martes, 21 de enero de 2014

Para Siempre-Capitulo 11

Capitulo 11



Dos días más tarde, La Gazette y el Times informaron de que lady Miley Seaton, condesa de Langston —cuyo compromiso con Nicholas Fielding, marqués de Wakefield, había sido previamente anunciado—, haría su presentación formal en sociedad en un baile que celebraría dentro de quince días su primo, el duque de Atherton.
Aún no había digerido la buena sociedad londinense aquellas excitantes noticias cuando fueron testigos de una súbita explosión de actividad en la residencia palaciega del marqués de Wakefield en el número seis de Upper Brook Street.
Primero llegaron dos coches en los que viajaban, además de criados de menor rango, Northrup, el mayordomo; O’Malley, el jefe de los criados, y la señora Craddock, la cocinera. A aquellos vehículos les siguió pronto un largo furgón, que llevaba al ama de llaves, varias doncellas, tres pinches de cocina, cuatro criados subalternos y una montaña de baúles.
Poco después llegó otro coche con la señorita Flossie Wilson, la tía soltera del duque, una dama oronda con un rostro de querubín; mejillas sonrosadas enmarcadas por rizos rubios. Sobre la cabeza llevaba un delicioso sombrerito morado, que habría sido más adecuado para una dama mucho más joven y que daba a la señorita Flossie un aspecto de muñeca de trapo envejecida. La señorita Flossie, que era un personaje famoso entre la alta sociedad, descendió del coche, saludó alegremente a dos amigas que pasaban por allí y se apresuró a subir los escalones de la entrada principal de la mansión de su sobrino en Brook Street.
De toda aquella actividad tomaron debida nota las damas y los caballeros elegantes que desfilaron ociosamente por Upper Brook Street con sus mejores galas, pero nada de eso creó el salvaje revuelo que se generó al día siguiente, cuando observaron el elegante coche burdeos de Nicholas Fielding, tirado por cuatro caballos rucios de paso bailarín que se pararon inteligentemente delante de la casa del número seis.
Del suntuoso interior del carruaje con crespones salió Charles Fielding, duque de Atherton, seguido de una joven dama que solo podía ser la prometida de Nicholas Fielding. La joven dama bajó con soltura los escalones del coche, apoyando la mano en el brazo del duque y se detuvo, contemplando con sonriente incredulidad la lujosa mansión de cuatro pisos, con sus amplias ventanas en arco.
—¡Dios santo, es ella! —exclamó el joven lord Wiltshire desde su aventajada posición en medio de la calle—. Es la condesa Langston —añadió, clavándole enfáticamente el codo en el pecho de su compañero.
—¿Cómo lo sabes? —exigió lord Crowley, alisando una arruga inexistente de su ultrajada chaqueta.
—Es evidente hasta para la más humilde inteligencia que es ella... mírala, es una belleza. Una belleza incomparable.
—Si no puedes verle la cara —señaló razonablemente su amigo.
—No tengo necesidad, ¡panoli! Si no fuera hermosa, nunca habría recibido un ofrecimiento de Wakefield. ¿Lo has visto alguna vez con alguna mujer que no fuera una rutilante belleza?
—No —admitió lord Crowley. Levantó su monóculo, miró a través de él y emitió un silbido grave de sorpresa—. Tiene el cabello rojo. No lo habría imaginado ni en un millón de años.
—No es rojo, es más dorado que rojo.
—Es bermejo —discutió lord Crowley. Al cabo de un momento de pensarlo con más detalle, declaró—: el bermejo es un color encantador. Siempre lo he preferido.
—¡Y una porra! Nunca has ido por una cabellera bermeja. No está de moda en absoluto.
—Ahora lo está —predijo lord Crowley sonriendo.
Bajando el monóculo dirigió una mirada petulante a su amigo—. Creo que mi tía Mersiey conoce a Atherton, recibirá una invitación al baile de presentación de la condesa Langston. Creo que iré con ella y... —dejó de hablar y observó fijamente cómo la joven dama de la que hablaban volvía al coche y buscaba algo. Al cabo de un instante, un inmenso animal plateado y gris bajó como un rayo y saltó tras sus talones, con lo cual el trío procedió a subir los escalones principales—. ¡Malditos sean mis ojos si eso no era un lobo!
Lord Crowley respiró aterrorizado.
—Tiene estilo —decretó el otro joven cuando recuperó la voz—. Nunca oí hablar de una mujer que tuviera un lobo como mascota. Tiene mucho estilo la condesa. Será original, seguro.
Ansioso por difundir la noticia de que habían echado un primer vistazo a la misteriosa dama Miley Seaton, los dos jóvenes se separaron y se apresuraron hacia sus respectivos clubes.
A la noche siguiente, cuando Nicholas llegó a Londres y entró en White's por primera vez después de meses, con la intención de disfrutar de unas pocas horas de relajación jugando a cartas antes de ir al teatro, ya era un hecho profusamente conocido y aceptado que su prometida era una fulgurante belleza y una aclamada marcadora de tendencias. A raíz de esto, en lugar de poder jugar tranquilo, Nicholas vio interrumpido repetidas veces su juego por conocidos que le felicitaban por su excelente gusto y su buena suerte, e insistían en felicitarle y ofrecerle sus mejores deseos para su futura felicidad.
Después de soportar durante dos horas aquella farsa, estrechar manos y recibir palmaditas en la espalda, se le ocurrió que, a pesar de lo que Charles parecía pensar, no era bueno para la buena sociedad creer que Miley estaba comprometida con él. Nicholas basó esta conclusión en la sencilla observación de que ninguno de los solteros casaderos que le felicitaban se atreverían a ofenderle cortejando a su novia prometida. Por tanto, se propuso alentarlos a que la persiguieran, agradeciéndoles su buenos deseos, pero añadiendo un desmentido.
—El asunto no está del todo arreglado entre nosotros aún —murmuró—. Lady Seaton no está del todo segura de que sus afectos estén permanentemente fijos en mí... no me conoce lo bastante.
Decía aquellas cosas porque eran necesarias, pero estaba muy disgustado con toda la farsa y muy indignado por estar obligado a representar el papel de un posible novio cuya prometida estaba a punto de darle la patada.
Hacia las nueve, cuando su carruaje llegó frente a la elegante casa de Williams Street que le había proporcionado a su amante, Nicholas estaba de muy mal humor. Subió los escalones y llamó impaciente a la puerta.
La doncella que le abrió miró sus duras facciones y dio un paso atrás, nerviosa y alarmada.
—La se... señorita Sybil me ha dado instrucciones para que le diga que no desea volver a verle.
—¿Oh? —dijo Nicholas con voz sedosa—. ¿Es eso cierto?
La pequeña doncella, que sabía perfectamente bien que su sueldo lo pagaba aquel hombre terroríficamente alto y poderoso que estaba amenazadoramente ante ella, asintió, tragó saliva y añadió disculpándose:
—Sí, milord. Sabe... la señorita Sybil ha leído lo del baile de su prometida, al que usted asistirá, y se ha metido en la cama. Está allí ahora mismo.
—¡Excelente! —exclamó rudamente Nicholas.
De ningún modo iba a tolerar una rabieta de Sybil aquella noche, esquivó a la doncella, subió la escalera y abrió de par en par la puerta del dormitorio de Sybil.
Entornó los ojos ante la arrebatadora belleza de la mujer que estaba reclinada en la cama en medio de una montaña de almohadas satinadas.
—¿Tienes un ataque de melancolía, querida? —inquirió fríamente, apoyando el hombro contra la puerta cerrada.
Los ojos verdes de Sybil lanzaban furiosas chispas contra él, pero no se dignó a responder.
Nicholas tenía los nervios, que ya habían sido puestos a prueba, a punto de explotar.
—Sal de la cama y vístete —ordenó en una voz peligrosamente baja—. Esta noche vamos a una fiesta. Te envié una nota.
—¡No voy a ir a ninguna parte contigo, nunca más!
Nicholas empezó a desabotonarse con indiferencia la chaqueta.
—En ese caso, muévete. Pasaremos la noche justo donde te encuentras.
—¡Bestia en celo! —explotó la belleza tempestuosa, saltando de la cama en un revoloteo de muselina de seda rosada mientras él se acercaba—. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a pensar que puedes acercarte a mí después de ese artículo del Times! ¡Sal de mi casa!
Nicholas la miró impasivo.
—¿Debo recordarte que esta es mi casa? Yo soy el dueño.
—Entonces me iré —le gritó. A pesar de su exhibición de desafío, le temblaba la barbilla y, tapándose la cara, rompió a llorar—. Nicholas, cómo has podido —lloraba y su cuerpo se estremecía con sus desgarradores sollozos—. ¡Me dijiste que tu compromiso era una parodia y te creí! Yo... yo nunca te perdonaré por esto. Nunca...
La rabia abandonó el rostro de Nicholas y fue reemplazada por un toque de sorprendido arrepentimiento mientras escuchaba lo que parecía un auténtico llanto desconsolado.
—¿Te ayudará esto a perdonarme? —preguntó con serenidad. Metió la mano en el bolsillo y sacó una caja plana de terciopelo, la abrió con el pulgar y se la ofreció.
Sybil espió entre sus dedos y lanzó una exclamación al contemplar una resplandeciente pulsera de diamantes descansando sobre un lecho de terciopelo negro. La levantó reverencialmente de su nido aterciopelado y la apretó contra su mejilla. Levantó los deslumbrados ojos hasta los de Nicholas y dijo:
—Nicholas, por el collar a juego, te perdonaría cualquier cosa!
Nicholas, que estaba a punto de convencerla de que no tenía intención de casarse con Miley, echó hacia atrás la cabeza y soltó unas sonoras carcajadas.
—Sybil —rió, sacudiendo la cabeza como si él mismo se divirtiera tanto como le divertía a ella—. Creo que es tu cualidad más atrayente.
—¿Cuál? —preguntó, olvidando la pulsera mientras estudiaba sus sardónicos rasgos.
—Tu sincera e irredenta codicia —afirmó sin ningún deje malicioso—. Todas las mujeres son codiciosas, pero tú, al menos, eres sincera. Ahora ven aquí y demuéstrame lo complacida que estás con tu nueva baratija.
Sybil se entregó a su abrazo obedientemente, pero sus ojos estaban algo preocupados cuando levantó la cara para recibir el beso de Nicholas.
—Tú... tú no tienes muy alta opinión de las mujeres, ¿verdad, Nicholas? No solo sientes un secreto desdén por mí... sino por todas nosotras, ¿no es cierto?
—Creo —murmuró con evasivas, desatando las cintas satinadas de sus senos— que las mujeres son criaturas deliciosas en la cama.
—¿Y fuera de la cama? ¿Cómo son?
Ignoró la pregunta y le quitó el batín de los hombros, excitó sus pezones con dedos expertos hasta producir una rápida reacción. Tomó sus labios en un beso de salvaje exigencia, la cogió en brazos y la llevó hasta la cama. Sybil olvidó que Nicholas no había respondido a su pregunta.

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