martes, 21 de enero de 2014

Para Siempre-Capitulo 12


Capitulo 12
(Celos mode ON)





Miley estaba sentada en el sofá de su dormitorio, entre cajas apiladas recién llegadas de la casa de madame Dumosse que contenían aún más ropa que añadir a la sorprendente variedad de vestidos de paseo, trajes de montar, vestidos de baile, sombreros, chales, guantes largos franceses de cabritilla y zapatillas, que casi llenaban todo el espacio de almacenamiento disponible de su habitación.
—¡Milady! —exclamó Ruth emocionada mientras desenvolvía una capa de satén azul marino con una amplia capucha ribeteada de armiño—. ¿Ha visto alguna vez algo tan hermoso?
Miley levantó la vista de la carta de Dorothy.
—Es preciosa —admitió débilmente—. Con esta, ¿cuántas capas tengo?
—Once —respondió Ruth, acariciando la suave piel blanca—. No, doce. Había olvidado la de terciopelo amarillo, forrada de marta cibelina. ¿O son trece? Déjeme pensarlo: cuatro capas de terciopelo, cinco de satén, dos de piel y tres de lana. ¡Catorce en total!
—Es difícil creer que solía arreglármelas muy bien solo con dos —suspiró Miley sonriendo—. Y cuando vuelva a casa, tres o cuatro serán más que suficiente. Parece un desperdicio que lord Fielding gaste su dinero en ropa que no podré usar después de unas semanas. En Portage, Nueva York, las damas no llevan ropa tan elegante —concluyó Miley, dirigiendo su atención a la carta de Dorothy.
—¿Cuando vuelva a casa? —susurró Ruth alarmada—. ¿Qué quiere decir? Le suplico que me disculpe, milady, perdone la pregunta.
Miley no la oyó, estaba releyendo la carta, que había llegado aquel día.

Querida Miley,
Recibí tu carta hace una semana y me emocionó mucho saber que vienes a Londres, pues espero verte de inmediato. Le dije a la abuela que deseaba verte, pero en lugar de quedarnos en Londres, salimos al día siguiente para la casa de campo de la abuela, que está a poco más de una hora de viaje desde un lugar llamado Wakefield Park. Ahora estoy en el campo y tú en la ciudad. Miley, creo que la abuela desea mantenernos separadas y eso me pone muy triste y muy furiosa. Debemos maquinar algún modo para vernos, pero te lo dejo a ti, pues tú eres mucho mejor tramando planes que yo.
Tal vez sea la única que imagina las intenciones de la abuela, no puedo estar segura. Es severa, pero no ha sido cruel conmigo. Desea que me convierta en lo que ella llama «un buen partido» y para ese fin tiene en mente un caballero llamado Winston. Tengo docenas de espléndidos vestidos nuevos de todos los colores, aunque no puedo ponérmelos hasta que haga mi presentación, lo que parece una tradición muy peculiar. Y la abuela dice que no puedo hacer mi presentación hasta que tú estés comprometida con alguien, lo cual es otra tradición. Las cosas eran mucho más sencillas en casa, ¿no crees?
Le he explicado a la abuela innumerables veces que tú estás prácticamente comprometida con Andrew Bainbridge y que yo deseo seguir una carrera musical, pero ella parece no escuchar.
La abuela nunca te menciona, pero yo le hablo de ti igualmente, pues estoy decidida a ablandarla y que te pida que vivas con nosotras. No me prohíbe hablar contigo; es solo que nunca dice nada cuando lo hago, lo cual me hace pensar que prefiere simular que tú no existes. Se limita a escucharme con una expresión en su cara que podría definir como «ausente» y no dice nada en absoluto.
En realidad, le he estado dando la lata acerca de ti, pero discretamente,— como te prometí que haría. Al principio, solamente hablaba de ti, inyectando tu nombre en la conversación siempre que era posible. Cuando la abuela comentó que yo tenía una cara bonita, le dije que tú eras mucho más linda; cuando ella comentó mi habilidad en el piano, le dije que tú tenías más talento; cuando ella comentó que mis modales eran aceptables, le dije que los tuyos eran exquisitos.
Cuando todo eso fracasó para hacerle comprender lo unidas que estamos y lo mucho que te echo de menos, me vi obligada a tomar medidas más drásticas y así llevé tu retrato pequeño, que tanto quiero, al estudio y lo puse encima de la repisa de la chimenea. La abuela no dijo nada, pero al día siguiente me envío a dar una vuelta por Londres y, cuando regresé, el retrato volvía a estar en mi habitación.
Al cabo de unos días, esperaba que algunas amigas la visitasen, de modo que me colé en su salón favorito y les enseñé una bonita muestra de tus dibujos de las escenas de Portage, los que me diste para que me acordara de casa. Cuando las damas las vieron, todas alabaron tu talento, pero la abuela no dijo nada. Al día siguiente me envió a Yorkshire y, cuando regresé al cabo de dos días, los dibujos estaban de nuevo en mi habitación en un armario.
Esta noche, ella vuelve a recibir y me pidió que tocara el piano para sus amigos. Interpreté para ellos, pero mientras tocaba, canté la canción que tú y yo escribimos cuando éramos niñas y que titulamos Hermanas para siempre, ¿te acuerdas? Podría decir, por la expresión de la abuela, que le molestó muchísimo. Cuando sus amigas se fueron, me informó que había decidido enviarme a Devonshire durante una semana entera.
Si la vuelvo a provocar, me da la sensación de que me enviará a Bruselas o a algún lugar durante todo un mes. Sin embargo, yo perseveraré. Por ahora es suficiente.
Debiste sorprenderte mucho al saber que habían anunciado tu compromiso con lord Fielding. ¡Cómo se preocuparía Andrew si lo supiera! No obstante, como todo esto está arreglado ahora y nada saldrá de ello, debes disfrutar de tus nuevos vestidos y no sentirte mal por no haber podido guardar el período adecuado de luto por mamá y papá en Inglaterra. Yo llevo guantes negros, que dice la abuela es el modo adecuado de guardar luto en Inglaterra, aunque hay quien se viste de negro durante seis meses y luego de gris durante los seis meses siguientes.
La abuela no cree en desobedecer las convenciones e incluso aunque ha aceptado lo que le he dicho sobre que estás comprometida con Andrew, como así es, no podré presentarme en sociedad hasta la próxima primavera. Dice que debe pasar todo un año tras la muerte de un familiar próximo para que a alguien se le permita asistir a nada, salvo a asuntos tranquilos e informales. No me importa lo más mínimo, porque la perspectiva de bailes y todo lo que conlleva me asusta mucho. Escríbeme y dime si es tan malo como parece.
La abuela irá a Londres de vez en cuando para asistir al teatro, que le gusta mucho, y me ha prometido que podré acompañarla de vez en cuando. Te avisaré en cuanto sepa cuándo será y tramaremos un modo de vernos.
Ahora debo irme, la abuela ha contratado un tutor para que me enseñe a comportarme en sociedad cuando haga mi presentación. Hay tanto que aprender que la cabeza me da vueltas...

Miley guardó la carta en un cajón, miró el reloj que había encima de la repisa de la chimenea y suspiró. Sabía muy bien lo que Dorothy quería decir con su última frase, porque la señorita Flossie Wilson había estado taladrándole la cabeza con reglas de comportamiento y decoro durante casi dos semanas y ahora tenía otra lección.
—¡Ah, estás aquí! —sonrió la señorita Flossie cuando Miley entró en el salón—. Hoy creo que debemos abordar las maneras correctas de dirigirse a los miembros de la nobleza. No podemos arriesgarnos a que cometas un error en tu baile de mañana por la noche.
Suprimiendo la salvaje necesidad de agarrarse las faldas y salir huyendo de la casa. Miley se sentó cerca de Charles, frente a la señorita Flossie. Durante casi dos semanas, la señorita Flossie la había arrastrado desde la modista hasta el sombrerero, pasando por el zapatero, en medio de aparentemente interminables lecciones de comportamiento, baile y francés. Durante estas lecciones, la señorita Flossie escuchaba la dicción de Miley, observaba su más mínimo gesto y le preguntaba sobre sus habilidades e intereses, asintiendo todo el rato con su rizada cabeza y moviendo los dedos de una manera que a Miley le parecía un pajarito inquieto.
—Bueno, entonces —canturreó la señorita Flossie—. Empezaré por los duques. Como te decía ayer, duque es el título, no real, más alto de la nobleza británica. Los duques son técnicamente «príncipes», pero, aunque te pueda parecer que un príncipe es de rango más elevado, debes recordar que los hijos reales nacen príncipes, pero se crían en el rango de duque. ¡Nuestro querido Charles —concluyó triunfante e innecesariamente— es un duque!
—¡Sí! —convino Miley, devolviendo al tío Charles una simpática sonrisa.
—Después de duque viene marqués. Un marqués es el heredero de un ducado. ¡Y por esa razón a nuestro querido Nicholas se le llama marqués! Luego viene conde, vizconde y por último barón. ¿Te lo escribo, querida?
—No —se apresuró a asegurarle Miley—. Lo tengo en la cabeza.
—Eres una niña muy lista —la halagó la señorita Flossie con aprobación—. Entonces veamos las maneras de dirigirse a ellos. Cuando hablas a un duque, debes llamarle «su excelencia», «nunca» —advirtió en tono grave— te dirijas a un duque como «milord». A una duquesa también debes llamarla «su excelencia». Sin embargo, puedes llamar a los otros nobles «milord» y a sus esposas «milady», que es la forma adecuada de dirigirse a ellos. Cuando seas duquesa, ellos se dirigirán a ti como «su excelencia» —acabó triunfante—. ¿No es emocionante?
—Sí —murmuró Miley incómoda.
El tío Charles le había explicado por qué era necesario para la sociedad creer que su compromiso con Nicholas era real y, como Flossie Wilson era una parlanchina, había decidido que debía creer lo mismo que todos.
—He obtenido permiso de las patronas de Almack para que bailes el vals en tu presentación, querida, pero basta de este tema. ¿Ahora vamos a repasar una sección del Debrett's Peerage[1] —pero Northrup salvó de tal agonía a Miley, al irrumpir en el salón, aclararse la garganta y anunciar la llegada de la condesa Collingwood.
—Hágala entrar, Northrup —indicó jovialmente el tío Charles.
Caroline Collingwood entró en el salón, vio los libros de etiqueta y el ejemplar del Debrett's Peer age y dirigió una mirada conspiradora a Miley.
—Tenía la esperanza de que me podrías acompañar a dar un paseo por el parque —le dijo a Miley.
—¡Nada me gustaría más! —exclamó Miley—. ¿Le importaría mucho, señorita Flossie? ¿Tío Charles?
Ambos le dieron su permiso y Miley corrió escalera arriba para peinarse y coger el sombrero.
Mientras la esperaba, Caroline se dirigió educadamente a los dos ancianos ocupantes del salón.
—Imagino que deben de estar muy ansiosos por que llegue mañana por la noche.
—¡Oh, sí, mucho! —corroboró la señorita Flossie, asintiendo mientras movía enérgicamente sus rizos rubios—. Miley es una damita adorable, aunque no tengo por qué decírselo, pues ya la conoce. Sus encantadores modales, tan espontáneos y sociables. ¡Y qué ojos! También tiene una figura adorable. Confío en que tendrá un gran éxito. Sin embargo, no puedo evitar desear que fuera rubia —la señorita Flossie suspiró e inclinó la cabeza con desánimo, ajena a las trenzas de color caoba de lady Collingwood—. El rubio está de moda, ya sabe. —Su mirada de pájaro voló hacia Charles—. ¿Te acuerdas de lord Hornby cuando era joven? Yo pensaba que era el hombre más guapo de la tierra. Su cabello pelirrojo y aquel discurso tan atractivo. Su hermano era muy bajo... —Y así continuó, saltando de un tema a otro como de rama en rama.


Miley echó una mirada al parque y se reclinó en el carruaje descapotado, cerrando los ojos con absoluta felicidad.
—¡Qué apacible es esto —le dijo a Caroline—, y qué amable has sido al venir a rescatarme tantas tardes con estos paseos por el parque!
—¿Qué estabas estudiando cuando he llegado?
—Las formas correctas de dirigirme a los miembros de la aristocracia y sus esposas.
—¿Y las dominas? —preguntó Caroline.
—Por completo —se jactó Miley, reprimiendo una risita cansada e irreverente—. Lo único que tengo que hacer es llamar a los hombres «milord», como si fueran Dios y a sus esposas «milady», como si yo fuera su doncella.
La risa de Caroline arrancó una carcajada a Miley.
—Lo que me resulta más difícil es el francés —admitió—. Mi madre nos enseñó a Dorothy y a mí a leerlo, y eso lo hago bastante bien, pero no puedo recordar las palabras que necesito cuando intento hablarlo.
Caroline, que hablaba muy bien francés, intentó ayudarla.
—A veces es mejor aprender frases útiles de un idioma, en lugar de aprender palabras; entonces necesitas pensar cómo juntarlas y el resto ya vendrá. Por ejemplo, ¿cómo me pedirías útiles de escritura en francés?
Monpot d'enere veut vous empmnter votre stylof —se aventuró Miley.
Los labios de Caroline temblaron de risa contenida.
—Acabas de decir: «Mi tintero desea prestarte tu pluma».
—Al menos me he acercado —comentó Miley y ambas estallaron en risas.
Los ocupantes de los otros carruajes que circulaban por el parque se volvieron hacia el sonido musical de su júbilo y de nuevo se percibió que la elegante condesa Collingwood demostraba una particular parcialidad por lady Miley Seaton, un hecho que se añadía considerablemente al creciente prestigio que tenía entre aquellos que ya la habían conocido.
Miley se inclinó sobre Lobo, que solía acompañarlas en sus salidas y le acarició la cabeza.
—¿No es sorprendente que haya aprendido de mi padre matemáticas y química con bastante facilidad, pero el francés se me resista? Tal vez no lo capte porque aprenderlo me parece tan inútil.
—¿Por qué inútil?
—Porque Andrew llegará pronto y me llevará a casa.
—Te echaré de menos —se lamentó Caroline con nostalgia—. La mayoría de las amistades tardan años en sentirse tan cómodas y agradables como nos sentimos nosotras ahora. Exactamente, ¿cuándo crees que Andrew llegará?
—Le escribí al cabo de una semana de la muerte de mis padres —respondió Miley, colocándose ausente un mechón de cabello en su sitio, bajo el ala plisada de su sombrero amarillo limón—. La carta tardará unas seis semanas en llegarle y él tardará seis semanas en volver a casa. Más otras cuatro o seis semanas en venir en barco desde América hasta aquí. Eso hace un total de unas dieciséis o dieciocho semanas. Mañana hará exactamente dieciocho semanas desde que le escribí.
—Estás suponiendo que recibió la primera carta en Suiza, pero el correo que va a Europa no siempre es fiable. Además, supón que ya se había ido a Francia, donde dijiste que iba después.
—Le di a la señora Bainbridge, la madre de Andrew, una segunda carta para Francia, por si eso ocurría —suspiró Miley—. Si entonces hubiera sabido que iba a estar en Inglaterra ahora, él podría haberse quedado aquí en Europa, lo cual habría sido mucho más conveniente. Por desgracia, no lo sabía, de modo que todo lo que le dije en las primeras cartas era que mis padres habían muerto en un accidente. Estoy segura de que se fue a América en cuanto se enteró.
—Entonces, ¿por qué no llegó a América antes de que tú salieras para Inglaterra?
—Probablemente no hubo tiempo suficiente. Imagino que llegó al cabo de una semana o dos de mi partida.
Caroline dirigió una mirada pensativa y vacilante a Miley.
—Miley, ¿le has dicho al duque de Atherton que estás segura de que Andrew vendrá a buscarte?
—Sí, pero él no me cree. Y como no me cree, ha decidido que debo pasar aquí la temporada.
—¿Pero no te parece extraño que quiera que tú y lord Fielding simuléis estar prometidos? No quiero inmiscuirme —se disculpó enseguida Caroline—. Si prefieres no hablar de esto conmigo, lo comprenderé.
Miley movió la cabeza enfáticamente.
—Deseaba hablar contigo de esto, pero no quería aprovecharme de nuestra amistad desahogándome contigo.
—Yo me he desahogado contigo —respondió sencillamente Caroline—. Y para eso son los amigos: para hablar de lo que les preocupa. No puedes imaginarte lo maravilloso y raro que es encontrar una amiga entre «la buena sociedad» que sé que no dirá una palabra de lo que le cuento a nadie.
Miley sonrió.
—En ese caso... tío Charles dice que la razón por la que quiere que todo el mundo crea que estoy prometida es porque esto hace más fácil que me libre de otros «líos» y «complicaciones». Como mujer comprometida, dice, puedo disfrutar de toda la emoción de mi presentación en sociedad sin sentir la más leve presión por parte de mis pretendientes o de la sociedad, cosa que no sucedería si fuera casadera.
—En cierto modo, tiene razón —comentó Caroline con expresión algo perpleja—, pero se va a meter en un montón de problemas solo para evitar que los caballeros te presionen con sus pretensiones.
Miley contempló pensativa los pulcros lechos de narcisos que florecían junto al camino.
—Lo sé y me pregunto por qué lo hará. El tío Charles me tiene cariño y a veces tengo la sensación de que aún alberga la esperanza de que lord Fielding y yo lleguemos a casarnos si Andrew no viene a por mí.
La preocupación enturbió los ojos grises de Caroline.
—¿Crees que existe semejante posibilidad?
—En absoluto —respondió Miley sonriendo de buena gana.
Con un suspiro de alivio, Caroline se reclinó contra los cojines.
—Bueno, me preocuparía por ti si te casaras con lord Fielding.
—¿Por qué? —le preguntó Miley, realmente había despertado su curiosidad.
—Me gustaría no tener que decirlo —murmuró Caroline abatida—, pero supongo que tengo que... que debo decírtelo. Si tu Andrew no viene a por ti, deberías saber qué tipo de hombre es en realidad lord Fielding. Hay salones en los que le admiten, pero no es realmente bienvenido...
—¿Y por qué no?
—Por un motivo, hubo una especie de escándalo hace cuatro años. No sé los detalles porque yo era demasiado joven en aquella época para tener conocimiento de ningún rumor realmente escandaloso. La semana pasada, le pedí a mi marido que me lo contara, pero es amigo de lord Fielding y no quiso hablar de ello. Dice que fue una tontería falsa que hizo circular una mujer despechada y me prohibió preguntarle a nadie, porque dijo que eso volvería a suscitar el viejo rumor.
—La señorita Flossie dice que la «buena sociedad» está siempre inflamada de rumores y que la mayoría es humo —comentó Miley—. Sea lo que fuera, estoy segura de que oiré hablar de ello dentro de pocas semanas.
—No creo —predijo enfáticamente Caroline—. En primer lugar, eres una mujer joven y soltera, nadie te dirá nada, siquiera levemente, escandaloso por temor a ofender tu sensibilidad o que te desmayes. En segundo lugar, la gente murmura sobre los demás, pero rara vez va con el cuento a las personas implicadas. Es la naturaleza del rumor, que se difunde a espaldas de quienes están más íntimamente implicados en la historia.
—Donde hace el mayor daño y provoca la mayor excitación —coincidió Miley—. El rumor no nos era desconocido en Portage, Nueva York, y también allí suscita las mayores conversaciones ociosas.
—Tal vez, pero hay más contra lo que deseo advertirte —prosiguió Caroline, con aspecto culpable, pero decidida a proteger a su amiga—. Debido a su rango y su fortuna, a lord Fielding se le considera un buen partido, y hay muchas damas que también lo encuentran extraordinariamente atractivo. Por estas tres razones, se codean con él. Sin embargo, él no las ha tratado nada bien. En realidad, en algunas ocasiones ha sido absolutamente rudo. Miley —concluyó en tono de abierta condena—, lord Fielding no es un caballero.
Esperaba alguna reacción de su amiga, pero cuando Miley se limitó a mirarla como si ese defecto del carácter de lord Fielding no fuera más importante que un cuello arrugado, Caroline suspiró y siguió acometiendo.
—Los hombres le temen tanto como las damas, no solo porque es muy frío y distante, sino porque corren rumores de que se batió en duelos en la India. Dicen que luchó en docenas de duelos y mató a sus oponentes a sangre fría, sin la menor emoción y sin el menor arrepentimiento, dicen que desafiaba a un hombre a un duelo a la más mínima ofensa...
—No lo creo —exclamó Miley con inconsciente lealtad hacia Nicholas.
—Puede que no lo creas, pero los demás sí, y la gente le teme.
—Entonces, ¿le hacen el vacío?
—Al contrario —explicó Caroline—. Lo consienten. Nadie se atreve a ignorarlo.
Miley—Seguramente, no todo el mundo que lo conoce le teme.
—Casi todo el mundo. A Robert le gusta de verdad y se ríe cuando le digo que hay algo siniestro en lord Fielding. Sin embargo, una vez oí a la madre de Robert decir a un grupo de amigas que lord Fielding era perverso, que utilizaba a las mujeres y luego se libraba de ellas.
—No puede ser tan malo como eso. Tú misma has dicho que se considera un buen partido...
—En este momento se considera el mejor partido de Inglaterra.
—¡Lo ves! Si la gente creyera que es tan terrible como tú piensas, ninguna joven dama, ni su madre, intentaría casarse con él.
Caroline se burló delicadamente.
—¡Por un ducado y una magnífica fortuna, hay quien se casaría con Barbazul!
Como Miley se limitó a reírse, el rostro de Caroline se enturbió de confusión.
—¿Miley, a ti no te parece extraño ni te asusta?
Miley pensó detenidamente la respuesta mientras el conductor dirigía el carruaje de regreso hacia la casa de Nicholas. Recordó la mordedura desatada de la afilada lengua de Nicholas cuando llegó por primera vez a Wakefield y su temible cólera cuando la pescó nadando en el arroyo. Recordó el modo delicado en que hacía trampas en las cartas, en que la consoló la noche que ella estaba llorando y se rió de su intento de ordeñar la vaca. Y recordó también el modo en que la había abrazado fuerte contra su cuerpo y la había besado con fiera y exigente ternura, pero de inmediato expulsó esos recuerdos de su mente.
—Lord Fielding tiene mucho genio —empezó lentamente—, pero he notado que pronto se le pasa la rabia y lo pasado, pasado está. Yo me parezco mucho a él en ese aspecto, aunque no monto en cólera con tanta facilidad. Y él no me desafió a un duelo cuando le amenacé con dispararle —añadió con humor—, así que no creo que sea tan propenso a disparar a la gente. Si me pidieras que lo describiese —concluyó Miley—, probablemente diría que es un hombre extraordinariamente generoso que incluso puede ser amable por debajo de su...
—¡Bromeas!
Miley sacudió la cabeza e intentó explicarse.
—Yo lo veo de manera distinta a como lo ves tú. Intento ver a las personas tal como mi padre me enseñó a hacer.
—¿Te enseñó a estar ciega ante sus defectos? —preguntó desesperadamente Caroline.
—En absoluto, pero era médico y me enseñó a observar las causas de las cosas, no solo los síntomas. Por eso, siempre que alguien se comporta extrañamente, empiezo a preguntarme «por qué» hace lo que hace y siempre hay una razón. Por ejemplo, ¿has notado alguna vez que cuando la gente no se encuentra bien, suele tener mal carácter?
Caroline asintió al instante.
—Mis hermanos se ponen furiosos como demonios si se sienten siquiera un poco indispuestos.
—Eso es lo que quiero decir: tus hermanos no son mala gente, pero cuando no se encuentran bien, se ponen de mal humor.
—Entonces, ¿crees que lord Fielding está enfermo?
—Creo que no es muy feliz, que es lo mismo que no sentirse bien. Aparte de eso, mi padre me enseñó a dar más importancia a los actos de las personas que a lo que dicen. Si ves a lord Fielding de ese modo, él ha sido muy bueno conmigo. Me ha dado un hogar y más ropas hermosas que las que podré usar en toda mi vida e incluso me permite entrar a Lobo en la casa.
—Debes tener una comprensión superior de la gente —observó Caroline en voz baja.
—No, no creas —la contradijo Miley arrepentida—. Pierdo los nervios y me hieren con la misma facilidad que todo el mundo. Hasta que poco después recuerdo que debo intentar comprender por qué la persona me ha tratado de ese modo.
—¿No te da miedo lord Fielding, ni siquiera cuando esta enfadado?
—Solo un poco —admitió Miley compungida— Pero, no lo he visto desde que vinimos a Londres, así que tal vez me siento valiente porque hay una distancia entre nosotros.
—Ya no —comentó Caroline, asintiendo significativamente hacia el elegante coche negro lacado con un sello dorado estampado en la puerta que aguardaba frente al numero 6 de Upper Brook Street— Ese es el blasón de lord Fielding en el coche negro —le explicó porque Miley parecía no comprender—. Y el coche que está aparcado detrás es el nuestro, lo que significa que mi marido debe de haber terminado sus negocios pronto y ha decidido venir a buscarme.
El corazón de Miley dio un curioso salto al saber que Nicholas estaba allí, una reacción que inmediatamente se transformó en culpabilidad nerviosa por haber hablado de él con Caroline.
Ambos caballeros estaban en el salón, escuchando educadamente a la señorita Flossie, que los torturaba con un largo y deslavazado monólogo sobre el progreso de Miley en las dos últimas semanas, libremente salpicado de entusiastas comentarios sobre su propia presentación en sociedad, que había tenido lugar hacía casi cincuenta años. Miley echó una mirada a los rasgos contraídos de Nicholas y llegó a la conclusión de que estaba estrangulando mentalmente a la dama.
—¡Miley! —exclamó la señorita Flossie aplaudiendo alegremente con sus pequeñas manitas—. ¡Por fin vuelves! Les estaba hablando a estos caballeros de tu talento para el piano y están ansiosos por oírte tocar —jovialmente ajena a la expresión sardónica de Nicholas cuando se oyó a sí mismo repetir: «ansiosos», la señorita Flossie acompañó a Miley hasta el piano e insistió en que tocara algo en aquel mismo instante.
Sin poder negarse, Miley se sentó en el banco y miró a Nicholas, que estaba concentrado en quitarse una pelusa de sus pantalones azul oscuro de corte perfecto. No podía parecer más aburrido hasta que bostezó. También estaba increíblemente guapo, se percató Miley, y sintió otro temblor nervioso, que se amplificó exponencialmente ante su sonrisa diletante y burlona cuando la miró.
—Nunca he conocido a una mujer que supiera nadar, disparar, domesticar animales salvajes y... —concluyó—, tocar el piano. Oigámosla.
Miley podía adivinar por el tono de su voz que esperaba que tocara medianamente y quería evitar dar un recital en aquel momento, en que estaba inexplicablemente nerviosa.
—El señor Wilheim nos dio clases a Dorothy y a mí para pagar a mi padre por tratarle su enfermedad pulmonar, pero Dorothy es mucho mejor pianista que yo. Hasta hace dos semanas, llevaba meses sin tocar y me falta práctica —apresurándose a excusarse—. Mi Beethoven es mediocre y...
Su pobre esperanza de conseguir un indulto se vino abajo cuando Nicholas levantó desafiante una ceja y señaló significativamente con la cabeza hacia el teclado.
Miley suspiró y capituló.
—¿Os gustaría escuchar algo en concreto?
—Beethoven —afirmó secamente.
Miley le miró exasperada, lo cual solo sirvió para ampliar la sonrisa de Nicholas, pero inclinó la cabeza y se preparó para hacer lo que le había pedido. Deslizó tentativamente los dedos sobre el teclado, luego se detuvo, con las manos posadas sobre las teclas. Cuando las volvió a bajar, la habitación resonó con la melodía vibrante y dramática y los triunfantes crescendos de la Sonata de piano en fa menor de Beethoven, explotando con todo el poder, la fuera y cadenciosa dulzura del pasaje.
En el vestíbulo detrás del salón, Northrup dejó de pulir un cuenco de plata y cerró encantado los ojos, escuchando cautivado. En el zaguán, O’Malley dejó de reprender a un subordinado y ladeó la cabeza hacia el salón, sonriendo ante el sonido de la música, capaz de levantar los ánimos, que se interpretaba en casa de lord Fielding.
Cuando Miley acabó, todos en el salón estallaron en un aplauso espontáneo, salvo Nicholas, que se arrellanó en el sillón, con una taimada sonrisa en los labios.
—¿Posees alguna otra «mediocre» habilidad? —la azuzó, pero sus ojos expresaban un sincero cumplido y cuando Miley lo vio, la llenó de un absurdo placer.
Caroline y su marido se fueron poco después, prometiendo ver a Miley en el baile de la noche siguiente y la señorita Flossie los acompañó hasta la puerta. A solas con Nicholas, Miley se sentía inexplicablemente tímida y de repente rompió a hablar para disimularlo.
—Me... me sorprende verte aquí.
—No pensarías que iba a perderme tu presentación... —la provocó con una deslumbrante sonrisa—. No he perdido por completo la compostura, sabes. Se supone que estamos prometidos. ¿Qué dirían si no aparezco?
—Milord... —empezó.—Eso suena muy bien —comentó, riendo—. Muy respetuoso. Nunca antes me habías llamado así.
Miley le miró con severidad.
—Y no lo habría hecho si la señorita Flossie no me hubiera estado metiendo títulos y formas de dirigirse en la cabeza durante días interminables. Sin embargo, lo que empezaba a decir era que no soy muy buena mintiendo, la idea de decir a la gente que estamos comprometidos me resulta monstruosamente incómoda. El tío Charles no ha escuchado mis objeciones, pero no creo que este simulacro sea buena idea.
—No lo es —convino tajante Nicholas—. El motivo de que disfrutes de esta temporada es presentarte a tus posibles maridos...
Miley abrió la boca para insistir en que Andrew iba a ser su marido, pero Nicholas levantó la mano y corrigió su última afirmación.
—El propósito es presentarte a posibles maridos, en el caso de que Ambrose no venga corriendo a tu rescate.
—Andrew—corrigió Miley—. Andrew Bainbridge.
Nicholas le restó importancia encogiéndose de hombros.
—En lo referente al tema de nuestro compromiso, quiero contarte lo que he estado diciendo.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que aún no está todo cerrado o que tú no sabes si estás segura de tus sentimientos hacia mí. Eso dejará la puerta abierta a tus otros pretendientes y ni siquiera Charles podrá poner objeciones.
—Preferiría contar la verdad y decir que no estamos prometidos.
Nicholas se pasó la mano por la nuca, haciéndose un masaje en los tensos músculos.
—No puedes. Si uno de nosotros se echa atrás, tan poco tiempo después de tu llegada a Inglaterra, suscitará muchas especulaciones desagradables sobre quién de nosotros se ha arrepentido y por qué.
Miley recordó la descripción que Caroline hizo de la actitud de la buena sociedad con respecto a Nicholas y de inmediato supuso lo que la gente pensaría si ella se echaba atrás. Cuando lo vio de ese modo, estuvo dispuesta a continuar simulando su compromiso. Nada en el mundo devolvería la amabilidad y la generosidad de Nicholas con ella, permitiendo que alguien creyera que lo encontraba repugnante o amenazador como futuro marido.
—Muy bien —admitió—. Diré que las cosas no están del todo cerradas entre los dos.
—Buena chica. Charles ha tenido un fuerte ataque esta mañana y su corazón está débil. No quiero preocuparle sin necesidad y está completamente decidido a verte bien casada.
—Pero ¿qué sucederá cuando Andrew venga para llevarme a casa? —Sus ojos se abrieron al ocurrírsele ese nuevo problema—. ¿Y que pensará la gente aquí cuando te... deje para casarme con Andrew?
A Nicholas le brillaron los ojos divertido por la elección de expresiones de Miley.
—Si eso ocurre, diremos que estás haciendo honor a un compromiso anterior dispuesto por tu padre. En Inglaterra es deber de una hija casarse para complacer a su familia y todo el mundo lo entenderá. Charles te echará de menos, pero si cree que eres feliz, eso amainará el golpe. Sin embargo —añadió—, no creo que eso suceda. Charles me ha hablado de Bainbridge y estoy de acuerdo con él en que probablemente sea un hombre débil que esté refugiado bajo el ala de su madre viuda. Sin tu presencia en América para reforzar su valor y su determinación, no es probable que tenga agallas para desafiar a su madre y venir a buscarte.
—¡Oh, por el amor de...! —estalló Miley, exasperada ante aquel concepto tan malo de Andrew.
—No he acabado —le interrumpió Nicholas con autoridad—. También me parece que tu padre no estaba particularmente ansioso de que os casarais, si no, no habría insistido en la separación para poner a prueba vuestros sentimientos mutuos, cuando os conocéis desde toda la vida. Cuando tu padre murió no estabas prometida a Bainbridge, Miley —terminó Nicholas implacable—. Por tanto, si llama a nuestra puerta, tendrá que ganarse mi aprobación, antes de que le permita casarse contigo y regresar a América.
Miley se debatía entre la rabia y la risa ante tal descaro.
—¡Qué valor! —saltó, mientras sus pensamientos se atropellaban unos a otros—. No lo conoces y ya has decidido qué tipo de hombre es. Y ahora dices que no me puedo ir con él a menos que supere tu inspección, ¡tú que casi me echas con cajas destempladas el mismo día en que llegué a Wakefield! —Era todo tan absurdo que Miley se puso a reír—. Sabes, nunca tengo la más leve idea de lo próximo que vas a hacer para sorprenderme. No sé qué hacer contigo.
—Todo lo que tienes que hacer —le expuso Nicholas, con una sonrisa interrogante asomando en los labios— es echar un vistazo a la actual tropa de lechuguinos londinenses en las próximas semanas, elegir al que quieras y traérmelo para que le dé mi bendición. Nada podría ser más fácil... Estaré trabajando en mi estudio casi cada día.
—¿Aquí?—exclamó Miley, ahogando una sonrisa horrorizada ante la descripción del modo en que debía comportarse en su búsqueda de marido—. Pensé que ibas a quedarte en casa de tío Charles.
—Iré a dormir allí, pero trabajaré aquí. La casa de Charles es muy incómoda. Los muebles son viejos y las habitaciones pequeñas y oscuras. Además, nadie pensará nada si me quedo aquí durante el día, mientras tengas la carabina adecuada, como así es. No hay motivo para que me molesten cuando trabajo. Hablando de carabinas, ¿te ha mareado ya Flossie Wilson con su cháchara?
—Es muy amable —respondió Miley, tratando de no reírse.
—Nunca había oído hablar tanto a una mujer para decir tan poco.
—Tiene buen corazón.
—Es cierto —admitió, con la atención fija en el reloj—. Esta noche tengo que ir a la ópera. Cuando Charles vuelva, dile que he estado aquí y que volveré mañana a tiempo para recibir a los invitados.
—Muy bien —con una mirada insolente y risueña, Miley añadió—: pero te advierto que será para mí un placer cuando llegue Andrew y te veas obligado a admitir lo equivocado que estabas en todo.
—No cuentes con ello.
—¡Oh, claro que cuento con ello! Le pediré a la señora Craddock que haga un pastel de cuervo y te obligaré a comértelo mientras te miro.
En sorprendido silencio, Nicholas bajó la mirada hacia su rostro elevado y sonriente.
—No tienes miedo a nada, ¿verdad?
—No te tengo miedo a ti —anunció despreocupadamente.
—Pues deberías —le advirtió, y con ese enigmático comentario se fue.




[1] La Dehrett 's Peerage and Baronetage es una guía del peerage (títulos aristocráticos) británico, que fue publicada por primera vez en Londres en 1802 por John Debrett. (N. de la T.)

Para Siempre-Capitulo 11

Capitulo 11



Dos días más tarde, La Gazette y el Times informaron de que lady Miley Seaton, condesa de Langston —cuyo compromiso con Nicholas Fielding, marqués de Wakefield, había sido previamente anunciado—, haría su presentación formal en sociedad en un baile que celebraría dentro de quince días su primo, el duque de Atherton.
Aún no había digerido la buena sociedad londinense aquellas excitantes noticias cuando fueron testigos de una súbita explosión de actividad en la residencia palaciega del marqués de Wakefield en el número seis de Upper Brook Street.
Primero llegaron dos coches en los que viajaban, además de criados de menor rango, Northrup, el mayordomo; O’Malley, el jefe de los criados, y la señora Craddock, la cocinera. A aquellos vehículos les siguió pronto un largo furgón, que llevaba al ama de llaves, varias doncellas, tres pinches de cocina, cuatro criados subalternos y una montaña de baúles.
Poco después llegó otro coche con la señorita Flossie Wilson, la tía soltera del duque, una dama oronda con un rostro de querubín; mejillas sonrosadas enmarcadas por rizos rubios. Sobre la cabeza llevaba un delicioso sombrerito morado, que habría sido más adecuado para una dama mucho más joven y que daba a la señorita Flossie un aspecto de muñeca de trapo envejecida. La señorita Flossie, que era un personaje famoso entre la alta sociedad, descendió del coche, saludó alegremente a dos amigas que pasaban por allí y se apresuró a subir los escalones de la entrada principal de la mansión de su sobrino en Brook Street.
De toda aquella actividad tomaron debida nota las damas y los caballeros elegantes que desfilaron ociosamente por Upper Brook Street con sus mejores galas, pero nada de eso creó el salvaje revuelo que se generó al día siguiente, cuando observaron el elegante coche burdeos de Nicholas Fielding, tirado por cuatro caballos rucios de paso bailarín que se pararon inteligentemente delante de la casa del número seis.
Del suntuoso interior del carruaje con crespones salió Charles Fielding, duque de Atherton, seguido de una joven dama que solo podía ser la prometida de Nicholas Fielding. La joven dama bajó con soltura los escalones del coche, apoyando la mano en el brazo del duque y se detuvo, contemplando con sonriente incredulidad la lujosa mansión de cuatro pisos, con sus amplias ventanas en arco.
—¡Dios santo, es ella! —exclamó el joven lord Wiltshire desde su aventajada posición en medio de la calle—. Es la condesa Langston —añadió, clavándole enfáticamente el codo en el pecho de su compañero.
—¿Cómo lo sabes? —exigió lord Crowley, alisando una arruga inexistente de su ultrajada chaqueta.
—Es evidente hasta para la más humilde inteligencia que es ella... mírala, es una belleza. Una belleza incomparable.
—Si no puedes verle la cara —señaló razonablemente su amigo.
—No tengo necesidad, ¡panoli! Si no fuera hermosa, nunca habría recibido un ofrecimiento de Wakefield. ¿Lo has visto alguna vez con alguna mujer que no fuera una rutilante belleza?
—No —admitió lord Crowley. Levantó su monóculo, miró a través de él y emitió un silbido grave de sorpresa—. Tiene el cabello rojo. No lo habría imaginado ni en un millón de años.
—No es rojo, es más dorado que rojo.
—Es bermejo —discutió lord Crowley. Al cabo de un momento de pensarlo con más detalle, declaró—: el bermejo es un color encantador. Siempre lo he preferido.
—¡Y una porra! Nunca has ido por una cabellera bermeja. No está de moda en absoluto.
—Ahora lo está —predijo lord Crowley sonriendo.
Bajando el monóculo dirigió una mirada petulante a su amigo—. Creo que mi tía Mersiey conoce a Atherton, recibirá una invitación al baile de presentación de la condesa Langston. Creo que iré con ella y... —dejó de hablar y observó fijamente cómo la joven dama de la que hablaban volvía al coche y buscaba algo. Al cabo de un instante, un inmenso animal plateado y gris bajó como un rayo y saltó tras sus talones, con lo cual el trío procedió a subir los escalones principales—. ¡Malditos sean mis ojos si eso no era un lobo!
Lord Crowley respiró aterrorizado.
—Tiene estilo —decretó el otro joven cuando recuperó la voz—. Nunca oí hablar de una mujer que tuviera un lobo como mascota. Tiene mucho estilo la condesa. Será original, seguro.
Ansioso por difundir la noticia de que habían echado un primer vistazo a la misteriosa dama Miley Seaton, los dos jóvenes se separaron y se apresuraron hacia sus respectivos clubes.
A la noche siguiente, cuando Nicholas llegó a Londres y entró en White's por primera vez después de meses, con la intención de disfrutar de unas pocas horas de relajación jugando a cartas antes de ir al teatro, ya era un hecho profusamente conocido y aceptado que su prometida era una fulgurante belleza y una aclamada marcadora de tendencias. A raíz de esto, en lugar de poder jugar tranquilo, Nicholas vio interrumpido repetidas veces su juego por conocidos que le felicitaban por su excelente gusto y su buena suerte, e insistían en felicitarle y ofrecerle sus mejores deseos para su futura felicidad.
Después de soportar durante dos horas aquella farsa, estrechar manos y recibir palmaditas en la espalda, se le ocurrió que, a pesar de lo que Charles parecía pensar, no era bueno para la buena sociedad creer que Miley estaba comprometida con él. Nicholas basó esta conclusión en la sencilla observación de que ninguno de los solteros casaderos que le felicitaban se atreverían a ofenderle cortejando a su novia prometida. Por tanto, se propuso alentarlos a que la persiguieran, agradeciéndoles su buenos deseos, pero añadiendo un desmentido.
—El asunto no está del todo arreglado entre nosotros aún —murmuró—. Lady Seaton no está del todo segura de que sus afectos estén permanentemente fijos en mí... no me conoce lo bastante.
Decía aquellas cosas porque eran necesarias, pero estaba muy disgustado con toda la farsa y muy indignado por estar obligado a representar el papel de un posible novio cuya prometida estaba a punto de darle la patada.
Hacia las nueve, cuando su carruaje llegó frente a la elegante casa de Williams Street que le había proporcionado a su amante, Nicholas estaba de muy mal humor. Subió los escalones y llamó impaciente a la puerta.
La doncella que le abrió miró sus duras facciones y dio un paso atrás, nerviosa y alarmada.
—La se... señorita Sybil me ha dado instrucciones para que le diga que no desea volver a verle.
—¿Oh? —dijo Nicholas con voz sedosa—. ¿Es eso cierto?
La pequeña doncella, que sabía perfectamente bien que su sueldo lo pagaba aquel hombre terroríficamente alto y poderoso que estaba amenazadoramente ante ella, asintió, tragó saliva y añadió disculpándose:
—Sí, milord. Sabe... la señorita Sybil ha leído lo del baile de su prometida, al que usted asistirá, y se ha metido en la cama. Está allí ahora mismo.
—¡Excelente! —exclamó rudamente Nicholas.
De ningún modo iba a tolerar una rabieta de Sybil aquella noche, esquivó a la doncella, subió la escalera y abrió de par en par la puerta del dormitorio de Sybil.
Entornó los ojos ante la arrebatadora belleza de la mujer que estaba reclinada en la cama en medio de una montaña de almohadas satinadas.
—¿Tienes un ataque de melancolía, querida? —inquirió fríamente, apoyando el hombro contra la puerta cerrada.
Los ojos verdes de Sybil lanzaban furiosas chispas contra él, pero no se dignó a responder.
Nicholas tenía los nervios, que ya habían sido puestos a prueba, a punto de explotar.
—Sal de la cama y vístete —ordenó en una voz peligrosamente baja—. Esta noche vamos a una fiesta. Te envié una nota.
—¡No voy a ir a ninguna parte contigo, nunca más!
Nicholas empezó a desabotonarse con indiferencia la chaqueta.
—En ese caso, muévete. Pasaremos la noche justo donde te encuentras.
—¡Bestia en celo! —explotó la belleza tempestuosa, saltando de la cama en un revoloteo de muselina de seda rosada mientras él se acercaba—. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a pensar que puedes acercarte a mí después de ese artículo del Times! ¡Sal de mi casa!
Nicholas la miró impasivo.
—¿Debo recordarte que esta es mi casa? Yo soy el dueño.
—Entonces me iré —le gritó. A pesar de su exhibición de desafío, le temblaba la barbilla y, tapándose la cara, rompió a llorar—. Nicholas, cómo has podido —lloraba y su cuerpo se estremecía con sus desgarradores sollozos—. ¡Me dijiste que tu compromiso era una parodia y te creí! Yo... yo nunca te perdonaré por esto. Nunca...
La rabia abandonó el rostro de Nicholas y fue reemplazada por un toque de sorprendido arrepentimiento mientras escuchaba lo que parecía un auténtico llanto desconsolado.
—¿Te ayudará esto a perdonarme? —preguntó con serenidad. Metió la mano en el bolsillo y sacó una caja plana de terciopelo, la abrió con el pulgar y se la ofreció.
Sybil espió entre sus dedos y lanzó una exclamación al contemplar una resplandeciente pulsera de diamantes descansando sobre un lecho de terciopelo negro. La levantó reverencialmente de su nido aterciopelado y la apretó contra su mejilla. Levantó los deslumbrados ojos hasta los de Nicholas y dijo:
—Nicholas, por el collar a juego, te perdonaría cualquier cosa!
Nicholas, que estaba a punto de convencerla de que no tenía intención de casarse con Miley, echó hacia atrás la cabeza y soltó unas sonoras carcajadas.
—Sybil —rió, sacudiendo la cabeza como si él mismo se divirtiera tanto como le divertía a ella—. Creo que es tu cualidad más atrayente.
—¿Cuál? —preguntó, olvidando la pulsera mientras estudiaba sus sardónicos rasgos.
—Tu sincera e irredenta codicia —afirmó sin ningún deje malicioso—. Todas las mujeres son codiciosas, pero tú, al menos, eres sincera. Ahora ven aquí y demuéstrame lo complacida que estás con tu nueva baratija.
Sybil se entregó a su abrazo obedientemente, pero sus ojos estaban algo preocupados cuando levantó la cara para recibir el beso de Nicholas.
—Tú... tú no tienes muy alta opinión de las mujeres, ¿verdad, Nicholas? No solo sientes un secreto desdén por mí... sino por todas nosotras, ¿no es cierto?
—Creo —murmuró con evasivas, desatando las cintas satinadas de sus senos— que las mujeres son criaturas deliciosas en la cama.
—¿Y fuera de la cama? ¿Cómo son?
Ignoró la pregunta y le quitó el batín de los hombros, excitó sus pezones con dedos expertos hasta producir una rápida reacción. Tomó sus labios en un beso de salvaje exigencia, la cogió en brazos y la llevó hasta la cama. Sybil olvidó que Nicholas no había respondido a su pregunta.