lunes, 30 de septiembre de 2013

Para Siempre-Capitulo 3

Capitulo 3



—Su excelencia, la duquesa viuda de Claremont —entonó mayestáticamente el mayordomo desde el umbral del salón donde estaba sentado Charles Fielding, duque de Atherton.
El mayordomo dio un paso a un lado y entró una imponente anciana, seguida por su abogado de semblante tenso. Charles Fielding la miró, con los penetrantes ojos de color avellana rebosantes de odio.
—No te molestes en levantarte, Atherton —soltó la duquesa con sarcasmo, fulminándole con la mirada mientras este permanecía deliberada e insolentemente sentado.
Sin mover una pestaña, permaneció con la vista fija, en un silencio sepulcral. Charles Fielding, que estaba en mitad de la cincuentena, era aún un hombre atractivo, de cabello espeso y entrecano y ojos castaños, pero la enfermedad había causado estragos en él. Demasiado delgado para su altura, surcaban su rostro profundas arrugas de tensión y fatiga.
Incapaz de provocar una respuesta, la duquesa se dirigió al mayordomo:
—¡En esta habitación hace demasiado calor! —espetó, golpeando el bastón de puño enjoyado contra el suelo—. Corra las cortinas y deje entrar un poco de aire.
—¡Déjelo todo como está! —gritó Charles, con una voz teñida por el odio que la mera visión de la duquesa le había despertado.
La duquesa le dirigió una mirada fulminante.
—No he venido aquí a asfixiarme —dijo en tono amenazador.
—Entonces vete.
Su delgado cuerpo se envaró con la rigidez del resentimiento.
—No he venido aquí a asfixiarme —insistió apretando los dientes—. He venido aquí a informarte de mi decisión sobre las hijas de Katherine.
—¡Hazlo —exclamó Charles— y luego vete!
Los ojos de la dama se entornaron, furiosos, y el aire parecía romperse con su hostilidad, pero en lugar de irse, se dejó caer despacio en una silla. A pesar de su avanzada edad, la duquesa se sentaba tan tiesa y regia como una reina; en lugar de una corona un turbante púrpura adornaba su cabeza y en su mano tenía un bastón en lugar de cetro.
Charles la observó con precavida sorpresa, pues estaba convencido de que, si había insistido en celebrar aquel encuentro, era solo para tener la satisfacción de decirle en la cara que la disposición de las hijas de Katherine no le importaba lo más mínimo. No esperaba que se sentara, como si tuviera algo más que decir.
—¿Has visto la miniatura de las chicas? —declaró.
Bajó la vista hacia la miniatura que tenía en las manos y sus largos dedos se crisparon de manera convulsiva y protectora en torno a ella. Un dolor desnudo le ensombreció los ojos al contemplar a Miley. Era la viva imagen de su madre: la imagen de su hermosa y amada Katherine.
—Miley es la viva imagen de su madre —prorrumpió su excelencia de repente.
Charles levantó la mirada hasta cruzarla con la de ella y de inmediato su rostro se endureció.
—Soy consciente de ello.
—Bien. Entonces comprenderás por qué no acogeré a esa muchacha en mi casa. Yo aceptaré a la otra. —Levantándose, como dando por concluido aquel asunto, miró a su abogado—. Haga que el doctor Morrison reciba un talón bancario para cubrir sus gastos y otro para cubrir el pasaje en barco de la chica más joven.
—Sí, excelencia —respondió el abogado con una reverencia—. ¿Queda algo más?
—Sí, queda mucho más —profirió la duquesa con voz crispada y tensa—. Debo presentar a la muchacha en sociedad, deberé proporcionarle una dote, buscarle un marido...
—¿Y qué pasa con Miley? —interrumpió Charles con virulencia—. ¿Qué planeas hacer con la mayor?
La duquesa frunció el ceño.
—Ya te lo he dicho... esa muchacha me recuerda a su madre y no la alojaré en mi casa. Si la quieres, puedes quedártela. Querías desesperadamente a su madre, por lo que recuerdo. Y era obvio que Katherine te quería; incluso en el momento de su muerte pronunció tu nombre. Podrás cobijar a una imagen de Katherine, en su lugar. Te mereces tener que mirar a la mocosa.
La mente de Charles aún daba vueltas de gozosa incredulidad cuando la vieja duquesa añadió, arrogante:
—Cásala con quien te plazca, con cualquiera, salvo con ese sobrino tuyo. Hace veintidós años no toleré una alianza entre tu familia y la mía y sigo prohibiéndola.
Yo... —como si se le hubiera ocurrido algo, se interrumpió bruscamente y en sus ojos se reflejó el brillo de un triunfo maligno—. ¡Casaré a Dorothy con el hijo de Winston! —anunció alegremente—. Quise que Katherine se casase con el padre y se negó por tu culpa. Casaré a Dorothy con el hijo: ¡Al fin y al cabo conseguiré esa alianza con los Winston! —Una lenta y maliciosa sonrisa se expandió en su rostro arrugado y se echó a reír ante la expresión abatida de Charles—. ¡Después de todos estos años, voy a lograr el casamiento más espléndido de la década!
Y diciendo eso, salió de la sala seguida de su abogado.
Charles observó cómo se marchaba, con emociones que fluctuaban entre la amargura, el odio y la alegría. Esa perversa vieja perra le había dado sin saberlo algo que ansiaba más que la propia vida: le había dado a Miley, la hija de Katherine, la imagen de Katherine. Una felicidad que casi pertenecía al pasado inundó a Charles, seguida casi de inmediato por un estallido de ira. Esa taimada, cruel y maquinadora vieja estaba a punto de conseguir una alianza con los Winston, tal como siempre había querido. Estuvo dispuesta a sacrificar la felicidad de Katherine para conseguir esa relevante alianza y ahora iba a salirse con la suya.
La rabia de Charles ante la idea de que la vieja duquesa consiguiese también lo que siempre había anhelado casi eclipsaba la alegría que sentía por tener a Miley. Y entonces, de repente, se le ocurrió una idea. Entornó los ojos y empezó a darle vueltas, a repensarla y estudiarla. Y lentamente esbozó una sonrisa.
—Dobson —llamó nervioso a su mayordomo—. Tráeme papel y pluma. Quiero escribir un anuncio de compromiso. Haz que se entregue al Times de inmediato.
—Sí, excelencia.
Charles miró al viejo criado, con los ojos ardiendo de febril júbilo.
—Se equivocaba, Dobson —anunció—. ¡Esa vieja bruja estaba equivocada!
—¿Equivocada, excelencia?
—¡Sí, equivocada! ¡No es ella quien va a hacer el más espléndido casamiento de la década, sino yo!


Era un rito; cada mañana aproximadamente a las nueve en punto, Northrup, el mayordomo, abría la puerta principal de madera maciza de la palatina mansión campestre del marqués de Wakefield y un criado le tendía una copia del Times que había comprado en Londres.
Tras cerrar la puerta, Northrup cruzaba el vestíbulo de mármol y le daba el periódico a otro criado que se encontraba al final de la gran escalera.

—El ejemplar del Times de su señoría —recitó.
Aquel criado llevó el periódico por el vestíbulo y entró en el comedor, donde Nicholas Fielding, marqués de Wakefield, acababa, como de costumbre, su colación matutina y leía el correo.
—Su copia del Times, milord —murmuró el sirviente con timidez mientras lo colocaba junto a la taza de café del marqués y luego le retiraba el plato.
Sin mediar palabra, el marqués cogió el periódico y lo abrió.
Aquellos gestos se realizaban con la precisión impecable y perfectamente orquestada de un minueto, pues lord Fielding era un amo muy riguroso y exigía que sus propiedades y casas de la ciudad funcionasen con la misma precisión que una máquina bien engrasada.
Sus criados le temían, lo consideraban una deidad fría, amedrentadora e inaccesible a la que se esforzaban desesperadamente en complacer.
Las entusiastas bellezas londinenses a las que Nicholas llevaba a bailes, óperas, piezas teatrales —y a la cama— sentían más o menos lo mismo, pues él las trataba más o menos con el mismo sincero afecto que trataba a sus criados. Sin embargo, las damas lo miraban con disimulado deseo allí donde fuera, pues a pesar de su actitud cínica, le rodeaba un aura inconfundible de virilidad que hacía latir con fuerza los corazones femeninos.
Su espeso cabello era negro como el carbón, sus penetrantes ojos, del mismo verde que el jade indio, y sus labios firmes y de forma sensual. La fuerza severa e inquebrantable estaba tallada en cada rasgo de su rostro bronceado por el sol, desde las rectas cejas oscuras hasta la prominencia arrogante de la barbilla y la mandíbula. Incluso su constitución física era poderosamente masculina; medía más de metro ochenta, tenía amplias espaldas, caderas estrechas y piernas y muslos firmes y musculosos. Estuviera montando a caballo o danzando en un baile, Nicholas Fielding descollaba entre los demás hombres como un magnífico felino de la selva, rodeado de garitas inofensivas y domesticadas.
Como lady Wilson-Smyth comentó una vez entre risas, Nicholas Fielding era tan peligrosamente atractivo como el pecado e indudablemente igual de perverso.
Muchos eran de la misma opinión, pues cualquiera que mirara aquellos cínicos ojos verdes suyos era capaz de percibir que no había ni una fibra inocente ni ingenua en su ágil y musculoso cuerpo. A pesar de eso —o debido a eso—, las damas se acercaban a él como mariposas nocturnas a una llama abrasadora, ávidas de experimentar el calor de su pasión o disfrutar de la calidez de una de sus raras y perezosas sonrisas. Damas sofisticadas y casadas planeaban compartir su lecho; damas más jóvenes, en edad casadera, soñaban con ser la que derritiera su helado corazón y ponerlo de rodillas.
Algunos de los miembros más sensibles de la buena sociedad comentaban que lord Fielding tenía una buena razón para ser cínico en lo que a las mujeres se refería. Todo el mundo sabía que la conducta de su esposa cuando se presentó en Londres por primera vez, hacía cuatro años, había sido escandalosa. Desde el momento en que llegó a la ciudad, la hermosa marquesa de Wakefield había tenido una relación amorosa tras otra, ampliamente divulgada. Había puesto los cuernos a su marido repetidas veces; todo el mundo lo sabía, incluido Nicholas Fielding, a quien aparentemente no le importaba...
El criado se detuvo junto a la silla de lord Fielding, con una preciosa cafetera de plata en la mano.
—¿Le apetece más café milord?
Su señoría sacudió la cabeza y volvió la página del Times. El criado hizo una reverencia y se retiró. No esperó a que lord Fielding le contestara en voz alta, pues el señor rara vez se dignaba a hablar a ninguno de sus criados. No conocía la mayoría de sus nombres, tampoco sabía nada de ellos, ni le importaba. Pero al menos no era dado a soltar sermones, como buena parte de la nobleza. Cuando le molestaban, el marqués simplemente dirigía la glaciar carga de su mirada verde sobre el infractor y lo dejaba helado. Nunca, ni siquiera ante la más grande provocación, lord Fielding levantaba la voz.
Por eso, al sorprendido criado casi se le cae la cafetera de plata cuando Nicholas Fielding dio una palmada en la mesa con un estruendo que hizo bailar y rechinar los platos y exclamó con voz atronadora:
—¡Ese hijo de pu/ta! —Se puso en pie de un salto y miró el periódico abierto, con una máscara de furia e incredulidad en el rostro—. ¡Ese maquinador, intrigante...! ¡Es el único que se atrevería!
Dirigiendo una mirada asesina al impávido criado, salió de la habitación en dos zancadas, cogió la capa que le sostenía el mayordomo y salió de la casa como una exhalación, dirigiéndose directamente hacia los establos.
El criado que estaba de pie junto a la silla recientemente desocupada por lord Fielding echó un rápido vistazo al periódico abierto, con la olvidada cafetera aún suspendida de una mano.
—Creo que ha sido algo que ha leído en el Times —murmuró entre dientes, señalando el anuncio de compromiso de Nicholas Fielding, marqués de Wakefield, con la señorita Miley Seaton—. No sabía que su señoría planease casarse —añadió el sirviente.
—Me pregunto si su señoría lo sabía —musitó Northrup, mirando atónito el periódico. De repente, al darse cuenta de que se había olvidado de sí mismo hasta el extremo de comadrear con un inferior, Northrup arrancó el periódico de la mesa y lo cerró con presteza—. Los asuntos de lord Fielding no le incumben, O'Malley. Recuérdelo, si desea permanecer aquí.
Al cabo de dos horas, el carruaje de Nicholas se detenía bruscamente ante la residencia londinense del duque de Atherton. Un mozo de cuadra corrió hacia él y Nicholas le arrojó las riendas, salió del carruaje y subió decididamente la escalera principal de la casa.
—Buenos días, milord —entonó Dobson mientras abría la puerta principal y se hacía a un lado—. Su excelencia le está esperando.
—¡Apuesto a que sí, diantre! —le espetó Nicholas en tono mordaz—. ¿Dónde está?
—En el salón, milord.
Nicholas pasó ante él y atravesó el pasillo, sus grandes zancadas acompasaban su turbulenta ira mientras abría la puerta del salón y avanzaba directamente hacia el hombre digno y de cabellos grises que se sentaba ante la chimenea. Sin más preámbulo, soltó:
—¿Supongo que tú eres el responsable de ese infame anuncio del Times?
Charles le devolvió una mirada arrogante.
—Sí, lo soy.
—Entonces tendrás que enviar otro para desmentirlo.
—No —afirmó Charles implacablemente—. La joven vendrá a Inglaterra y tú vas a casarte con ella. Entre otras cosas, quiero un nieto tuyo y quiero tenerlo en mis brazos antes de dejar este mundo.
—Si quieres un nieto —soltó Nicholas—, todo lo que tienes que hacer es localizar a algún otro de tus bastardos. Estoy seguro de que descubrirás que ya te han dado docenas de nietos.
Charles hizo una mueca de desagrado, pero su voz se volvió más grave y amenazante.
—Quiero un nieto legítimo para presentarlo al mundo como mi heredero.
—Un nieto legítimo —repitió Nicholas con gélido sarcasmo—. Quieres que yo, tu hijo ilegítimo, te dé un nieto legítimo. Dime algo: si todo el mundo cree que soy tu sobrino, ¿cómo pretendes reivindicar a mi hijo como nieto tuyo?
—Lo presentaré como mi sobrino-nieto, pero yo sabré que es mi nieto y eso me basta. —Inalterado por la creciente ira de su hijo, Charles acabó de manera implacable—: Quiero que me des un heredero, Nicholas.
Las sienes de Nicholas le latían mientras luchaba por controlar su ira. Se agachó y apoyó las manos en los reposabrazos del sillón de Charles, con el rostro a pocos milímetros de distancia del anciano. Muy despacio y con mucha claridad, enunció:
—Te lo he dicho antes y te lo digo por última vez, no volveré a casarme. ¿Me entiendes? ¡No volveré a casarme nunca!
—¿Por qué? —exclamó Charles—. No eres un misántropo. Todo el mundo sabe que has tenido queridas y que las tratas bien. En realidad, todas parecen caer rendidas de amor por ti. Es obvio que a las damas les gusta estar en tu cama y es obvio que a ti te gusta tenerlas allí...
—¡Cállate! —explotó Nicholas.
Un espasmo de dolor retorció el rostro de Charles y se llevó la mano al pecho, los largos dedos se crisparon sobre su camisa. Luego bajó con cuidado la mano hasta su regazo.
Nicholas entornó los ojos, pero, a pesar de la sospecha de que Charles estaba solamente fingiendo el dolor, se obligó a guardar silencio mientras su padre proseguía.
—La joven dama que he elegido para que sea tu esposa llegará dentro de tres meses. Tendré un carruaje esperándola en el muelle para que vaya directamente a Wakefield Park. Por mor del decoro, me reuniré con vosotros allí y allí me quedaré hasta que se celebren las nupcias. Conocí a su madre hace mucho tiempo y he visto su parecido con Miley; no te desagradará. —Le tendió la miniatura—. Vamos, Nicholas —le instó con una voz melosa y persuasiva—, ¿no sientes la menor curiosidad hacia ella?
El zalamero intento de Charles endureció los rasgos de Nicholas hasta convertirlos en una máscara de granito.
—Pierdes el tiempo. No lo haré.
—Lo harás —prometió Charles, recurriendo a las amenazas en su desesperación—. Porque si no lo haces, te desheredaré. Ya te has gastado medio millón de libras de tu dinero restaurando mis propiedades, propiedades que nunca serán tuyas a menos de que te cases con Miley Seaton.
Nicholas reaccionó ante la amenaza con furioso desdén.
—Tus preciosas propiedades pueden arder y reducirse a cenizas por lo que a mí respecta. Mi hijo está muerto... ya no me sirve para nada tu herencia.
Charles vio un destello de dolor surcar los ojos de Nicholas cuando mencionó al niño y su tono se ablandó al compartir su pena.
—Admitiré que he actuado precipitadamente al anunciar tu compromiso, Nicholas, pero tenía mis razones. Tal vez no pueda obligarte a casarte con Miley, pero al menos no te predispongas contra ella. Te prometo que no hallarás en ella defecto alguno. Mira, tengo una miniatura suya y podrás comprobar por ti mismo lo hermosa... —La voz de Charles se apagaba mientras Nicholas giraba sobre sus talones y salía a grandes zancadas de la habitación, cerrando la puerta tras él con un estruendo ensordecedor.
Charles miró con el ceño fruncido la puerta cerrada.
—Te casarás con ella, Nicholas —advirtió a su hijo ausente—. Lo harás, aunque tenga que ponerte una pistola en la sien.
Unos minutos más tarde levantó la vista cuando Dobson entró con una bandeja de plata cargada con una botella de champán y dos copas.
—Me he tomado la libertad de elegir algo apropiado para la ocasión —anunció el viejo sirviente, feliz y confiado, dejando la bandeja en la mesa que estaba junto a Charles.
—En ese caso, deberías haber elegido cicuta —sentenció Charles con ironía—. Nicholas ya se ha ido.
Al criado se le aguó la cara.
—¿Ya se ha ido? Pero no he tenido la oportunidad de felicitar a su señoría por sus inminentes nupcias.
—Pues has tenido suerte —le advirtió Charles con una carcajada sombría—. Me temo que te habría partido la cara.
Cuando el mayordomo se fue. Charles cogió la botella de champán, la abrió y se sirvió una copa. Con una sonrisa decidida, levantó la copa en un solitario brindis:
—Por tu próxima boda, Nicholas.




—Solo serán unos minutos, señor Borowski —prometió Miley, Saltando del carro del granjero que cargaba a Dorothy y a sus pertenencias.
—Tómate tu tiempo —respondió mientras llenaba la pipa y sonreía—. Tu hermana y yo no nos iremos sin ti.
—Date prisa, Miley —suplicó Dorothy—. El barco no nos esperará.
—Tenemos mucho tiempo —le tranquilizó el señor Borowski—. Os llevaré a la ciudad y a vuestro barco antes de que caiga la noche, os lo prometo.
Miley subió corriendo la escalera de la imponente casa de Andrew, sobre la colina desde la que se divisaba el pueblo, y llamó a la pesada puerta de roble.
—Buenos días, señora Tilden —saludó a la oronda ama de llaves—. ¿Puedo ver a la señora Bainbridge un momento? Quiero despedirme y darle una carta para que se la envíe a Andrew, así sabrá dónde escribirme cuando esté en Inglaterra.
—Le diré que estás aquí, Miley —respondió la amable ama de llaves con una expresión poco alentadora—, pero dudo que te reciba. Ya sabes cómo se encuentra cuando tiene uno de sus achaques.
Miley asintió sabiamente. Lo sabía todo sobre los «achaques» de la señora Bainbridge. Según el padre de Miley, la madre de Andrew era una quejica crónica que inventaba dolencias para evitar hacer lo que no deseaba hacer y para manipular y controlar a Andrew. Patrick Seaton le había dicho eso a la señora Bainbridge a la cara algunos años atrás, delante de Miley, y la mujer nunca se lo había perdonado, a ninguno de los dos.
Miley sabía que la señora Bainbridge era un fraude y Andrew también. Por esa razón, sus palpitaciones, mareos y hormigueos en las extremidades tenían poco efecto en ninguno de ellos; Miley sabía que este hecho la ponía en contra de la mujer que su hijo había elegido como esposa.
El ama de llaves regresó con una expresión sombría en el rostro.
—Lo siento. Miley, la señora Bainbridge dice que no se encuentra lo bastante bien como para verte. Yo cogeré tu carta para el señor Andrew y se la daré a ella para que se la envíe. Quiere que llame al doctor Morrison —añadió en tono de indignación—. Dice que le zumban los oídos.
—El doctor Morrison se compadece de sus dolores, en lugar de decirle que se levante de la cama y haga algo útil con su vida —resumió Miley con una sonrisa de resignación, cogiendo la carta. Le habría gustado que no fuera tan caro mandar correo a Europa, así ella habría podido enviar sus propias cartas, en lugar de dejar que la señora Bainbridge las incluyese en las que enviaba a Andrew—. Creo que a la señora Bainbridge le gusta más la actitud del doctor Morrison que la de mi padre.
—Si me lo preguntas —confesó la señora Tilden de mal humor—, le gustaba demasiado tu padre. Era casi más de lo que alguien podía soportar, mirarla cómo se engalanaba antes de enviar a buscarlo en mitad de la noche y... no —se interrumpió y rápidamente se enmendó a sí misma—, no es que tu padre, con lo buen hombre que era, le siguiera el juego.
Cuando Miley se hubo ido, la señora Tilden subió la carta.
—Señora Bainbridge —anunció, acercándose al lecho de la viuda—, aquí está la carta de Miley para el señor Andrew.
—Dámela —soltó la señora Bainbridge en una voz sorprendentemente fuerte para una inválida—, y luego manda buscar al doctor Morrison de una vez. Estoy muy mareada. ¿Cuándo se supone que va a llegar el nuevo médico?
—Dentro de una semana —respondió la señora Tilden, entregándole la carta.
Cuando se marchó, la señora Bainbridge se atusó el cabello gris debajo de su gorro de encaje y miró con una mueca de desagrado la carta que descansaba junto a ella sobre su colcha de satén.
—Andrew no se casará con ese ratón de campo —le dijo desdeñosa a su doncella—. ¡Ella no es nada! Me ha escrito dos veces que su prima Madeline de Suiza es una muchacha adorable. Le he dicho eso a Miley, pero la est/úpida bruja no ha hecho ningún caso.
—¿Usted cree que traerá a la señorita Madeline a casa como su esposa? —le preguntó la doncella, ahuecando las almohadas sobre las que se recostaba la señora Bainbridge.
El delgado rostro de la señora Bainbridge se deformó de rabia.
—¡No seas idi/ota! Andrew no tiene tiempo para una esposa. Ya se lo he dicho. Este lugar es más que suficiente como para tenerlo ocupado y su deber es él y yo —cogió la carta de Miley con dos dedos como si estuviera contaminada y se la pasó a la doncella—. Ya sabes qué hacer con esto —dijo fríamente.



—No sabía que hubiera tanta gente ni tanto ruido en todo el mundo —estalló Dorothy desde un muelle del bullicioso puerto de Nueva York.
Los estibadores, acarreando maletas sobre los hombros, subían y bajaban las planchas de docenas de barcos; los cabestrantes crujían en lo alto, mientras las redes de carga, pesadamente abarrotadas, eran elevadas sobre el embarcadero de madera y transportadas sobre los costados de las naves. Las órdenes que gritaban los oficiales desde los barcos se mezclaban con los estallidos de risas estentóreas de los marineros y las obscenas invitaciones proferidas por damas vestidas con gusto chabacano que aguardaban en los muelles a los marinos que desembarcaban.
—Es emocionante —dijo Miley, mirando cómo los dos baúles que contenían todas sus posesiones terrenales eran transportados a bordo del Gull por un par de fornidos estibadores.
Dorothy asintió, pues estaba de acuerdo, pero su rostro se ensombreció.
—Sí, lo es, pero sigo recordando que al final de nuestro viaje nos separaremos, y todo por culpa de nuestra bisabuela. ¿Qué debe estar pensando para negarte su hogar?
—No lo sé, pero no debes pensar en eso —le aconsejó Miley con una sonrisa alentadora—. Piensa solo en cosas bonitas. Mira el río East. Cierra los ojos y huele el aire salado.
Dorothy cerró los ojos e inhaló profundamente, pero arrugó la nariz.
—Huele a pescado muerto. Miley, si nuestra bisabuela te conociera más, sé que querría que fueras con ella. No puede ser tan cruel y tan carente de sentimientos como para separarnos. Le hablaré de ti y le haré cambiar de opinión.
—No debes decir ni hacer nada que la distancie de ti —le advirtió amablemente Miley—. A partir de ahora, tú y yo dependemos por entero de nuestros parientes.
—No me distanciaré de ella si puedo evitarlo —prometió Dorothy—, pero siempre dejaré claro, a la menor ocasión, que debería irte a buscar de inmediato.
Miley sonrió, pero permaneció en silencio y al cabo de un momento, Dorothy suspiró:
—Me consuela algo pensar, aunque me envíen a Inglaterra, en que el señor Wilheim me dijo que, con más práctica y trabajo duro, podría convertirme en una concertista de piano. Dijo que en Londres hay excelentes profesores para enseñarme y guiarme. Preguntaré, no, insistiré en que nuestra bisabuela me permita seguir una carrera musical —concluyó Dorothy, mostrando una vena de determinación que poca gente sospechaba que existía detrás de su dulce y complaciente fachada.
Miley presagió los obstáculos que se le ocurrieron cuando consideró la decisión de Dorothy. Con la sabiduría que le daba ese año y medio más de edad, le dijo sencillamente:
—No insistas con demasiada vehemencia, cariño.
—Seré discreta —consintió Dorothy.


espero que les guste el capitulo largo y comenten. Besos






sábado, 28 de septiembre de 2013

Para Siempre-Capitulo 2

Capitulo 2






—¿Miley, estás absolutamente segura de que tu madre jamás te mencionó ni al duque de Atherton ni a la duquesa de Claremont?
Miley apartó de su cabeza los dolorosos recuerdos del funeral de sus padres y miró al anciano médico de cabeza cana que se sentaba frente a ella a la mesa de la cocina. Por ser el más viejo amigo de su padre, el doctor Morrison había asumido la responsabilidad de velar por las niñas, así como de intentar curar a los pacientes del doctor Seaton hasta que llegara el nuevo médico.
—Ni Dorothy ni yo supimos jamás que mamá estaba distanciada de su familia en Inglaterra. Nunca hablaba de ellos.
—¿Es posible que tu padre tuviera parientes en Irlanda?
—Papá creció en un orfanato de aquí. No tenía parientes. —Se puso en pie, nerviosa—. ¿Le sirvo un café, doctor Morrison?
—Deja de revolotear a mí alrededor y ve a sentarte fuera, al sol, con Dorothy —el doctor Morrison la reprendió con cariño—. Estás pálida como un fantasma.
—¿Necesita algo antes de que me vaya? —insistió Miley.
—Necesito ser unos cuantos años más joven —respondió con una sonrisa sombría mientras afilaba una pluma—.Estoy demasiado viejo para llevar la carga de los pacientes de tu padre. Mi lugar está en Filadelfia, con un ladrillo caliente bajo los pies y un buen libro en el regazo. ¡Cómo voy a aguantar cuatro meses más aquí hasta que llegue el nuevo médico, no puedo ni imaginármelo!
—Lo siento —lamentó Miley con sinceridad—. Sé que es terrible para usted.
—Ha sido mucho peor para ti y para Dorothy —respondió el amable y anciano doctor—. Ahora corre fuera y aprovecha este fantástico sol de invierno. Es raro ver un día tan cálido en enero. Mientras te sientas al sol, escribiré estas cartas a tus parientes.
Había transcurrido una semana desde que el doctor Morrison visitó a los Seaton, cuando le llamaron a la escena del accidente en el que el carruaje que transportaba a Patrick Seaton y a su esposa se despeñara por la ribera del río y volcara. Patrick Seaton había muerto al instante. Katherine recuperó la conciencia solo el tiempo suficiente para intentar responder al desesperado interrogatorio sobre sus parientes de Inglaterra. En un débil susurro, había dicho:
—... Abuela... duquesa de Claremont.
Y entonces, justo antes de morir, había susurrado otro nombre: «Charles». El doctor Morrison había suplicado frenéticamente que le diera el nombre completo y los ojos aturdidos de Katherine se habían abierto por unos instantes.
—Fielding —había dicho jadeante—... duque... de... Atherton.
—¿Es pariente suyo? —le preguntó con urgencia.
Después de una larga pausa, asintió débilmente.
—Primo...
Sobre el doctor Morrison recaía ahora la difícil tarea de localizar y contactar con estos, hasta el momento, desconocidos parientes para preguntarles si alguno de ellos estaría dispuesto a ofrecer a Miley y a Dorothy un hogar; tarea aún más difícil porque el doctor Morrison estaba casi seguro de que ni el duque de Atherton ni la duquesa de Claremont tenían la menor idea de la existencia de las niñas.
Con expresión decidida, el doctor Morrison hundió la pluma en el tintero, escribió la fecha en la parte superior de la primera carta y vaciló, frunciendo pensativo el ceño.
—¿Cómo debe uno dirigirse a una duquesa? —preguntó en voz alta en la habitación vacía.
Después de pensarlo un buen rato, llegó a una decisión y empezó a escribir.

Querida señora duquesa:
Es mi desagradable tarea notificarle la trágica muerte de su nieta, Katherine Seaton, y advertirle a usted que las dos hijas de la señora Seaton, Miley y Dorothy, están temporalmente bajo mi cuidado. Sin embargo, soy un hombre anciano y además soltero. Por tanto, señora duquesa, no puedo seguir haciéndome cargo de dos damiselas huérfanas.
Antes de morir, la señora Seaton mencionó solo dos nombres: el suyo y el de Charles Fielding. Por tanto, les escribo a usted y a sir Fielding con la esperanza de que uno de los dos, o ambos, reciban a las hijas de la señora Seaton en su hogar. Debo decirles que las chicas no tienen dónde ir. Por desgracia carecen de posibles y están en la urgente necesidad de un hogar apropiado.

El doctor Morrison se recostó en la silla y repasó la carta mientras en su frente se formaba lentamente un rictus de preocupación. Si la duquesa no conocía la existencia de las muchachas, era de prever que la vieja dama no quisiera aceptarlas en su hogar sin antes saber algo de ellas. Pensando en la mejor manera de describirlas, volvió la cabeza y miró por la ventana hacia donde estaban las chicas.
Dorothy estaba sentada en el columpio, con los delgados hombros caídos de abatimiento. Miley se aplicaba decididamente al dibujo, en un esfuerzo por contener su pena.
El doctor Morrison decidió describir primero a Dorothy, pues le resultaba más fácil.

Dorothy es una muchacha bonita, de cabello rubio claro y ojos azules. Tiene un carácter dulce, es educada y encantadora. A sus diecisiete años casi está en edad casadera, pero no ha demostrado particular inclinación por entregar sus afectos a ninguno de los jóvenes caballeros de la región...

El doctor Morrison se detuvo y se dio golpecitos en la barbilla en actitud meditabunda. En realidad, muchos caballeretes de la región estaban profundamente enamorados de Dorothy. ¿Y quién iba a culparlos? Era bonita, alegre y dulce. Era angelical, decidió el doctor Morrison, complacido por haber dado con la palabra precisa para describirla.
Pero, cuando dirigió su atención hacia Miley, sus pobladas cejas blancas se juntaron desconcertadas, pues, aunque personalmente ella era su favorita, resultaba mucho más difícil de describir. Su cabello no era dorado como el de Dorothy ni tampoco realmente rojo; sino de una intensa combinación de ambos. Dorothy era una bella, encantadora, recatada y joven dama que traía de cabeza a todos los chicos del lugar. Era excelente como esposa: dulce, amable, dócil y de voz suave. En resumen, era el tipo de mujer que nunca llevaría la contraria ni desobedecería a su marido.
Por otro lado, Miley había pasado gran parte de su tiempo con su padre y, a los dieciocho años, poseía un agudo ingenio, una mente activa y una asombrosa tendencia a pensar por sí misma.
Dorothy pensaría lo que su marido le dijera que pensara y haría lo que le dijera que hiciese, pero Miley pensaría por sí misma y muy probablemente haría lo que creyera mejor.
Dorothy era angelical, decidió el doctor Morrison, pero Miley... no.
Entornó los ojos tras sus lentes y miró a Miley, que estaba dibujando decididamente el muro del jardín cubierto por la viña, contemplando su perfil patricio, buscando las palabras para describirla. Valiente, decidió, sabiendo que Miley dibujaba porque intentaba mantenerse ocupada, en lugar de hundirse y ceder en su dolor. Y compasiva, pensó, recordaba sus esfuerzos por consolar y animar a los pacientes enfermos de su padre.
El doctor Morrison sacudió la cabeza con sentimiento de frustración. Como anciano, disfrutaba de su inteligencia y de su sentido del humor; admiraba su coraje, su espíritu y su compasión, pero, si subrayaba todas esas cualidades a sus parientes ingleses, seguramente la considerarían una mujer independiente, culta y poco dada al matrimonio. Cabía aun la posibilidad de que, cuando Andrew Bainbridge regresara de Europa en pocos meses, pidiera formalmente la mano de Miley, pero el doctor Morrison no estaba seguro. El padre de Miley y la madre de Andrew habían acordado que, antes de que la joven pareja se comprometiera, debían probar sus sentimientos mutuos durante un período de seis meses mientras Andrew hacía una versión abreviada del «Grand Tour»[1].
El doctor Morrison sabía que el afecto de Miley hacia Andrew seguía siendo fuerte y constante, pero los sentimientos de Andrew hacia ella parecían flaquear.
Según lo que la señora Bainbridge le había confesado ayer al doctor Morrison, Andrew estaba desarrollando una fuerte atracción hacia su prima segunda, cuya familia estaba en aquel momento visitando Suiza.
El doctor Morrison suspiró apesadumbrado mientras continuaba mirando a las dos muchachas, que estaban vestidas con sencillos vestidos negros, una con su resplandeciente cabello rubio, la otra con el brillante cobre pálido. A pesar de la lugubrez de su atuendo, constituían una imagen muy atractiva, pensó con cariño. ¡Una imagen! En un momento de inspiración, el doctor Morrison decidió solucionar el problema de la descripción de las chicas a sus parientes ingleses incluyendo simplemente una miniatura de ellas en cada carta.
Tras tomar esa decisión, concluyó la primera carta solicitando a la duquesa que consultara con el duque de Atherton, quien recibiría una carta idéntica, y le notificara qué querían que .hiciera con respecto al cuidado de las muchachas. El doctor Morrison escribió la misma carta al duque de Atherton; luego redactó una breve nota para su abogado, que estaba en Nueva York, dando a tan respetable caballero instrucciones para que encontrara a una persona de confianza en Londres que localizara al duque y la duquesa y le entregara las cartas. Con el breve comentario de que el duque o la duquesa le reembolsarían los gastos, el doctor Morrison se levantó y se desperezó.
Fuera, en el jardín, Dorothy golpeaba el suelo con la punta de su zapatilla, haciendo que el columpio se retorciera con desgana de un lado a otro.
—Aún no puedo creerlo —dijo Dorothy, en una voz suave, llena de una mezcla de desesperación y nerviosismo—. ¡Mamá era nieta de una duquesa! ¿Eso en qué nos convierte?, ¿en nobles? ¿Tenemos títulos?
Miley le dedicó una mirada irónica.
—Sí, nosotras somos los parientes pobres.
Era la verdad, pues, aunque Patrick Seaton era querido y valorado por la agradecida gente de campo cuyas enfermedades había curado durante muchos años, sus pacientes rara vez podían pagarle con dinero y él nunca les había presionado para que lo hicieran. En cambio, le pagaban con aquellos bienes y servicios que le pudieran proporcionar; con animales, pescado y volatería para su mesa, con reparaciones de su carruaje y de su casa, con una hogaza de pan recién hecho y cestas de jugosas bayas silvestres. Como resultado, a la familia Seaton nunca le había faltado comida, pero siempre andaban escasos de dinero, como evidenciaban los vestidos remendados y teñidos a mano que tanto Dorothy como Miley llevaban. Incluso la casa en la que vivían se la habían proporcionado los aldeanos, igual que le habían proporcionado una al reverendo Milby, el pastor. Prestaban las casas a sus ocupantes a cambio de sus servicios médicos y pastorales.
Dorothy hizo caso omiso del prudente resumen de su estatus y continuó con su ensoñación:
—¡Nuestro primo es un duque y nuestra abuela una duquesa! Aún no puedo creerlo, ¿y tú?
—Yo siempre pensé que mamá tenía algo de misterio —respondió Miley, parpadeando para evitar las lágrimas de soledad y desesperación que empañaban sus ojos zarcos—. Ahora el misterio está resuelto.
—¿Qué misterio?
Miley vaciló, su lápiz de dibujo oscilaba sobre la tabla.
—Me refería a que mamá era distinta de todas las demás mujeres que he conocido.
—Supongo que lo era —concedió Dorothy, y se sumió en el silencio.
Miley contemplaba el dibujo que descansaba en su regazo, mientras las delicadas líneas y curvas de las serpenteantes rosas que había estado dibujando de memoria, desde el recuerdo del último verano, se borrasen ante sus ojos húmedos. El misterio estaba resuelto. Ahora comprendía muchas cosas que la habían desconcertado y preocupado. Ahora comprendía por qué su madre nunca se mezclaba cómodamente con las demás mujeres del pueblo, por qué siempre hablaba con el acento culto de una dama inglesa e insistía obstinadamente en que, al menos en su presencia, Miley y Dorothy hicieran lo mismo. Su herencia explicaba la insistencia de su madre en que aprendieran a leer y a hablar en francés, además de en inglés. Explicaba su exigencia. En parte explicaba la expresión extraña y encantada que cruzaba sus rasgos en aquellas raras ocasiones en que se mencionaba Inglaterra.
Tal vez incluso explicaba su extraña reserva con su propio marido, a quien trataba con amable cortesía, pero nada más. Sin embargo, en la superficie, había sido una mujer ejemplar. Nunca había regañado a su marido, nunca se había quejado de su existencia modesta, aunque digna, y nunca había reñido con él. Hacía tiempo que Miley había perdonado a su madre por no amar a su padre. Ahora que se daba cuenta de que su madre debía de haberse criado en un lujo increíble, también se inclinaba a admirar su abnegada fortaleza.
El doctor Morrison entró en el jardín y dirigió una sonrisa alentadora a las dos muchachas.
—He terminado las cartas y las enviaré mañana. Con suerte, en tres meses recibiremos las respuestas de vuestros parientes, tal vez antes.
Sonrió a las dos chicas, complacido del cometido que intentaba desempeñar para reunirías con sus parientes ingleses.
—¿Qué cree que harán cuando reciban sus cartas, doctor Morrison? —preguntó Dorothy.
El doctor Morrison le dio unos golpecitos en la cabeza, la miró entornando los ojos a contraluz y echó mano de su imaginación.
—Se sorprenderán, supongo, pero no lo demostrarán; a las clases altas inglesas no les gusta demostrar emoción, me han dicho que son muy puristas de la formalidad. Cuando hayan leído las cartas, probablemente se enviarán educadas notas entre sí y luego uno de ellos invitará al otro para debatir sobre vuestro futuro. Un mayordomo les servirá el té...
Sonrió al imaginar el encantador escenario con todo detalle. En su mente imaginaba a dos refinados aristócratas ingleses —personas ricas y amables— que se reunirían en un elegante salón mientras compartían un té en una bandeja de plata, antes de hablar del futuro de sus hasta el momento desconocidas, pero queridas, jóvenes parientes. Como el duque de Atherton y la duquesa de Claremont eran parientes lejanos de Catherine serían, por supuesto, amigos, aliados...





viernes, 27 de septiembre de 2013

Para Siempre-Capitulo 1

Capitulo 1

Inglaterra, 1815

—¡Ah, estás ahí, Nicholas! —exclamó la bella mujer de cabellera negra a la imagen de su marido que se reflejaba en el espejo del tocador.
Repasó tímidamente con la mirada el cuerpo esbelto y fornido que se aproximaba a ella; luego dirigió la atención hacia los joyeros abiertos que tenía ante sí. Un temblor nervioso le sacudió la mano y se le iluminó el rostro con una sonrisa cuando sacó un espectacular collar de diamantes de un estuche y se lo tendió.
—¿Me ayudas a abrochármelo?
El gesto de su marido se endureció con desagrado al mirar los collares de resplandecientes rubíes y magníficas esmeraldas que ya lucían sobre sus senos por encima del provocativo escote del vestido.
—¿No crees que tu exhibición de carne y joyas es un poco vulgar para una mujer que trata de aparentar ser una gran dama?
—¿Qué sabrás tú de la vulgaridad? —replicó Melissa Fielding con desdén—. Este vestido es de última moda. —Y añadió con altanería—: Y bien que le gusta al barón Lacroix. Insistió en que lo llevara al baile de esta noche.
—Se ve que no quiere tener problemas con demasiados cierres cuando te lo quite —respondió su marido con sarcasmo.
—Exacto, es francés... y es terriblemente impetuoso.
—Por desgracia también está sin un céntimo.
—Cree que soy hermosa —le provocó Melissa en una voz que empezaba a flaquear debido al odio contenido.
—Tiene razón.
La sardónica mirada de Nicholas Fielding se posó en el hermoso rostro de Melissa y en la piel de alabastro, en los ojos verdes ligeramente rasgados, en los labios rojos y carnosos, luego descendieron hasta los voluptuosos senos que sobresalían temblorosos e incitantes por encima del pronunciado escote del vestido de terciopelo escarlata.
—Eres una hermosa, amoral, avariciosa... pu/ta.
Giró sobre sus talones y se disponía a salir de la habitación, cuando se detuvo súbitamente. Su voz glacial estaba revestida de una autoridad implacable.
—Antes de irte, entra y dale las buenas noches a nuestro hijo. Jamie es demasiado pequeño para comprender el tipo de perra que eres y te echa de menos cuando te vas. Saldré para Escocia dentro de una hora.
—¡Jamie! —exclamó llena de ira—. Es lo único que te preocupa...
Sin molestarse en negarlo, su marido fue hacia la puerta y la ira de Melissa estalló.
—¡Cuando vuelvas de Escocia, yo no estaré aquí! —le amenazó.
—Bien —respondió él sin detenerse.
—¡Bastardo! —espetó Melissa con la voz temblorosa de la rabia reprimida—. Voy a contarle al mundo quién eres en realidad y luego te dejaré. ¡Nunca regresaré, nunca!
Con la mano en el picaporte, Nicholas se volvió, sus rasgos formaron una dura y despectiva máscara.
—Volverás—exclamó con sorna—. Volverás en cuanto te quedes sin dinero.
La puerta se cerró tras él y el exquisito rostro de Melissa rebosó de triunfo.
—Nunca volveré, Nicholas —declaró en voz alta en la habitación vacía—, porque nunca me quedaré sin dinero. Tú me enviarás todo el que quiera...




__Buenas noches, señor —saludó el mayordomo en un susurro tenso y extraño.
—¡Feliz Navidad, Northrup! —respondió Nicholas, mientras se sacudía la nieve de las botas y le tendía la capa empapada al sirviente. La última escena vivida con Melissa hacía dos semanas acudió a su memoria, pero la ahuyentó de su mente—. Con este tiempo, he tardado un día más de viaje. ¿Está mi hijo ya en la cama?
El mayordomo se quedó helado.
—Nicholas...
Un hombre corpulento de mediana edad, con el rostro bronceado de un experimentado marino, asomó por el umbral del salón, en dirección al vestíbulo de mármol, y le indicó a Nicholas que se acercara.
—¿Qué estás haciendo aquí, Mike? —preguntó Nicholas, observando con asombro cómo el anciano cerraba con cuidado la puerta del salón.
—Nicholas —invocó tensamente Mike Farrell—, Melissa se ha ido. Ella y Lacroix se embarcaron para Barbados poco después de que te fueras a Escocia. —Hizo una pausa en espera de alguna reacción, pero no hubo ninguna. Luego soltó una larga e irregular espiración—. Se han llevado a Jamie.
Una furia salvaje inflamó los ojos de Nicholas, convirtiéndolos en hervideros de rabia.
—¡La mataré por esto! —Se encaminó hacia la puerta—. La encontraré y la mataré...
—Demasiado tarde —la voz irregular de Mike detuvo a Nicholas en mitad de su paso—. Melissa ha muerto. Su barco se fue a pique en una tormenta tres días después de zarpar de Inglaterra. —Apartó la mirada de la ho—rrible agonía que ya retorcía los rasgos de Nicholas y añadió con voz apagada—: No hay supervivientes.
Sin palabras, Nicholas se acercó a la mesita y cogió un decantador de cristal lleno de whisky. Se sirvió una copa y la vació de un trago, luego volvió a llenarla, con la mirada perdida.

—Dejó esto para ti. —Mike Farrell le dio dos cartas con los sellos rotos. Cuando Nicholas no hizo ningún movimiento para cogerlas, Mike explicó amablemente—: Las he leído; una es una carta exigiendo un rescate, dirigida a ti, que Melissa dejó en tu dormitorio. Intentaba devolverte a Jamie a cambio de una cantidad de dinero. La segunda carta pretendía desenmascararte, se la dio a un criado con instrucciones de que la entregara al Times después de que ella se hubiera ido. Sin embargo, cuando Flossie Wilson descubrió que Jamie no estaba, inmediatamente interrogó a la servidumbre acerca de lo que había hecho Melissa la noche anterior y el criado le dio la carta, en lugar de llevarla al Times como ella le había ordenado. Flossie no pudo localizarte para decirte que Melissa se había llevado a Jamie, así que me mandó llamar y me dio las cartas. Nicholas —dijo Mike con voz ronca—, sé cuánto querías al niño. Lo siento, lo siento mucho...
La mirada torturada de Nicholas se levantó lentamente hacia el retrato de marco dorado que colgaba sobre la chimenea. Contempló en angustiado silencio el retrato de su hijo, un niño regordete con sonrisa de ángel y un soldado de madera apretado en la mano.
La copa que Nicholas sostenía se hizo añicos en su mano crispada. Pero no lloró. La infancia de Nicholas Fielding le había robado todas las lágrimas hacía mucho tiempo.



Portage, Nueva York, 1815

La nieve crujía bajo sus pequeñas botas, mientras Miley Seaton doblaba por el callejón y empujaba la puerta de madera blanca que se abría al jardín delantero de la modesta casita en la que había nacido. Tenía las mejillas rosadas y los ojos brillantes cuando se detuvo a mirar el cielo estrellado y a examinarlo con la alegría natural de una chiquilla de quince años en Navidad. Tarareó sonriente las últimas estrofas de uno de los villancicos que había estado cantando toda la noche con el resto del coro, luego se dio media vuelta y subió hacia la casa a oscuras.
Con cuidado, para no despertar a sus padres ni a su hermana pequeña, abrió la puerta principal y entró. Se quitó la capa y la colgó en un perchero junto a la puerta, luego, al darse la vuelta, se detuvo sorprendida. La luz de la luna se filtraba por la ventana de lo alto de la escalera, iluminando a sus padres, que estaban ante la puerta del dormitorio de su madre.
—¡No, Patrick! —Su madre se debatía por zafarse del estrecho abrazo de su padre—. ¡No puedo! ¡Sencillamente, no puedo!
—No me rechaces, Katherine —suplicó Patrick Seaton con voz urgente—. Por el amor de Dios, no...
—¡Me lo prometiste! —estalló Katherine, intentando frenéticamente librarse de su abrazo. Patrick inclinó la cabeza y la besó, pero ella apartó la cara. Las palabras le salían a trompicones, como un sollozo—. El día que nació Dorothy me prometiste que nunca me lo volverías a pedir. ¡Me diste tu palabra!
Miley, atónita y desconcertada de horror, apenas era consciente de que nunca antes había visto a sus padres tocarse —ni sensual ni cariñosamente—, pero no tenía idea de lo que su padre le estaba suplicando a su madre que no le negara.
Patrick soltó a su esposa y dejó caer las manos a los costados.
—Lo siento —se excusó fríamente.
Katherine huyó corriendo a su habitación y cerró la puerta, pero, en lugar de ir a su dormitorio, Patrick Seaton se dio media vuelta y bajó la exigua escalera, pasando a pocos milímetros de Miley cuando llegó al final.
Miley se aplastó contra la pared, sintiendo como si la seguridad y la paz de su mundo hubiera sido de algún modo amenazada por lo que había visto. Temerosa de que su padre se percatara de su presencia si intentaba moverse hacia la escalera, de que supiera que había sido testigo de la humillante escena íntima, observó cómo se sentaba en el sofá y contemplaba las agonizantes ascuas de la chimenea. Una botella de licor que llevaba años en la estantería de la cocina estaba ahora en la mesa delante de él, junto a un vaso medio lleno. Cuando se inclinó a coger el vaso, Miley se dio la vuelta y puso cautelosamente un pie en el primer escalón.
—Sé que estás ahí. Miley —anunció con voz monocorde, sin mirar a su espalda—. No tiene sentido que finjas que. no has visto lo que acaba de ocurrir entre tu madre y yo. ¿Por qué no vienes aquí y te sientas junto al fuego? No soy la bestia que tú piensas.
La compasión se aferró a la garganta de Miley y rápidamente fue a sentarse a su lado.
—No creo que seas una bestia, papá. Nunca pensaría una cosa así.
Patrick bebió otro largo trago de licor.
—Tampoco culpes a tu madre —advirtió desarticulando ligeramente las palabras como si llevara bebiendo desde mucho rato antes de que ella llegara.
El licor le enturbiaba el entendimiento, miró la acongojada cara de Miley y supuso que había conjeturado más de la escena de lo que realmente había presenciado. Le pasó un brazo alrededor de los hombros, con la intención de consolarla, e intentó calmar su pesar, pero sus palabras no hicieron más que acrecentarlo.
—No es culpa de tu madre ni tampoco mía. Ella no puede amarme y yo no puedo dejar de amarla. Es tan simple como eso.
Miley cayó en picado desde el seguro refugio de su niñez a la fría y terrible realidad adulta. Contemplaba a su padre con la boca abierta mientras el mundo parecía desmoronarse a su alrededor. Sacudió la cabeza, intentaba negar aquella horrible cosa que él había dicho. ¡Claro que su madre amaba a su maravilloso padre!
—¡No se puede obligar al amor a existir! —sentenció Patrick Seaton, confirmando la horrible verdad, mientras contemplaba amargamente el vaso—. No ocurre simplemente porque quieras que ocurra. Si fuera así, tu madre me amaría. Creyó que aprendería a amarme cuando nos casamos. Yo también lo creí así. Ambos queríamos creerlo. Más tarde, intenté convencerme de que no importaba que me amase o no. Me dije a mí mismo que el matrimonio podía ir bien sin amor.
Las siguientes palabras le salieron del pecho con una angustia que laceró el corazón de Miley.
—¡Fui un est/úpido! ¡Amar a alguien que no te ama es un infierno! No dejes nunca que nadie te convenza de que puedes ser feliz con alguien que no te ama.
—Yo... no —susurró Miley, parpadeando para evitar las lágrimas.


—Y jamás quieras a nadie más de lo que él te quiera, Miley. No te permitas hacerlo.
—Yo... no —volvió a susurrar Miley—. Te lo prometo.
Incapaz de contener la piedad y el amor que explotaban en su interior. Miley le miró, con lágrimas en los ojos, y le acarició las hermosas mejillas con su pequeña mano.
—Cuando me case, papá —dijo entrecortadamente—, escogeré a alguien que sea exacto a ti.
Patrick sonrió con ternura, pero no respondió. En cambio, le explicó:
—No todo ha sido tan malo, sabes. Tu madre y yo os tenemos a Dorothy y a ti, para amaros, y ese es un amor que compartimos.


El alba apenas había despuntado en el cielo cuando Miley salió de la casa, tras pasar la noche en vela contemplando el techo en la cama. Envuelta en una capa roja y una falda de montar de lana azul marino, sacó su caballito indio del establo y se subió a él sin esfuerzo.
Después de poco más de un kilómetro, llegó al arroyo que discurría junto a la carretera principal en dirección al pueblo y desmontó. Caminó con cautela por la resbaladiza ribera cubierta de nieve y se sentó sobre una roca alisada por la erosión. Con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las manos contempló el agua gris que fluía lenta entre fragmentos de hielo cerca de la orilla.
El cielo se volvió amarillo y luego rosado, mientras estaba allí sentada, intentando recuperar la alegría que siempre sentía en aquel lugar cada vez que contemplaba el nacimiento de un nuevo día.
Un conejo salió a la carrera desde los árboles que se alzaban a su lado; a su espalda un caballo resopló suavemente y unos pasos avanzaron sigilosamente por la abrupta orilla. Los labios de Miley esbozaron una leve sonrisa una décima de segundo antes de que una bola de nieve volara zumbando sobre su hombro derecho y ella se inclinara limpiamente hacia la izquierda.
—Has fallado, Andrew —gritó sin volverse.
Un par de lustrosas botas altas marrones aparecieron a su lado.
—Has madrugado esta mañana —comentó Andrew, sonriendo a la pequeña joven belleza que se sentaba en la roca.
Miley se apartó el cabello rojizo con destellos dorados de la frente y se lo sujetó hacia atrás en la coronilla con una peineta de carey, luego se lo dejó caer sobre los hombros, como una cascada ondulante. Sus ojos, ligeramente rasgados, contenían el azul profundo y vivo de los pensamientos, enmarcados por largas pestañas. Tenía una nariz pequeña y perfecta, con mejillas delicadamente afiladas y rebosantes de salud, y, en el centro de su pequeña barbilla, una minúscula y enigmática marca.
La promesa de belleza era ya una realidad en cada línea y en cada rasgo del rostro de Miley, pero era obvio, para cualquiera que la observara, que su belleza estaba destinada a ser más exótica que frágil, más intensa que prístina, como también era obvio que existía cierta obstinación en su pequeña barbilla y en sus risueños ojos centelleantes. Sin embargo, aquella mañana, sus ojos carecían del brillo acostumbrado.
Miley se inclinó y cogió un puñado de nieve con las manos enfundadas en mitones. Andrew se agachó de modo instintivo para esquivarla, pero, en lugar de lanzar hacia él la bola de nieve, Miley la tiró contra el arroyo.
—¿Qué es lo que va mal, ojos brillantes? —le provocó—. ¿Tienes miedo de perder?
—Claro que no —contestó Miley con un suspiro taciturno.
—Apártate y deja que me siente.
Así lo hizo, mientras Andrew estudiaba con leve preocupación el semblante triste de la muchacha.
—¿Por qué tienes esa cara tan sombría?
Miley estuvo a punto de contárselo. A sus veinte años, cinco más que ella, Andrew era bastante sensato para su edad. Era hijo de una rica vecina, una viuda de salud delicada que se aferraba de manera posesiva a su único hijo, al tiempo que le cedía toda la responsabilidad de gestionar su gran mansión y las cuatrocientas hectáreas de tierra cultivable que la circundaban.
Andrew colocó un dedo enguantado bajo la barbilla de Miley y de este modo le movió el rostro hacia el suyo.
—Cuéntame —le requirió con dulzura.
Aquella segunda petición fue más de lo que su corazón lacerado podía soportar. Andrew era su amigo. En todos aquellos años de amistad, él le había enseñado a pescar, a nadar, a disparar una pistola y hacer trampas en las cartas; esto último era necesario, según Andrew, pues así sabría si le estaban haciendo trampas. Miley había recompensado sus esfuerzos aprendiendo a nadar, a disparar de manera excelente y a hacerle trampas más que bien. Eran amigos y sabía que podía confiarle casi todo y, aunque no podía hablarle del matrimonio de sus padres, en cambio podía mencionarle el otro asunto que le preocupaba: la advertencia de su padre.
—Andrew —dijo dubitativa—, ¿cómo puedes saber si alguien te ama? Te ama de verdad, quiero decir.
—¿Quién quieres saber si te quiere?
—El hombre con el que me case.
Si hubiera sido un poco mayor, y hubiera tenido un poco más de mundo, habría podido interpretar la ternura que asomó en los ojos castaños y dorados de Andrew antes de que se apresurara a retirar la mirada.
—El hombre que se case contigo te amará —le prometió—. Te doy mi palabra.
—Pero debe amarme al menos tanto como yo le ame a él.
—Lo hará.
—Es posible, pero ¿cómo lo sabré?
Los rasgos de Andrew esbozaron una mirada intensa y escrutadora.
—¿Algún muchacho de por aquí ha importunado a tu padre con la intención de que le conceda tu mano? —preguntó casi con enfado.
—¡Claro que no! —exclamó—. Solo tengo quince años y mi padre es inflexible, dice que debo esperar hasta cumplir los dieciocho, para que sepa lo que quiero.
Andrew miró su pequeña y obstinada barbilla y se echó a reír.
—Si todo lo que le preocupa al doctor Seaton es que sepas qué es lo que quieres, podría dejar que te casaras mañana. Sabes lo que quieres desde que tenías diez años.
—Tienes razón —admitió con alegre candor. Después de un minuto de cómodo silencio, preguntó ociosamente—: Andrew, ¿te preguntas alguna vez con quién te casarás?
—No —respondió con una extraña sonrisa mientras contemplaba el arroyo.
—¿Por qué no?
—Porque ya sé con quién me casaré.
Asombrada por aquella sorprendente revelación, Miley volvió la cabeza.
—¿Lo sabes? ¿En serio? ¡Dime! ¿Es alguien que yo conozca?
Cuando él guardó silencio, Miley le dirigió una mirada pensativa y furtiva y empezó a apretar deliberadamente una dura bola de nieve.
—¿Estás planeando tirarme esa cosa en la espalda? —preguntó observándola con cauteloso contento.
—Claro que no —le tranquilizó, parpadeando—. Estaba pensando en hacer una apuesta. Si llego hasta esa piedra que está encima de la roca más grande, me dirás quién es.
—¿Y si yo me acerco más que tú? —le desafió Andrew.
—Entonces podrás ponerme la prenda que quieras —concedió con magnanimidad.
—Cometí un terrible error cuando te enseñé a apostar —se rió entre dientes, pero la sonrisa de Miley le desarmó por completo.
Andrew erró el blanco por unos milímetros. Miley lo miró concentrada; luego lanzó la bola, que pegó con tanta fuerza, que la piedra rodó por la roca junto con la bola de nieve.
—También cometí un terrible error cuando te enseñé a lanzar bolas de nieve.
—Yo ya sabía lanzar bolas —le recordó con descaro, poniendo los brazos en jarras—. Ahora, dime, ¿con quién quieres casarte?
Andrew se metió las manos en los bolsillos y le devolvió una sonrisa.
—¿Con quién crees que quiero casarme, ojos azules?
—No lo sé —respondió, poniéndose seria—, pero espero que sea muy especial, porque tú eres muy especial.
—Es especial —le aseguró con amable seriedad—. Tan especial que incluso pensaba en ella cuando estaba lejos, en el colegio, durante los inviernos. En realidad, me alegro de estar en casa, así la puedo ver más a menudo.
—Parece muy agradable —admitió muy formal, enfadándose de repente e inexplicablemente con la inofensiva mujer.
—He dicho que está más cerca de ser «maravillosa» que «muy agradable». Es dulce y está llena de vida, es hermosa y natural, amable y obstinada. Todo el mundo que la conoce se enamora de ella.
—¡Bueno, por el amor de Dios, por qué no te casas con ella y acabas con eso! —exclamó Miley con tristeza.
Andrew torció el semblante y, en un raro gesto de intimidad, tendió la mano hacia su cabello fuerte y sedoso.
—Porque —susurró tiernamente— aún es demasiado joven. Sabes, su padre quiere que espere hasta que cumpla los dieciocho años, para que sepa qué es lo que quiere.
Los enormes ojos azules de Miley se abrieron de par en par en busca del hermoso rostro de Andrew.
—¿Te refieres a mí? —susurró.
—A ti —confirmó con sonriente solemnidad—, Solo a ti.
El mundo de Miley, amenazado por lo que había visto y oído la noche anterior, volvió a parecer de repente un lugar seguro y cálido.
—Gracias, Andrew —respondió con repentina timidez. Luego, en una de sus raudas transformaciones de niña a encantadora mujer bien educada, añadió bajito—: ¡Qué fantástico sería casarme con mí querido amigo!
—No he debido mencionártelo sin hablar primero con tu padre y no puedo hacerlo hasta dentro de tres años
—Le gustas muchísimo —le tranquilizó Miley—. No pondrá la más mínima objeción cuando llegue el momento. ¿Cómo podría hacerlo, si ambos os parecéis tanto?
Instantes más tarde. Miley montó en su caballo sintiéndose alborozada y contenta, pero su humor decayó en cuanto abrió la puerta trasera de la casa y entró en la plácida habitación que servía a un doble propósito: de cocina y lugar de reunión de la familia.
Su madre estaba inclinada sobre la cocina, atareada en la plancha de hierro, con el cabello recogido hacia atrás en un pulcro moño, con su sencillo vestido limpio y planchado. Encima de la chimenea y a sus lados, pendía de unos clavos una ordenada serie de coladores, jarras, ralladores, cuchillos de carnicero y embudos. Todo estaba ordenado, aseado y pulcro, al igual que su madre. Su padre ya estaba sentado a la mesa, tomando una taza de café.
Míralos, oyó decir a su subconsciente, con el corazón dolorido y profundamente furiosa con su madre por negar a su maravilloso padre el amor que él necesitaba y requería.
Como las salidas de Miley al amanecer eran muy corrientes, ninguno de sus padres se mostró sorprendido de su entrada. Ambos la miraron, le sonrieron y le dieron los buenos días. Miley devolvió el saludo a su padre y sonrió a su hermana pequeña, Dorothy, pero apenas podía mirar a su madre. En lugar de eso, fue a las estanterías y empezó a poner la mesa con un servicio completo de platos y cubiertos, una formalidad que su madre inglesa consideraba «necesaria para una comida civilizada».
Miley iba y venía entre las estanterías y la mesa, se sentía cada vez más enferma y le dolía el estómago, pero cuando ocupó su lugar en la mesa, la hostilidad que sentía hacia su madre dejó paso lentamente a la piedad. Observó cómo Katherine Seaton intentaba, de media docena de maneras, desagraviar a su padre, charlando alegremente con él mientras se acercaba solícita a su lado, rellenándole la taza con café humeante, tendiéndole la jarrita de la crema de leche, ofreciéndole más panecillos recién horneados, entre viajes a la cocina, donde estaba preparando su desayuno favorito: gofres.
Miley tomó su desayuno en asombrado e impotente silencio, sus ideas giraban y revoloteaban en busca de alguna manera de consolar a su padre por su matrimonio sin amor.
La solución se le ocurrió en el instante en que él se levantó y anunció su intención de cabalgar hasta la granja Jackson para ver cómo sanaba el brazo roto de la pequeña Annie. Miley se puso en pie.
—Iré contigo, papá. Estaba pensando en pedirte si me podías enseñar a ayudarte... en tu trabajo, me refiero.
Ambos la miraron sorprendidos, pues Miley nunca había demostrado el más mínimo interés por el arte de la medicina. En realidad, hasta entonces, había sido una niña bonita y despreocupada, cuyos principales intereses eran divertirse de lo lindo y cometer alguna travesura que otra. A pesar de su sorpresa, nadie puso ninguna objeción.
Miley y su padre siempre habían estado muy unidos. A partir de ese día serían inseparables. Ella le acompañaba a casi todas partes y, aunque su padre se negaba de plano a permitir que le ayudara en el tratamiento de sus pacientes masculinos, estaba más que contento de que le ayudara el resto de las ocasiones.
Ninguno de los dos mencionó jamás la triste conversación de la noche de Navidad. En cambio, ocuparon el tiempo que pasaron juntos disfrutando de agradables conversaciones y bromas desenfadadas, pues, a pesar del dolor de su corazón, Patrick Seaton era un hombre que apreciaba el valor de la risa.
Miley ya había heredado la despampanante belleza de su madre y el humor y el valor de su padre. A partir de entonces, también aprendió de él la compasión y el idealismo. De pequeña había cautivado sin esfuerzo a los vecinos con su hermosura y su luminosa e irresistible sonrisa. Les gustaba cuando era una encantadora y despreocupada muchachita; ahora la adoraban, mientras maduraba y se convertía en una joven dama llena de vida que se preocupaba por sus dolencias y aplacaba sus penas.


bueno eso fue todo el capitulo es largo pero vale la pena leerlo y hagan de cuenta que Melissa es Olivia y Andrew es el puto de liam jajaja, les subiré mas si comentan...besos.