguntó Nick con aspereza, y Miley dio tal respingo que se golpeó la rodilla con la puerta del coche.
-¿De dónde sales? -preguntó con idéntica exasperación-. Maldita sea, me has asustado.
-Creo que no lo bastante. He aparcado en el granero, donde no se vea el coche.

Miley observó absorta su rostro cincelado e impenetrable. La luz incolora de las estrellas velaba sus rasgos angulosos, pero a ella le bastaba con eso. Hasta ese momento no se había dado cuenta de las ganas que tenía de volver a verlo, de sentir su sobrecogedora presencia. La sangre corría tan aprisa por sus venas que ya ni siquiera notaba el frío. Aquello era posiblemente lo que significaba «arder de deseo». Resultaba emocionante y en cierto modo pavoroso, pero Miley llegó a la conclusión de que le gustaba.

-Vamos dentro -dijo él al ver que ella no se movía, y Miley echó a andar en silencio hacia la puerta trasera. La había dejado abierta para no tener que andar a tiendas con la llave en la oscuridad, y Nick frunció el ceño cuando giró el picaporte y abrió.

Entraron y Miley cerró y encendió la luz. Nick se quedó mirando el sedoso pelo castaño que se le había escapado del moño, y tuvo que cerrar los puños para no tocarla.

-No vuelvas a dejar la puerta abierta -le advirtió.
-No creo que vayan a robarme -replicó ella, y luego añadió con sinceridad-: No tengo nada que un ladrón que se precie quiera robar.

Nick se había jurado no tocarla. Sabía lo difícil que iba a resultarle cumplir su promesa, pero no hasta qué punto. Deseaba zarandearla hasta que entrara en razón, pero sabía que si la tocaba no podría dominarse. El dulce olor de Miley excitaba sus sentidos, atrayéndolo hacia ella; olía a una fragancia cálida y delicada, tan femenina que hacía que todo su cuerpo se tensara de deseo. Finalmente, sin embargo, logró apartarse de ella, consciente de que a ambos les convenía guardar las distancias.

-No me refería a un ladrón.
-¿No? -Miley sopesó su pregunta y entonces se dio cuenta de lo que él había querido decir y de lo que ella había contestado. Se aclaró la garganta y se acercó al fogón, confiando en que Nick no se diera cuenta de que se había puesto colorada-. Si hago café, ¿te tomarás una taza o te irás hecho una furia en cuanto esté hecho, como el otro día?

Su ácido tono de reproche hizo gracia a Nick, que se preguntó cómo había podido pensar alguna vez que Miley era una mojigata. Su ropa podía estar pasada de moda, pero su carácter distaba mucho de ser apocado. Miley decía exactamente lo que pensaba y no vacilaba en increpar a quien fuera. Apenas una hora antes había dado la cara por él delante de todo el condado. Aquel recuerdo lo hizo serenarse.

-Me tomaré el café si insistes en hacerlo, pero preferiría que te sentaras y me escucharas.

Miley se dio la vuelta, se deslizó en una silla y juntó las manos remilgadamente sobre la mesa.

-Te escucho.

Nick apartó de la mesa otra silla y la puso de lado, frente a ella, antes de sentarse. Miley posó en él una mirada seria.

-Te he visto en el pasillo.

Él pareció contrariado.

-Maldita sea. ¿Me ha visto alguien más?

Le extrañaba que ella lo hubiera visto porque había sido muy cauteloso, y se le daba bien esconderse cuando no quería que lo vieran.

-Creo que no -Miley hizo una pausa-. Lamento que hayan dicho esas cosas.
-No me preocupa lo que la buena gente de Ruth piense de mí -dijo él con dureza-. Puedo vérmelas con ellos, y Joe también. Nuestro sustento no depende de esa gente, pero el tuyo sí. No vuelvas a dar la cara por nosotros, a menos que no te guste mucho tu trabajo y estés intentando perderlo, porque eso es lo que vas a conseguir si sigues así.
-No voy a perder mi trabajo por darle clases a Joe.
-Puede que no. Puede que se muestren tolerantes con Joe ahora que les has echado en cara lo de la Academia, pero conmigo es distinto.
-Tampoco voy a perder mi trabajo por ser amable contigo. Tengo un contrato -explicó ella con serenidad-. Un contrato blindado. No es fácil conseguir un profesor en un sitio tan pequeño y aislado como Ruth, sobre todo en pleno invierno. Podría perder mi empleo si me consideraran incompetente, o si infringiera la ley, y desafió a cualquiera a que demuestre que no hago bien mi trabajo.

Nick se preguntó si eso significaba que no descartaba infringir la ley, pero no se lo preguntó. La luz de la cocina caía directamente sobre la cabeza de Miley, envolviendo su pelo en un nimbo plateado cuyo brillo lo distraía a cada instante. Sabía que su pelo era castaño, pero era tan claro y ceniciento que no tenía reflejos rojizos, y cuando la luz le daba de lleno sus mechones parecían casi plateados. Era como un ángel, con sus suaves ojos azules, su piel traslúcida y su sedoso pelo, que se deslizaba desde el prieto moño para ensortijarse alrededor de su cara. Nick sintió un doloroso nudo en las entrañas. Deseaba tocarla. Deseaba sentirla desnuda bajo él. Deseaba hallarse dentro de ella, cabalgarla suavemente hasta que estuviera húmeda y tersa y le clavara las uñas en la espalda...
Miley alargó el brazo y puso su fina mano sobre la de él, mucho más grande, y hasta aquella leve caricia avivó el deseo de Nick.

-Cuéntame qué pasó -le pidió Miley con suavidad-. ¿Por qué te mandaron a la cárcel? Sé que no hiciste nada.

Nick era un hombre duro tanto por carácter como por necesidad, pero la sencilla y candorosa fe de Miley lo conmovió profundamente. Él siempre había estado solo, aislado de los blancos por su sangre india y de los indios por su sangre blanca. Ni siquiera se había sentido próximo a sus padres, a pesar del cariño que se habían profesado. Sus padres, en realidad, nunca lo habían conocido; nunca habían penetrado en sus pensamientos íntimos. Tampoco se había sentido unido a su esposa, la madre de Joe. Se acostaba con ella y le tenía afecto, pero también a ella la había mantenido a distancia. Sólo con Joe se había resquebrajado su reserva, y era Joe quien mejor lo conocía en el mundo. Él y su hijo, a quien quería con ferocidad, formaban parte el uno del otro. Tan sólo el recuerdo de Joe lo había mantenido vivo durante sus años en prisión.
Le causaba un profundo desasosiego que aquella mujercita blanca tuviera el don de tocar fibras sensibles que creía completamente aisladas. No quería que se acercara a él en ningún sentido que pudiera perturbar sus emociones. Quería acostarse con ella, no que le importara, y se enfurecía cuando se daba cuenta de que ya le importaba. Aquello no le gustaba nada.
Se quedó mirando la mano frágil de Miley, cuyo tacto era leve y delicado. Ella no rehuía tocarlo como si fuera algo sucio; pero tampoco lo manoseaba como hacían otras mujeres, vorazmente, deseosas de utilizarlo, de averiguar si el salvaje podría satisfacer sus ávidos y banales apetitos. Ella sólo había alargado la mano para tocarlo porque se preocupaba por él.
Observó cómo su mano giraba lentamente y envolvía la de Miley. rodeando sus pálidos y finos dedos entre la palma curtida como si quisiera protegerlos.
-Fue hace nueve años -su voz sonó baja y áspera, y Miley tuvo que inclinarse hacia delante para escucharlo-. No, casi diez. Hará diez años en junio. Joe y yo acabábamos de mudarnos aquí. Yo estaba trabajando en el rancho Media Luna. Una chica del condado de al lado fue violada y asesinada. Encontraron su cuerpo en la linde más alejada del Media Luna. Fueron a buscarme para interrogarme, pero la verdad es que me lo esperaba desde el momento en que me enteré de lo de la chica. Era nuevo aquí, y además indio. Pero no había pruebas contra mí, así que tuvieron que soltarme. Tres semanas después, violaron a otra chica. Ésta era del rancho Rocking L, justo al oeste del pueblo. La apuñalaron, como a la otra, pero sobrevivió. Había visto al violador -se detuvo un momento y la expresión de sus ojos negros pareció cerrarse al recordar aquellos años ya lejanos-. Dijo que parecía indio. Era moreno, con el pelo negro, y alto. No hay muchos indios altos por aquí. Volvieron a detenerme antes siquiera de que me enterara de que habían violado a otra chica. Me pusieron en una fila con seis blancos con el pelo negro. La chica me identificó, y me acusaron. Joe y yo vivíamos en el Media Luna, pero por alguna razón nadie recordaba haberme visto en casa la noche que violaron a la chica, excepto Joe, y la palabra de un crío indio de seis años no valía nada.
A Miley se le encogió el corazón al pensar en lo que aquello tenía que haber supuesto para él y para Joe, que entonces era sólo un niño. ¡Cuánto habría sufrido Nick pensando en lo que podía ocurrirle a su hijo! Ella no sabía qué podía decir para aliviar una indignación que duraba ya diez años, y prefirió no decir nada; se limitó a apretarle la mano para que supiera que no estaba solo.

-Me juzgaron y me declararon culpable. Tuve suerte porque no pudieron relacionarme con la primera violación, la de la chica a la que mataron, o me habrían linchado. Pero en realidad todo el mundo pensaba que lo había hecho yo.
-Fuiste a prisión -a Miley le costaba creerlo, aunque sabía que era cierto-. ¿Qué pasó con Joe?
-El estado se hizo cargo de él. Yo sobreviví a la cárcel. No fue fácil. Allí, a los violadores se los considera caza legal. Tuve que convertirme en el mayor hijo de puta del mundo sólo para sobrevivir de noche en noche.

Miley había oído historias acerca de lo que sucedía en las cárceles, y su angustia se hizo más intensa. Nick había sido encerrado, alejado de las montañas y del sol, del aire fresco y limpio, y ella sabía que aquello había tenido que ser como enjaular a un animal salvaje. Nick era inocente, pero pese a todo le habían arrebatado la libertad y a su hijo, y lo habían arrojado en prisión entre la escoria de la humanidad. ¿Habría dormido bien una sola vez en todo el tiempo que había pasado en la cárcel, o sólo se adormecía, con los sentidos siempre alerta, listo para atacar?
Miley tenía la garganta seca y tirante. Sólo logró musitar:

-¿Cuánto tiempo estuviste en prisión?
-Dos años -el rostro de Nick tenía una expresión dura; sus ojos parecían llenos de amenazas, pero Miley sabía que aquellas amenazas iban dirigidas hacia dentro, hacia sus amargos recuerdos, no hacia ella-. Luego consiguieron relacionar una serie de violaciones y asesinatos entre Casper y Cheyenne y atraparon al culpable. El tipo confesó, y hasta parecía orgulloso de sus hazañas, aunque estaba también un poco molesto porque no le hubieran concedido a él todo el mérito. Confesó las dos violaciones en esta zona, y dio detalles que sólo el violador podía conocer.
-¿Era indio?

Nick esbozó una sonrisa cruel.

-Italiano. Moreno de piel, con el pelo rizado.
-Entonces, ¿te soltaron?
-Sí. Mi nombre quedó limpio. Me dijeron que lo sentían y me dejaron libre. Había perdido a mi hijo, mi trabajo, todo lo que poseía. Averigüé dónde habían llevado a Joe y fui a buscarlo. Luego pasé una temporada trabajando en rodeos para ganar algún dinero, y tuve suerte. Me fue bastante bien. Gané lo suficiente para volver aquí con algo en el bolsillo. El dueño del Media Luna había muerto sin herederos y las tierras iban salir a subasta para pagar los impuestos. Me quedé sin un centavo, pero compré las tierras. Joe y yo nos establecimos aquí, y empecé a adiestrar caballos y a levantar el rancho.
-¿Por qué volviste? -Miley no lograba entenderlo. ¿Por qué regresar a un lugar donde lo habían tratado tan cruelmente?
-Porque estaba cansado de dar tumbos, sin tener nunca un sitio que pudiera llamar mío; cansado de que me miraran como a un indio vago y sucio; cansado de que mi hijo no tuviera un hogar. Y porque de ningún modo iba a dejarme vencer por esos bastardos.

El dolor de Miley se intensificó. Deseaba poder aliviar la ira y la amargura de Nick, atreverse a tomarlo en sus brazos para ofrecerle consuelo; deseaba que pudiera formar parte de la sociedad en lugar de ser una espina clavada en su costado.

-Bueno, no todos son hijos ilegítimos -dijo, y le pareció que la boca de Nick se torcía de pronto como si fuera a sonreír-, del mismo modo que no todos los indios son vagos y sucios. La gente es sólo gente, buena y mala.
-Tú necesitas alguien que te proteja -contestó él-. Con esa actitud de buenaza te vas a meter en un lío. Dale clases a Joe, haz lo que puedas por él, pero, por tu propio bien, mantente alejada de mí. Esa gente no cambió de opinión sobre mí porque me soltaran.
-Tú no has intentado hacerlos cambiar de opinión. Te has limitado a restregarles su culpa por las narices -señaló ella en tono ácido.
-¿Y qué quieres? ¿Que olvide lo que me hicieron? -preguntó él con la misma acritud-. ¿Que olvide que su justicia consistió en ponerme en una fila con seis blancos y decirle a la chica que señalara al indio? Pasé dos años en el infierno. Todavía no sé qué le pasó a Joe, pero cuando por fin lo recuperé pasó tres meses sin pronunciar palabra. ¿Olvidar eso? ¡Ni en sueños!
-Así que ellos no cambian de idea, tú no cambias de idea, y yo tampoco. Creo que estamos todos en tablas.

Nick la miró con rabia y de pronto pareció darse cuenta de que seguía dándole la mano. La soltó bruscamente y se levantó.

-Mira, no puedes ser amiga mía. No podemos ser amigos.

Miley se sintió helada y desvalida, con la mano vacía. Alzó la mirada hacia él y juntó las manos sobre el regazo.

-¿Por qué? Naturalmente, si no te gusto... -su voz se apagó, y bajó la cabeza para examinarse las manos como si nunca antes las hubiera visto.

¿No gustarle? Nick no podía dormir, tenía los nervios a flor de piel, se excitaba con sólo recordarla y pensaba en ella a todas horas. Se sentía físicamente tan frustrado que tenía la sensación de que iba a volverse loco, pero ni siquiera podía desfogarse con Julie Oakes o con cualquier otra mujer porque no lograba quitarse de la cabeza aquel pelo castaño, fino como el de un bebé, aquellos ojos azul pizarra y aquella piel traslúcida como pétalos de rosa. Luchaba a brazo partido por mantenerse alejado de ella, y sólo la certeza de que la buena gente de Ruth se volvería contra ella si la convertía en su mujer le impedía estrecharla entre sus brazos. A pesar de sus tercos principios, Miley no estaba preparada para afrontar el dolor y las dificultades que encontraría a su paso si eso llegaba a ocurrir.
Su frustración se desbordó de pronto, y se sintió lleno de ira por tener que alejarse de la única mujer a la que deseaba con locura. Sin darse cuenta de lo que hacía, alargó los brazos, asió a Miley por las muñecas y la hizo levantarse de un tirón.

-¡Maldita sea, entérate de una vez, no podemos ser amigos! ¿Quieres saber por qué? Porque no puedo estar a tu lado sin pensar en arrancarte la ropa y hacerte mía, allí donde estemos. ¡Demonios, ni siquiera sé si me pararía a desnudarte! Quiero tocar tus pechos, meterme tus pezones en la boca. Quiero que me rodees la cintura con las piernas, que pongas los tobillos sobre mis hombros, o que te pongas como quieras con tal de poder estar dentro de ti -la apretaba con tanta fuerza que su cálido aliento rozaba las mejillas de Miley mientras desgranaba sobre ella en voz baja aquellas ásperas palabras-. Por eso, cariño, es imposible que seamos amigos.

Miley sintió que las palabras de Nick comenzaban a desperezar sus sentidos y se estremeció. A pesar de que estaban llenas de ira, aquellas palabras dejaban claro que Nick sentía lo mismo que ella, y al mismo tiempo describían actos que ella sólo a medias podía imaginar. Era demasiado inexperta y espontánea como para ocultarle sus emociones, de modo que ni siquiera lo intentó. Sus ojos estaban llenos de un doloroso deseo. -Nick. .
Bastó con que dijera su nombre de aquel modo, con una leve inflexión de anhelo, para que él le apretara las muñecas con más fuerza.

-¡No!
-Yo... te deseo.

Aquella confesión, formulada en un trémulo susurro, dejaba a Miley completamente a su merced, y Nick lo sabía. De pronto empezó a maldecir para sus adentros. ¿Acaso no tenía aquella mujer ni pizca de sentido común? ¿No sabía lo que suponía para un hombre que la mujer a la que deseaba se le ofreciera de aquel modo, sin condiciones ni reticencias? Nick sentía que su cordura pendía de un hilo, pero se aferró a ella con determinación, consciente de que Miley no sabía lo que decía. Ella era virgen. Había recibido una educación estricta y anticuada, y tenía únicamente una vaga idea de lo que le estaba proponiendo.

-No digas eso -murmuró finalmente-.Ya te dicho que...
-Lo sé -lo interrumpió ella-. Soy demasiado inexperta para resultar interesante, y tú... tú no quieres que te usen como conejillo de indias. No lo he olvidado -Miley rara vez lloraba, pero en ese instante sentía la humedad salobre de las lágrimas quemándole los ojos.
Nick se ablandó al ver su expresión angustiada.

-Te mentí. ¡Dios, cómo te mentí!

De pronto perdió las riendas. Tenía que abrazarla, sentirla en sus brazos aunque fuera sólo un momento, saborear de nuevo su boca. Le alzó las muñecas y le hizo rodearle el cuello con las manos; luego inclinó la cabeza y la estrechó entre sus brazos, apretándola contra sí. Besó su boca, y la avidez con que respondió Miley inflamó aún más su deseo. Ella ya sabía qué debía hacer; abrió los labios y comenzó a acariciar con la lengua suavemente, con dulzura, la lengua de Nick. Eso se lo había enseñado él, lo mismo que le había enseñado a derretirse contra su cuerpo, y aquella certeza volvía a Nick casi tan loco corno el suave contacto de los pechos de Miley contra su torso.
Ella se sumergió en el éxtasis puro de hallarse de nuevo entre sus brazos, y las lágrimas que había estado conteniendo se deslizaron por sus pestañas. Aquello era demasiado doloroso, demasiado bello para ser simple lujuria. Si era amor, no sabía si podría soportarlo.
La boca de Nick, ávida y dura, le arrebataba largos y profundos besos que la hacían aferrarse a él, aturdida y ciega. La mano de Nick se movió con firmeza por su costado y se cerró sobre uno de sus pechos, y Miley sólo consiguió dejar escapar un quejido de placer, bajo y gutural. Los pezones le palpitaban, ardientes, y las caricias de Nick, que aplacaban su ansia y al mismo tiempo la avivaban, hacían que quisiera más y más. Deseaba que todo fuera como él se lo había descrito, ansiaba sentir su boca en los pechos y se retorcía febrilmente contra él. Se sentía vacía y necesitaba que él la colmara. Necesitaba que la hiciera suya.
Él levantó la cabeza bruscamente y le apretó la cara contra su hombro.

-Tengo que parar. Ahora mismo -dijo con voz ronca. Estaba tan excitado como un adolescente en el asiento trasero del coche de papá, y temblaba.

Mary sopesó un momento las advertencias de la tía Ardith y, al poner en el otro platillo de la balanza lo que sentía, llegó a la conclusión de que estaba enamorada de Nick; aquella mezcla de gozo y tormento no podía ser otra cosa.

-Yo no quiero parar- dijo con voz trémula-. Quiero que me ames.
-No. Soy indio, Miley. Tú eres blanca. La gente del pueblo te hará la vida imposible. Lo de esta noche no ha sido más que una muestra de lo que tendrías que soportar.
-¡Estoy dispuesta a arriesgarme! -gritó ella con desesperación.
-Yo no. Yo puedo aguantarlo, pero tú... tú dependes de tus principios, cariño. Y no puedo ofrecerte nada a cambio.

Si hubiera creído que había alguna posibilidad de vivir allí en paz, Nick habría asumido el riesgo, pero sabía que, tal y como estaban las cosas, aquello era imposible. Aparte de Joe, Miley era la única persona en el mundo a la que deseaba proteger, y apartarse de ella le parecía lo más duro que había tenido que hacer en toda su vida.
Miley apartó la cabeza de su hombro, dejando al descubierto sus mejillas mojadas.

-Sólo te quiero a ti.
-Pero yo soy lo único que no puedes tener. Ellos te harían pedazos -Nick bajó suavemente los brazos y se volvió para marcharse.

Miley intentó contener las lágrimas, y su voz sonó baja y crispada.

-Me arriesgaré.

Nick se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.

-Yo no.

Miley lo vio marcharse nuevamente, y esta vez le resultó mucho más duro que la primera.


sábado, 19 de abril de 2014

Lecciones Privadas-Capitulo 3

Capitulo 3





Más tarde, Miley se avergonzó de haberse bajado de la camioneta sin responder a aquella cruda aseveración, pero se había quedado tan atónita que había sido incapaz de reaccionar. ¡Violación! Aquél era un delito repugnante. Resultaba increíble. ¡Había besado a aquel hombre! Se había quedado tan asombrada que no había podido más que inclinar la cabeza a modo de despedida y decirle a Joe que se verían esa noche. Luego había entrado en la casa sin darles siquiera las gracias por su ayuda y por las molestias que se habían tomado.
Poco a poco había comenzado a cobrar conciencia de lo sucedido. Parada a solas en la anticuada cocina, observaba a Woodrow lamiendo con avidez la leche de su platillo y pensaba en Nick Mackenzie y en lo que le había dicho. De pronto dejó escapar un bufido.

-¡Bobadas! Si ese hombre es un violador, te coceré para cenar, Woodrow.

Woodrow parecía bastante despreocupado, lo cual, a juicio de Miley, indicaba que el gato estaba de acuerdo con su opinión, y ella tenía en muy alta estima la capacidad de Woodrow para discernir lo que más le convenía.
A fin de cuentas, Nick no había dicho que hubiera cometido una violación. Había dicho que había estado en la cárcel por violación. Cuando pensaba en cómo padre e hijo aceptaban de manera automática, aunque con amargura, que se los rechazara por causa de su sangre india, Miley se preguntaba si tal vez el hecho de que Nick fuera medio indio habría influido en su condena.
Pero él no había violado a nadie. Estaba tan segura de ello como del aspecto de su propia cara. El hombre que la había ayudado a salir de un atolladero, que le había calentado las manos con su propio cuerpo y la había besado con un ardor ávido y viril, no era de ésos capaces de agredir a una mujer. Había sido él quien se había detenido antes de que aquellos besos fueran demasiado lejos; ella quien se había vuelto maleable entre sus manos.
Aquello no tenía sentido. Era imposible que Nick Mackenzie fuera un violador.
Tal vez no le había costado mucho esfuerzo dejar de besarla; al fin y al cabo, ella era muy poco atractiva y carecía de experiencia. Y, además, nunca sería voluptuosa, pero aun así... Sus pensamientos se fueron apagando al aflorar el recuerdo de lo que había sentido. Era inexperta, sí, pero no estúpida. Nick estaba... en fin, excitado. Ella lo había notado con toda claridad. Quizá últimamente no hubiera podido dar rienda suelta a sus apetitos fisicos, y a ella la tenía a mano, pero aun así no se había propasado. No la había tratado con la actitud del marinero al que, en tiempo de tormenta, cualquier puerto le valía. ¿Cómo era ese horrible término que lo había oído decir a alguno de sus alumnos? Ah, sí: «salido». Podía aceptar que Nick Mackenzie se hallara en ese estado y que ella, accidentalmente, hubiera despertado su fogosidad de un modo que todavía le parecía un misterio, pero el caso era que no se había aprovechado de la situación.
¿Y si lo hubiera hecho?
Su corazón comenzó a latir con violencia, y un hormigueo ardiente se difundió despacio por su cuerpo al tiempo que una sensación enervante y turbadora se iba aposentando en su interior. Sus pechos se tensaron y empezaron a palpitar, y automáticamente se los cubrió con las manos abiertas. Al darse cuenta, bajó las manos. Pero ¿y si se los hubiera tocado Nick? ¿Y si se los hubiera besado? Sentía que se derretía por dentro con sólo pensar en él. Fantasear con él. Juntó los muslos, intentando aliviar la cóncava palpitación que sentía entre ellos, y un quejido escapó de sus labios. Era un quejido leve, pero retumbó extrañamente en el silencio de la casa, y el gato levantó la mirada de su platillo, profirió un maullido inquisitivo y luego volvió a su leche.
¿Habría sido ella capaz de detener a Nick? ¿Lo habría intentado siquiera? ¿O a esas alturas estaría recordando cómo habían hecho el amor, en lugar de intentar imaginárselo? Su cuerpo se estremecía, más a causa de instintos y anhelos apenas despertados que por verdadero conocimiento.
Nunca antes había conocido la pasión, excepto la de conocer y enseñar. Descubrir que su cuerpo era capaz de experimentar sensaciones tan intensas le infundía temor, pese a que creía conocerse bien. Su propia carne le resultaba de pronto ajena, y sus razonamientos y emociones parecían escapar a su control. Se sentía casi traicionada.
¡Cielo santo, aquello era pura lujuria! Ella, Miley Elizabeth Potter, ¡deseaba a un hombre! Y no a un hombre cualquiera, sino a Nick Mackenzie.

Aquello era al mismo tiempo prodigioso y humillante.

Joe demostró ser un alumno despierto y capaz, tal y como Miley imaginaba. Llegó puntual, justo a tiempo, y por suerte solo. Tras pasarse la tarde dándole vueltas a lo ocurrido, Miley no se sentía con ánimos de enfrentarse otra vez a Nick Mackenzie. ¿Qué pensaría de ella? A su modo de ver, prácticamente lo había asaltado.

Pero Joe llegó solo y, durante las tres horas que siguieron, Miley se fue dando cuenta que aquel chaval le caía cada vez mejor. Estaba sediento de conocimientos y lo absorbía todo como una esponja. Mientras él hacía los ejercicios que le había puesto, ella se dedicó a preparar unas tablas para controlar el tiempo que invertían en cada asignatura, los temas que daban y las notas que Joe sacaba en los controles. La meta que se habían puesto era mucho más difícil de alcanzar que un simple título de bachillerato. Aunque Miley no había prometido nada, sabía que sólo se daría por satisfecha cuando Joe ingresara en la Academia de las Fuerzas Aéreas. Había algo en los ojos del muchacho que le decía que nunca se sentiría realizado a menos que pudiera volar; Joe era como un águila varada en tierra: su espíritu ansiaba el cielo.
A las nueve en punto, Miley puso fin a la clase y anotó el tiempo en una de sus tablas. Joe bostezó mientras se mecía en la silla apoyada sobre las patas traseras.

-¿Cuántos días vamos a dar clase?
-Todos, si puedes -contestó ella-. Por lo menos hasta que te pongas al nivel de tu clase.

Los ojos claros y diamantinos del chico brillaron mientras la miraba, y a Miley la sorprendió de nuevo lo maduros que parecían.

-¿El curso que viene tendré que ir al instituto?
-Convendría que fueras. Así harías muchas más cosas, y al mismo tiempo podríamos seguir dando clase aquí.
-Ya me lo pensaré. No quiero dejar solo a mi padre. Estamos expandiendo el negocio y hay mucho más trabajo. Tenemos más caballos que nunca.
-¿Criáis caballos?
-Caballos vaqueros. Buenos caballos de rancho, entrenados para el pastoreo. Pero no nos dedicamos sólo a la cría. La gente lleva sus caballos al rancho para que mi padre los entrene. Mi padre no es sólo bueno; es el mejor. Tratándose de entrenar caballos, a la gente le importa un bledo que sea indio.

La amargura había vuelto a hacer acto de presencia en la voz de Joe. Miley apoyó los codos en la mesa y descansó la barbilla sobre las manos unidas.

-¿Y tú?
-Yo también soy indio, señorita Potter. Medio indio, y a la mayoría de la gente le basta y le sobra con eso. Cuando era pequeño no se notaba mucho porque un crío indio no supone una amenaza para nadie. Es cuando ese crío crece y empieza a mirar a las hijas de los blancos cuando las cosas se tuercen.

De modo que las chicas tenían algo que ver con el hecho de que Joe hubiera dejado el colegio. Miley lo miró alzando las cejas.

-Supongo que las hijas de los blancos también miran -dijo con suavidad-. Eres muy guapo.

Él casi le sonrió.

-Sí. Pero total, para lo que me servía...
-Entonces, ¿te miraban?
-Y tonteaban conmigo. Una hacía como si de verdad le gustara. Pero cuando la invité a salir le faltó tiempo para darme con la puerta en las narices. Su-pongo que tontear conmigo está bien, es como agitar desde lejos un trapo rojo delante de un toro, pero ni en sueños se les ocurre salir con un indio.
-Lo siento -sin pararse a pensar en lo que hacía, Miley alargó el brazo y cubrió con la suya la mano joven y fuerte de Joe-. ¿Por eso dejaste el colegio?
-Me parecía que no tenía sentido seguir allí. No crea que iba en serio con esa chica ni nada parecido. No era para tanto. Sólo me gustaba. Pero lo que pasó me dejó bien claro que nunca iba a integrarme, que ninguna de aquellas chicas saldría jamás conmigo.
-¿Y qué pensabas hacer? ¿Trabajar en el rancho toda tu vida y no salir nunca, ni casarte?
-Casarme ni se me pasa por la cabeza -dijo él con firmeza-. En cuanto a lo demás, hay pueblos más grandes. El rancho va bastante bien, y tenemos un poco de dinero extra.

No añadió que había perdido la virginidad dos años antes, en un viaje a uno de aquellos pueblos más grandes. No quería escandalizar a Miley, y estaba seguro de que se quedaría de una pieza si se lo contaba. La nueva profesora no era sólo una timorata; era también una ingenua. Eso lo hacía sentirse extrañamente responsable de ella. Eso, y el hecho de que era distinta a las demás profesoras que había conocido. Cuando Miley lo miraba, lo veía a él, Joe Mackenzie, no veía la piel atezada y el pelo negro de un mestizo. Ella lo había mirado a los ojos y había visto su sueño, su obsesión por el vuelo y los aviones.
Cuando Joe se marchó, Miley cerró la casa y se preparó para irse a la cama. Había tenido un día agotador, pero aun así tardó largo rato en dormirse y a la mañana siguiente se le pegaron las sábanas. Ese día procuró mantenerse ocupada para no ponerse a soñar con Nick Mackenzie ni a fantasear con cosas que no habían ocurrido. Fregó y enceró la vieja casa hasta dejarla brillante, y luego sacó las cajas de libros que había traído de Savannah. Una casa con libros daba siempre la impresión de ser un lugar habitado. Sin embargo, comprobó con desaliento que no tenía sitio donde ponerlos. Necesitaba una de esas estanterías de módulos; si para montarlas sólo hacía falta un destornillador, seguramente podría apañárselas ella sola. Con su resolución habitual, planeó pasarse por el supermercado la tarde siguiente. Si no tenían lo que necesitaba, compraría unos tablones y pagaría a alguien para que le hiciera unos estantes.
El lunes a mediodía llamó a la consejería de educación del estado para enterarse de qué había que hacer para convalidar los estudios de Joe a fin de que obtuviera su diploma. Sabía que tenía las acreditaciones necesarias, pero había también un montón de papeleo que resolver para que Joe consiguiera los créditos necesarios mediante clases particulares. Hizo la llamada desde el teléfono público de la sala de descanso de profesores, que nunca se usaba porque sólo había tres profesoras, cada una de las cuales daba cuatro cursos, y nunca había tiempo para tomarse un descanso. La sala tenía, no obstante, tres sillas y una mesa, una neverita desportillada, una cafetera eléctrica y un teléfono de pago. Era tan extraño que se usara la sala que Miley se sorprendió cuando la puerta se abrió y Sharon Wycliffe, que daba clases de primero a cuarto, asomó la cabeza.

-Miley, ¿te encuentras mal?
-No, estoy bien -Miley se levantó y se sacudió las manos. El teléfono tenía una densa capa de polvo que evidenciaba lo poco que se usaba-. Estaba haciendo una llamada.
-Ah. Es que estaba extrañada. Llevas aquí tanto tiempo que he pensado que a lo mejor te encontrabas mal. ¿A quién llamabas?

La pregunta fue formulada sin vacilar. Sharon había nacido en Ruth, había ido allí a la escuela y se había casado con un chico del pueblo. Los ciento ochenta habitantes de Ruth se conocían todos entre sí; todos estaban al corriente de los asuntos del prójimo, y no veían nada raro en ello. Los pueblos pequeños eran como familias extensas. A Miley, que ya había tenido experiencias parecidas, no la sorprendió la franca curiosidad de Sharon.

-A la consejería del estado. Necesitaba información sobre las acreditaciones necesarias para dar clases.
Sharon pareció de pronto alarmada.
-¿Es que no tienes los certificados en regla? Si hay algún problema, la junta escolar se va a suicidar en masa. No sabes lo difícil que es encontrar un profesor cualificado que esté dispuesto a venir a un pueblo tan pequeño como Ruth. Estaban casi al borde del colapso cuando te encontraron a ti. Los chicos iban a tener que ir a un instituto a casi cien kilómetros de aquí.
-No, no es eso. He pensado que podía empezar a dar clases particulares, por si alguno de los chicos lo necesita -no mencionó a Joe Mackenzie porque no lograba olvidar las advertencias que padre e hijo le habían hecho al respecto.
-Bueno, menos mal -exclamó Sharon-. Será mejor que vuelva con los chicos antes de que armen algún lío -agitó la mano, sonrió y retiró la cabeza, dando por satisfecha su curiosidad.

Miley esperaba que no le dijera nada a Dottie Lancaster, la profesora que daba clases de quinto a octavo, pero sabía que era una esperanza vana. En Ruth todo acababa sabiéndose. Sharon era afectuosa y alegre con sus jóvenes pupilos, y sus clases, al igual que las de Miley, eran muy distendidas; Dottie, en cambio, era estricta y brusca con sus alumnos.Miley se sentía incómoda con ella porque tenía la impresión de que para Dottie la enseñanza no era más que un modo de ganarse la vida; algo necesario, pero penoso. Incluso había oído decir que Dottie, que tenía cincuenta y cinco años, estaba pensando en pedir la jubilación anticipada. A pesar de sus limitaciones, su retiro causaría gran malestar en la junta escolar porque, tal y como Sharon había dicho, era casi imposible encontrar un maestro que quisiera trasladarse a Ruth. El pueblo era demasiado pequeño y estaba demasiado alejado de todas partes.
Mientras daba la última clase del día, Miley se descubrió observando a las chicas y preguntándose cuál de ellas había estado tonteando con Joe Mackenzie y le había dado calabazas cuando él finalmente se había decidido a pedirle salir. Algunas eran muy bonitas y presumidas, y aunque mostraban la superficialidad propia de los adolescentes, todas parecían buenas chicas. Pero ¿cuál de ellas habría atraído la atención de Joe, que no era un chico superficial y cuya mirada era mucho más madura de lo que correspondía a sus dieciséis años? ¿Natalie Ulrich, que era alta y agraciada? ¿Pamela Hearst, que era tan rubia que parecía recién salida de una playa californiana? ¿O Jackie Baugh, con sus ojos negros y seductores? Le parecía que podía ser cualquiera de las ocho chicas que había en su clase. Todas estaban acostumbradas a que les fueran detrás. Habían tenido la inmensa suerte de que los chicos, que eran nueve, las superaran en número. Todas eran coquetas y vanidosas. Así que ¿cuál sería?
Miley se preguntaba por qué le importaba tanto, pero así era. Una de aquellas chicas le había asestado a Joe un golpe que, aunque no le había roto el corazón, había podido destrozarle la vida. Para Joe, aquello había sido la prueba definitiva de que nunca encontraría su sitio en el mundo de los blancos; por eso se había retirado. Tal vez nunca volviera a la escuela, pero al menos había aceptado que ella le diera clases particulares. Ojalá no perdiera la esperanza.
Al acabar las clases, Miley recogió rápidamente el material que necesitaba para esa noche y los ejercicios que tenía que corregir y salió corriendo a su coche. El trayecto hasta el supermercado de los Hearst era corto. Cuando le preguntó al señor Hearst, éste le indicó amablemente las cajas de las estanterías desmontables que había en un rincón.
Unos minutos después, la puerta se abrió y entró otro cliente. Miley vio a Nick en cuanto entró en la tienda. Estaba mirando las estanterías, pero su piel pareció detectar como un radar la cercanía de Nick. Sintió un hormigueo nervioso, el pelo de su nuca se erizó, levantó la mirada y allí estaba él. Al instante se estremeció, y sus pezones se endurecieron. La turbación que le causó aquella reacción que no podía dominar hizo que la sangre le afluyera a la cara.
Por el rabillo del ojo vio que el señor Hearst se envaraba y por primera vez creyó las cosas que Nick le había dicho acerca de cómo lo miraba la gente del pueblo. Nick todavía no había hecho nada, no había dicho ni una palabra y, sin embargo, resultaba evidente que al señor Hearst lo molestaba que estuviera en su tienda.
Miley se volvió rápidamente hacia las estanterías. No se atrevía a mirar a Nick a la cara. Se puso aún más colorada al pensar en cómo se había comportado, en cómo se había lanzado a sus brazos como una solterona sedienta de sexo. La certeza de que eso era precisamente lo que él pensaba no contribuía a que se sintiera mejor; lo de solterona no podía negarlo, pero al sexo nunca le había prestado mucha atención hasta que Nick la había tomado en sus brazos. Cuando pensaba en las cosas que había hecho...
Tenía la cara en llamas. Y el cuerpo también. No podía hablar con él. ¿Qué pensaría de ella? Se puso a leer empecinadamente las instrucciones de la caja de la estantería y fingió que no había visto entrar a Nick.
Había leído tres veces las instrucciones cuando reparó en que se estaba comportando igual que esa gente de la que él hablaba: demasiado altanera para dirigirle la palabra, y tan desdeñosa que hasta rehusaba admitir que lo conocía. Miley era por lo general muy comedida, pero de pronto se sintió llena de ira contra sí misma. ¿Qué clase de persona era?
Agarró de un tirón la caja de la estantería, pero ésta pesaba más de lo que creía y estuvo a punto de perder el equilibrio. Cuando se dio la vuelta, Nick estaba poniendo una caja de clavos en el mostrador y sacándose la cartera del bolsillo. El señor Hearst lo miró un instante; luego sus ojos se posaron en Miley, que estaba luchando a brazo partido con la caja.

-Espere, señorita Potter, deje que la ayude con eso -dijo, y se apresuró a salir de detrás del mostrador para agarrar la caja. Al levantarla comenzó a resoplar-. No debe usted cargar con tanto peso. Podría hacerse daño.

Miley se preguntó cómo pensaba el señor Hearst que iba a llevar la caja del coche a su casa si no podía apañárselas ella sola, pero se mordió la lengua y no dijo nada. Siguió al señor Hearst hasta el mostrador, cuadró los hombros, respiró hondo, alzó la mirada hacia Nick y dijo con claridad:

-Hola, señor Mackenzie, ¿qué tal está usted?

Los ojos negros de Nick brillaron, quizá con un destello de advertencia.

-Señorita Potter -dijo secamente, y se tocó con los dedos el ala del sombrero, pero evitó contestar a la educada pregunta de Miley.

El señor Hearst le lanzó a Miley una mirada cortante.

-¿Lo conoce, señorita Potter?
-En efecto. El sábado se me averió el coche y me quedé atascada en la nieve, y el señor Mackenzie me rescató -contestó ella con voz fuerte y clara.

El señor Hearst miró con recelo a Nick.

-Hmm -masculló, y colocó la caja de la estantería en el mostrador para cobrarla.
-Disculpe -dijo Miley-. El señor Mackenzie estaba primero.

Oyó que Nick mascullaba un improperio en voz baja, o al menos le pareció que era un improperio. El señor Hearst se puso colorado.

-No me importa esperar -dijo Nick con voz crispada.

-No quisiera colarme -Miley enlazó las manos sobre su cintura y frunció los labios-. No soy tan maleducada. 

-Las damas primero -dijo el señor Hearst, intentando componer una sonrisa.
Miley le lanzó una mirada severa.
-Las damas no deberían aprovecharse de su género, señor Hearst. Vivimos en una época de justicia e igualdad. El señor Mackenzie estaba delante de mí, y tiene derecho a que lo atienda primero.

Nick meneó la cabeza y le dirigió una mirada incrédula.

-¿Es usted una de esas feministas?

El señor Hearst lo miró con desprecio.

-Tú, indio, no le hables así.
-Espere un momento -Miley procuró dominar su ira y sacudió el dedo hacia el señor Hearst-. Eso ha sido una grosería y estaba completamente fuera de lu-gar. Su madre se avergonzaría de usted, señor Hearst. ¿Acaso no le enseñó mejores modales?

El señor Hearst se puso aún más colorado.

-Mi madre me enseñó muy bien -masculló entre dientes mientras miraba el dedo de Miley.

El dedo de una maestra tenía algo especial; poseía un asombroso poder místico. Hacía que los hombres adultos se acobardaran. Miley, que había reparado en ello muchas veces, había llegado a la conclusión de que el dedo de una maestra era una extensión del dedo materno, y poseía, por tanto, un poder oculto. Las mujeres, al crecer, se liberaban del sentimiento de culpabilidad y desvalimiento que producía aquel dedo acusador, quizá porque la mayoría de ellas se convertían a su vez en madres y desarrollaban su propio dedo del poder; los hombres, en cambio, nunca se libraban de su influjo. El señor Hearst, que no era una excepción, daba la impresión de querer esconderse debajo del mostrador.

-Entonces, estoy segura de que querrá que se sienta orgullosa de usted -dijo con severidad-. Después de usted, señor Mackenzie.

Nick profirió un sonido que parecía casi un gruñido, pero Miley siguió mirándolo con fijeza hasta que sacó el dinero de su cartera y lo dejó sobre el mostrador. Sin decir palabra, el señor Hearst cobró los clavos y le dio el cambio. Nick agarró la caja, dio media vuelta y salió de la tienda sin decir nada.

-Gracias -dijo Miley, más tranquila, y le dedicó al señor Hearst una sonrisa amigable-. Sabía que entendería usted lo importante que es para mí que se me trate equitativamente. No quiero aprovecharme de mi posición como profesora -sus palabras daban a entender que ser profesora era por lo menos tan importante como ser reina, pero el señor Hearst, que se sentía demasiado aliviado como para insistir en el tema, se limitó a asentir con la cabeza, tomó el dinero de Miley, acarreó cuidadosamente la caja hasta el coche y la metió en el maletero-.
-Gracias -dijo Miley otra vez-. Por cierto, Pamela... es su hija, ¿no?

El señor Hearst pareció de pronto alarmado.

-Sí, así es -Pam era su hija menor, la niña de sus ojos.
-Es una chica encantadora, y muy aplicada. Sólo quería que supiera que va muy bien en el colegio. 
Cuando Miley se alejó en su coche, una sonrisa adornaba la cara del señor Hearst.

Nick se paró en la esquina y se quedó mirando por el retrovisor, aguardando a que Miley saliera de la tienda. Estaba tan enfadado que tenía ganas de zarandearla hasta que le crujieran los dientes, y eso lo ponía aún más furioso porque sabía que no podía hacerlo.
¡Condenada mujer! Se lo había advertido, pero ella no le había hecho caso. No sólo había dejado bien claro que se conocían; también había esbozado las circunstancias de su encuentro y hasta había salido en su defensa de un modo que no pasaría desapercibido.
¿Es que no lo había entendido cuando le había dicho que había estado preso y por qué? ¿Acaso pensaba que estaba de broma?
Nick apretó con fuerza el volante. Miley llevaba otra vez el pelo recogido en un moño y aquellas enormes gafas que ocultaban el suave color azul pizarra de sus ojos. Él, en cambio, la recordaba con el pelo suelto y los viejos vaqueros de Joe, que se le ceñían a las piernas y a las finas caderas. Recordaba cómo había enturbiado sus ojos la pasión al besarla. Recordaba la suavidad de sus labios, apretados sin embargo en un ridículo y melindroso mohín.
Si era un poco sensato, se marcharía. Si se mantenía completamente alejado de ella, la gente no tendría nada de qué hablar, como no fuera de las clases que le daba a Joe, y eso no podía parecerles tan mal.
Pero ¿cómo iba a sacar Miley esa caja del coche y a meterla en su casa cuando llegara? Seguramente la caja pesaba más que ella. Se limitaría a ayudarla y, de paso, le echaría una buena bronca por no haberle hecho caso.
Demonios, ¿a quién intentaba engañar? Había probado una vez su sabor, y quería más. Miley era una solterona anticuada y cursi, pero tenía la piel clara y traslucida como un bebé, y un cuerpo esbelto y terso que se curvaría suavemente bajo sus manos. Deseaba tocarla. Después de besarla, de tenerla entre sus brazos, no había ido a ver a Julie Oakes porque el recuerdo de la señorita Potter no se le iba del pensamiento, ni del cuerpo. El deseo todavía lo hacía sufrir. Aquella insatisfacción física resultaba penosa y sólo podía empeorar porque, si de algo estaba seguro, era de que la señorita Potter se hallaba fuera de su alcance.
El coche de Miley arrancó y pasó a su lado. Nick sofocó otra maldición, puso la camioneta en marcha y la siguió lentamente. Ella siguió despacio la carretera de doble sentido que salía del pueblo; luego torció por la estrecha carretera secundaria que llevaba a su casa. Tenía que ver la camioneta tras ella, pero no mostraba indicio alguno de saber que Nick la estaba siguiendo. Condujo derecha a su casa, giró cuidadosamente por el caminito de entrada, cubierto de nieve, y detuvo el coche al otro lado de la casa, como solía.
Nick sacudió la cabeza al aparcar tras ella y salir de la camioneta. Ella ya se había bajado del coche y le sonreía mientras buscaba las llaves en su bolso. ¿Acaso no se acordaba de lo que le había dicho? Nick no podía creer que supiera que había estado en la cárcel por violación y que aun así lo saludara con la misma tranquilidad que si fuera un párroco, a pesar de que eran las dos únicas personas que había en varios kilómetros a la redonda.

-¡Maldita sea, señora! -bramó, y se acercó a ella en dos zancadas de sus largas piernas-. ¿Es que no oyó nada de lo que le dije el sábado?
-Sí, claro que lo oí. Pero eso no significa que tenga que hacerle caso -Nick abrió el maletero y le sonrió-. Ya que está aquí, ¿sería tan amable de llevar esta caja? Se lo agradecería mucho.
-A eso he venido -replicó él secamente-. Sabía que no podía con ella.

Su mal humor no pareció amedrentar a Miley, que se limitó a sonreírle mientras él se echaba la caja al hombro. Luego echó a andar hacia la puerta trasera y la abrió.
Nick notó enseguida que la casa despedía un olor fresco y dulce, y no el olor a moho de una casa vieja que llevaba largo tiempo cerrada. Alzó la cabeza y, a su pesar, inhaló aquel leve aroma.

-¿Qué es ese olor?

Ella se detuvo y olfateó delicadamente.

-¿Qué olor?
-Ese olor dulce. Como a flores.
-¿A flores? Ah, deben de ser los sobrecitos de ambientador de lilas que he puesto en los cajones para ventilarlos. Esos ambientadores suelen ser insoportables, pero los de lilas están bien, ¿no le parece?

Él no sabía nada de sobrecitos de ambientador, fueran lo que fuesen, pero si ella los ponía en todos los cajones, su ropa interior también debía de oler a lilas. Sus sábanas olerían a lilas y al cálido perfume de su cuerpo. Al pensarlo, Nick sintió que su cuerpo se tensaba y, mascullando una maldición, dejó la caja en el suelo con un golpe seco. Aunque hacía mucho frío en la casa, notó que empezaba a sudarle la frente.

-Voy a encender la calefacción -dijo ella, haciendo caso omiso de sus improperios-. La caldera es vieja y hace ruido, pero no tengo leña para la chimenea, así que habrá que aguantarse -mientras hablaba salió de la cocina y se alejó por el pasillo, y su voz se fue haciendo cada vez más débil. Luego regresó y volvió a sonreírle-. Esto se calentará enseguida. ¿Le apetece una taza de té? -le lanzó de nuevo una mirada inquisitiva y añadió-: Que sea café. No parece usted aficionado al té.

Nick ya estaba caliente. Estaba ardiendo. Se quitó los guantes y los tiró sobre la mesa de la cocina.

-¿No sabe que ya debe de ser la comidilla de todo el pueblo? Señora, yo soy indio, y ex presidiario...

-Miley -lo interrumpió ella con energía.

-¿Qué?
-Que me llamo Miley, no señora. Bueno, Miley Elizabeth -mencionó su segundo nombre por costumbre, porque la tía Ardith siempre la llamaba por su nombre completo-. ¿Seguro que no quiere un café? Yo necesito algo que me caliente por dentro.

Nick tiró el sombrero junto a los guantes y se pasó impacientemente la mano por el pelo.

-Está bien. Café.

Miley se dio la vuelta para poner el agua y medir el café, y aprovechó la ocasión para disimular el repentino rubor que le cubría la cara. El pelo de Nick. Se sentía estúpida, pero hasta ese momento no se había fijado en su pelo. Tal vez había estado demasiado molesta, y luego demasiado desconcertada, o tal vez fuera simplemente que sólo se había fijado en sus ojos negros como la noche y no había reparado en lo largo que tenía el pelo. La melena le caía negra, densa y reluciente hasta los anchos hombros, dándole un imponente aspecto pagano. Nick se lo imaginó de inmediato con las piernas y el recio pecho desnudos, cubierto sólo con un taparrabos, y de pronto se le aceleró el pulso.
Nick no se sentó, pero se apoyó contra la encimera, a su lado. Miley mantuvo la cabeza agachada, confiando en que se le pasara el sonrojo. ¿Qué tenía aquel hombre que sólo con verlo se disparaban sus fantasías eróticas? Ella nunca había tenido fantasías, ni eróticas ni de ninguna otra clase. Nunca antes al mirar a un hombre se había preguntado qué aspecto tendría desnudo, pero al pensar en Nick sin ropa sentía una intensa turbación y las manos empezaban a cosquillearle, ansiosas por tocarlo.

-¿Por qué demonios me deja entrar en su casa y hasta me invita a un café? -preguntó él con voz baja y áspera.

Ella lo miró parpadeando, sorprendida.

-¿Y por qué no iba a hacerlo?

Nick creyó que iba a estallar de irritación.

-Señora...
-Miley.

Nick cerró sus grandes manos.

-Miley. ¿Es que no sabe que no conviene dejar entrar en casa a un ex presidiario?
-Ah, eso -ella agitó la mano con gesto de indiferencia-. Seguiría su consejo si de verdad fuera un criminal, pero dado que usted no lo hizo, no creo que convenga aplicarlo en este caso. Además, si fuera un auténtico criminal, no me daría esa clase de consejos.

Nick apenas podía creer que diera por supuesta su inocencia con tanta facilidad.

-¿Cómo sabe que no lo hice?
-Porque no lo hizo.
-¿Y tiene algún motivo para llegar a esa conclusión, Sherlock, o se basa sólo en su intuición femenina?
Ella se giró bruscamente y lo miró con enojo.

-No creo que un violador sea capaz de tratar a una mujer con la ternura con la que... me trató usted a mí -dijo en un susurro, y volvió a ponerse colorada. Avergonzada por la ridícula manera en que se sonrojaba una y otra vez, se llevó las manos a la cara para disimular su rubor.

Nick apretó los dientes, en parte porque ella era blanca y, por tanto, inaccesible para él, en parte porque era una jodida ingenua y en parte porque deseaba tanto tocarla que le palpitaba todo el cuerpo.

-No se haga ilusiones porque la besé el otro día -dijo con aspereza-. Llevo mucho tiempo sin una mujer y estoy...
-¿Salido? -preguntó ella.

A Nick le chocó la incongruencia de aquella palabra puesta en los melindrosos labios de Miley Potter.

-¿Qué?
-Salido -repitió ella-. Se lo he oído decir a mis alumnos. Significa...
-¡Ya sé lo que significa!
-Ah. Bueno, ¿es así como estaba? O como está todavía, creo.

Nick sintió unas ganas casi incontrolables de reír, pero consiguió convertir en tos su carcajada.

-Sí, todavía lo estoy.

Ella puso cara de pena.

-Tengo entendido que puede ser muy molesto.
-Para un tío es difícil, sí.

Pasó un instante; luego, Miley puso unos ojos como platos y sin darse cuenta de lo que hacía deslizó la mirada por el cuerpo de Nick. De inmediato volvió a levantar la cabeza.

-Ah. Ya veo. Quiero decir que... lo entiendo.

El deseo de tocarla era de pronto tan intenso que Nick se sintió incapaz de resistirlo. Tenía que tocarla aunque fuera del modo más leve. Puso las manos sobre sus hombros y se deleitó en su fragilidad, en la delicadeza de sus articulaciones.

-No, creo que no lo entiende. No puede usted relacionarse conmigo y seguir trabajando en este pueblo. La tratarán como a una leprosa, o como a una ramera. Seguramente hasta perderá su trabajo.

Ella apretó los labios y un brillo belicoso afloró a sus ojos.

-Me gustaría ver a alguien intentar despedirme por relacionarme con un ciudadano que respeta las leyes y paga sus impuestos. Me niego a fingir que no lo conozco.
-Hay formas y formas de conocerse. Ya sería una imprudencia que fuéramos amigos. Pero, si nos acostáramos, le harían la vida imposible.

Nick notó que Miley se tensaba bajo sus manos.

-No creo haberle pedido que se acueste conmigo -dijo ella, y volvió a sonrojarse. No había dicho nada al respecto, desde luego, pero Nick sabía que había imaginado cómo sería hacer el amor con él.
-Sí, me lo ha pedido, pero es tan jodidamente ingenua que no se entera de lo que hace -masculló-. Podría abalanzarme sobre usted ahora mismo, cariño, y lo haría si tuviera la más remota idea de lo que me está pidiendo. Pero no tengo ganas de que una blanca melindrosa vaya por ahí gritando que la he violado.
Créame, a un indio no le dan el beneficio de la duda.

-¡Yo nunca haría eso!

Él esbozó una agria sonrisa.

-Sí, eso ya me lo han dicho antes. Seguramente soy el único hombre que la ha besado y cree tener ganas de más, ¿no? Pero el sexo no es bonito y romántico, es ardiente y hace sudar, y seguramente no le gustará la primera vez. Así que hágame el favor de buscarse otro conejillo de indias. Ya tengo suficientes problemas sin añadirla a usted a la lista.

Miley se apartó de él, apretó con fuerza los labios y parpadeó tan rápidamente como pudo para contener las lágrimas. No pensaba ponerse a llorar por nada del mundo.

-Lamento haberle dado esa impresión -dijo con voz crispada, pero firme-. Es verdad que nunca me habían besado, pero estoy segura de que eso no lo sorprende. Está claro que no soy miss América. Si mi... reacción estuvo fuera de lugar, le pido disculpas. No volverá a ocurrir -se volvió bruscamente hacia el armario-. El café está listo. ¿Cómo lo quiere?

Nick recogió su sombrero sintiendo que un músculo vibraba en su mandíbula.

-Olvídese del café -masculló mientras se ponía el sombrero y recogía sus guantes.

Ella no lo miró.

-Muy bien. Adiós, señor Mackenzie.

Nick salió dando un portazo y Miley se quedó allí parada, con la taza de café vacía en la mano. Si de veras aquello era un adiós, no sabía cómo iba a ser capaz de soportarlo.



HOLA A TODAS SE QUE LAS ABANDONE Y LA VERDAD EL PENULTIMO AÑO  DE SECUNDARIA ES EL PEOR Y NO TENIA TIEMPO PARA NADA HACE POCO EMPECE LAS VACACIONES DE INVIERNO Y COMO QUE HAY MUCHAS COSAS DE ADOLESCENTES QUE HACER CUANDO NO VAS A LA ESCUELA ESTARE TRANTANDO DE SUBIR MAS SEGUIDO...MIL PERDONES A MIS LECTORAS! 
BESOS