lunes, 14 de octubre de 2013

Para Siempre-Capitulo 7

Capitulo 7



Al día siguiente. Charles la llevó a dar un paseo en carruaje por el pueblo vecino y, aunque la salida la sumió en una nostálgica añoranza de su antiguo hogar, disfrutó enormemente. Las flores brotaban por doquier, en los parterres y jardines en los que se les deparaba amor y cuidados y en las colinas y los prados, las silvestres, cuidadas solo por la madre naturaleza. El pueblo, con sus pulcras casitas y caminos adoquinados, constituía un paraje pintiparado y Miley se enamoró de él.
Cada vez que salía de una de las modestas tiendas de la calle, los aldeanos que la veían se detenían, la miraban y levantaban el sombrero. Llamaban a Charles «su excelencia» y, aunque Miley estaba casi segura de que no recordaba sus nombres, él los trataba amablemente, sin afectación y sin importarle su condición social.
Aquella tarde, cuando regresaron a Wakefield Park, Miley se sentía mucho más optimista sobre su nueva vida y esperaba la oportunidad para conocer mejor a los aldeanos.
Para no buscarse más problemas, limitó el resto de las actividades del día a leer en su propia habitación y a hacer dos excursiones a la pila del compost, donde intentó sin éxito convencer a Willie de que se le acercara más para coger su comida.
Antes de cenar se tumbó un rato y se quedó dormida, arrullada por la idea de que cualquier desacuerdo entre ella y Nicholas Fielding se podía evitar simplemente permaneciendo fuera de su camino, como había hecho aquel día.
Se equivocaba. Cuando se despertó, Ruth estaba colocando un puñado de vestidos de tonos pastel en el armario.
—No son míos, Ruth —explicó Miley medio dormida, frunciendo el ceño a la luz de las velas mientras se levantaba de la cama.
—¡Sí, señorita, sí lo son! —le corrigió Ruth con entusiasmo—. Su señoría los ha enviado a buscar a Londres.
—Por favor, infórmale que no me los pondré —anunció Miley con firmeza pero con educación.
Ruth se llevó la mano a la garganta.
—¡Oh, no, señorita, no puedo hacer eso! ¡De veras no puedo!
—¡Bueno, pues yo sí que puedo! —exclamó Miley dirigiéndose al otro armario en busca de sus propias ropas.
—No están —le explicó Ruth afligida—. Me las... las he llevado. Órdenes de su señoría...
—Comprendo —la tranquilizó Miley, comprensiva, pero dentro de sí, un temperamento que desconocía empezaba a hervir.
La doncella se retorcía las manos con nerviosismo y la miraba con sus esperanzados ojos azules.
—Señorita, su señoría dijo que podía ser su doncella personal, si era capaz de hacerlo adecuadamente.
—No necesito una doncella, Ruth.
Los hombros de la muchacha se desplomaron.
—Sería mucho mejor que lo que hago ahora...
Miley no estaba inmunizada contra aquella expresión suplicante.
—Muy bien —suspiró, intentando forzar una sonrisa—. ¿Qué hace una «doncella personal»?
—Bueno, la ayudaré a vestirse y me aseguraré de que sus vestidos estén siempre limpios y planchados. Y también la peinaré. ¿Puedo? ¿Peinarla, quiero decir? Tiene usted un cabello tan bonito y mi madre siempre ha dicho que tengo buena mano con el cabello... hago que luzca bonito, quiero decir.
Miley consintió, no porque le importase llevar el cabello a la moda, sino porque necesitaba tiempo para calmarse, antes de enfrentarse a Nicholas Fielding. Al cabo de una hora, ataviada con un vestido de seda de color melocotón, largo y suelto, con mangas amplias ribeteadas en cinta satinada del mismo color. Miley se miró en silencio al espejo. Su densa cabellera cobriza estaba retorcida en rizos bruñidos en la coronilla y entrelazada con cintas de satén de color melocotón, tenía las mejillas teñidas de un color intenso y rabioso y sus brillantes ojos zafiro destelleaban resentimiento y vergüenza.
Nunca había visto, ni imaginado, un vestido tan fantástico como el que llevaba, con su escote bajo y su corpiño ajustado que le levantaba los senos y dejaba al descubierto una atrevida porción de carne. Y nunca le había deparado menos placer su aspecto que ahora que estaba obligada a mostrar una frívola indiferencia ante la muerte de sus padres.
—¡Oh, señorita —exclamó Ruth apretando las manos, absolutamente encantada—, está tan hermosa, su señoría no creerá lo que ven sus ojos cuando la contemple!
La predicción de Ruth resultó cierta, pero Miley estaba demasiado furiosa para obtener la más mínima gratificación de la expresión atónita de Nicholas cuando entró en el comedor.
—Buenas noches, tío Charles —saludó, presionando su mejilla contra la suya mientras Nicholas se acercaba.
Se volvió con actitud rebelde y lo encaró, de pie, en resentido silencio, mientras él la miraba descaradamente de arriba abajo, desde la punta de los brillantes rizos, pasando por la prominente carne que sobresalía de su corpiño, hasta la punta de las delicadas zapatillas que le había proporcionado. Miley estaba acostumbrada a las miradas de admiración de los caballeros, pero no había nada caballeresco en el insolente y lento escrutinio de su cuerpo que llevó a cabo Nicholas.
—¿Has acabado? —le preguntó lacónicamente.
Nicholas levantó la mirada sin prisas hasta los ojos de Miley y una irónica sonrisa modificó aquellos severos labios, al detectar el antagonismo en su voz. Se inclinó hacia delante y Miley dio instintivamente un paso atrás, antes de percatarse de que solo pretendía retirarle la silla.
—¿He cometido otro error social, como no llamar a la puerta? —inquirió en voz baja y divertida, acercando ofensivamente los labios a sus mejillas al sentarse—. ¿No es costumbre en América que un caballero ayude a sentarse a una dama?
Miley apartó la cabeza.
—¿Estás ayudándome a sentarme o intentando comerme la oreja?
A Nicholas le temblaron los labios.
—Podría hacerlo —respondió—, si la nueva cocinera nos da una comida mala.—Miró a Charles mientras regresaba a su asiento—. He despedido al gordo francés —le explicó.
Miley sintió un repentino remordimiento por su intervención en aquel asunto, pero estaba tan enfadada por el modo autoritario en que Nicholas había dispuesto su vestuario que ni siquiera la culpa podía redimirla de su ira. Como tenía intención de discutir el asunto en privado después de cenar, dirigió toda su conversación a Charles, pero a medida que avanzaba la comida, era cada vez más consciente y se sentía cada vez más incomodada por la manera en que Nicholas Fielding la estudiaba a través del candelabro del centro de la mesa.
Nicholas se llevó la copa de vino a los labios, observándola. Miley estaba furiosa con él, y él lo sabía, por hacer que se llevaran aquellos trajes negros y raídos, y se moría por lanzarle una diatriba... lo leía en sus ojos centelleantes.
¡Qué belleza más orgullosa y vehemente!, pensó Nicholas con imparcialidad. Antes le había parecido una cosita bonita, pero no esperaba que aquella noche se convirtiera en toda una belleza, simplemente quitándose aquellos vestidos negros y poco favorecedores. Tal vez odiaba tanto el lúgubre color de luto que eso le había impedido verla bien. De cualquier modo, no le cabía ninguna duda de que Miley Seaton había llevado de calle a los muchachos de su pueblo.
Y sin duda también dejaría perplejos a los muchachos ingleses. Perplejos a los muchachos y a los hombres, corrigió.
Y ahí estaba el problema: a pesar de sus exuberantes y tentadoras curvas y su embriagador rostro, se estaba convenciendo fulminantemente de que era una joven inexperta e inocente, tal como Charles le había dicho. La imagen de sí mismo como su protector —el feroz guardián de la virtud de una joven doncella— era tan ridícula que casi se rió en voz alta, pero ese era el papel que estaría obligado a representar. Todo aquel que lo conociese seguramente lo encontraría tan absurdo como él, teniendo en cuenta su famosa reputación con las mujeres.
O’Malley le sirvió más vino en la copa y Nicholas bebió mientras intentaba decidir el modo más oportuno de librarla de él. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que debía ofrecerle esa temporada en Londres de la que Charles ansiaba que Miley disfrutara.
Con la lozana belleza de Miley, resultaría bastante fácil presentarla con éxito en sociedad. Y con la atracción añadida de su pequeña dote, aportada por ella misma, sería casi igual de fácil casarla bien con algún petimetre londinense. Por otro lado, si de verdad creía que su Andrew acudiría a buscarla, tal vez insistiese en esperar meses, incluso años, antes de aceptar a otro hombre y esa posibilidad no le gustaba en absoluto a Nicholas.
En línea con su medio acabado plan, esperó hasta que se hiciera un alto en la conversación y le dijo en un tono falsamente indiferente:
—Charles me ha dicho que estás prácticamente comprometida con... eh... ¿Anson? ¿Albert?
Miley negó con la cabeza.
—Andrew.
—¿Cómo es él? —la aguijoneó Nicholas.
Al pensarlo, se dibujó una tierna sonrisa en su rostro.
—Es amable, guapo, inteligente, bueno, considerado...
—Creo que tengo una idea general —le interrumpió Nicholas secamente—. Sigue mi consejo y olvídalo.
Conteniendo la necesidad de tirarle algo, Miley  le preguntó:
—¿Por qué?
—No es un hombre para ti. En cuatro días has vuelto mi casa del revés. ¿Qué posible solaz vas a tener con un aburrido paleto de campo que querrá llevar una vida apacible y organizada? Lo más inteligente es que lo olvides y que aproveches al máximo las oportunidades que te surjan aquí.
—En primer lugar... —estalló Miley, pero Nicholas la interrumpió, sembrando deliberadamente semillas de descontento.
—Claro que hay una posibilidad de que si tú no te olvidas de Albert, probablemente Albert se olvide de ti. No se dice: ¿ojos que no ven corazón que no siente?
En un esfuerzo sobrehumano de contención. Miley apretó los dientes y no dijo nada.
—¿Cómo?, ¿no discutes? —arremetió Nicholas, admirando el modo en que la ira tornaba sus ojos en un azul oscuro y apagado.
Miley levantó la barbilla.
—En mi país, señor Fielding, se considera de mala educación discutir en la mesa.
La velada reprimenda le hizo mucha gracia.
—Qué inoportuno para ti —comentó en voz baja.
Charles se reclinó en su silla, con una sonrisa tierna en los labios mientras observaba a su hijo discutir con la joven belleza que le recordaba tanto a su madre. Estaban hechos el uno para el otro, decidió. Miley no temía a Nicholas. Su temperamento y su calidez lo suavizarían y, una vez suavizado, se convertiría en el tipo de marido con el que sueñan las jovencitas. Se harían mutuamente felices, ella le daría un hijo.
Lleno de gozo y felicidad. Charles imaginó al nieto que le darían una vez casados. Después de todos aquellos años de vacío y desesperación, él y Katherine tendrían nietos. En realidad, Nicholas y Miley no se llevaban demasiado bien ahora, pero ya se llevarían. Nicholas era un hombre, duro, resabiado y amargado, y tenía sus motivos. Pero Miley tenía el valor de Katherine, su amabilidad, su ardor. Y Katherine había cambiado su vida. Le había enseñado el significado del amor, y de la pérdida. Su mente se remontó a los acontecimientos del pasado que habían conducido hasta aquella noche memorable...
Cuando tenía veintidós años, Charles ya se había ganado una bien merecida fama de libertino, jugador y licencioso. No tenía responsabilidades, restricciones y absolutamente ninguna perspectiva, pues su hermano mayor ya había heredado el título ducal y todo lo que acarreaba, es decir, todo salvo el dinero. El dinero siempre era escaso, porque durante cuatrocientos años, los Fielding habían demostrado una fuerte propensión hacia todo tipo de vicios caros. De hecho. Charles no era peor que su padre o que el padre de su padre antes que él. El hermano menor de Charles era el único Fielding que había sentido alguna vez el deseo de luchar contra las tentaciones diabólicas, pero lo hizo a la manera excesiva típica de los Fielding, convirtiéndose en misionero y marchándose a la India.
Aproximadamente al mismo tiempo, la amante francesa de Charles le anunció que estaba embarazada. Cuando Charles le ofreció dinero, no matrimonio, se puso a llorar y echó pestes contra él, pero sin éxito. Al final, la dejó, enfurecida. Una semana después de que Nicholas naciera, ella regresó a las estancias de Charles, con poca ceremonia le puso al niño en los brazos y desapareció. Charles no deseaba la responsabilidad de un bebé, pero no podía abandonar al niño en un orfanato. En un momento de inspiración, Charles tuvo la idea de dar a Nicholas a su hermano pequeño y a su horrible esposa, que estaba a punto de partir hacia la India para «convertir almas».
Sin dudarlo, entregó al bebé a aquellos dos fervientes religiosos, temerosos de Dios y sin hijos —junto con casi todo el dinero que poseía, para que lo emplearan en el cuidado de Nicholas— y se lavó las manos del problema.
Hasta entonces se las había arreglado muy bien para mantenerse en las mesas de juego, pero la suerte veleidosa, que siempre le acompañaba, acabó abandonándole. Cuando tenía treinta y dos años, Charles se vio obligado a afrontar el hecho de que ya no podía mantener un nivel de vida razonablemente regalada, como correspondía a un hombre de su condición, solo con lo que sacaba del juego. Su problema era frecuente entre los segundones descapitalizados de las casas de la alta nobleza y Charles lo resolvió a la manera tradicional: decidió prestar su ilustre apellido a cambio de una suculenta dote. Con despreocupada indiferencia, propuso matrimonio a la hija de un rico mercader, una joven dama de mucho peculio, cierta belleza y poca inteligencia.
La joven dama y su padre aceptaron gustosos su proposición y el hermano mayor de Charles, el duque, incluso consintió en dar una fiesta para celebrar las inminentes nupcias.
Fue en aquella feliz ocasión cuando Charles volvió a encontrarse con su distante prima, Katherine Kingston, que entonces tenía dieciocho años, nieta de la duquesa de Claremont. La última vez que la había visto fue en una visita esporádica a su hermano en Wakefíeld y Katherine era solo una niña de diez años que estaba de vacaciones en la finca de los vecinos. Durante quince días, ella le había seguido a todas partes, lo observaba con una franca adoración reflejada en sus grandes ojos azules. Había pensado en ella como en un angelito de una excepcional belleza, de sonrisa encantadora y más carácter que las mujeres que le doblaban la edad, mientras saltaba las vallas a su lado montada a horcajadas en su yegua y le invitaba a volar cometas con ella.
Había crecido y se había convertido en una joven de despampanante belleza y Charles apenas podía apartar su vista de ella.
Aparentando exteriormente aburrida displicencia, estudiaba su preciosa figura, sus rasgos perfectos y su maravilloso cabello bermejo y dorado, mientras ella se mantenía a distancia, en un rincón de la abarrotada sala, con aspecto sereno y etéreo. Entonces Charles se le acercó, con una copa de Madeira en una mano y el otro brazo posado con indiferencia sobre la repisa de la chimenea, para admirar audaz y abiertamente su belleza. Esperaba que Katherine pusiera alguna objeción a su descaro, pero no dijo nada. Ni se sonrojó de aquel atrevido repaso, ni se apartó de él, se limitó a ladear la cabeza como si esperase a que él terminara de observarla.
—Hola, Katherine —Charles la saludó por fin.
—Hola, Charles —contestó, con voz calma e inmutable.
—¿Te está resultando la fiesta tan aburrida como a mí, querida? —le preguntó sorprendido de su aplomo.
En lugar de tartamudear alguna estupidez sobre el hecho de estar en una fiesta deliciosa, Katherine levantó su desconcertante y directa mirada azul y le respondió tranquilamente:
—Es un preludio acorde a un matrimonio que se celebrará por razones frías y monetarias, nada más.
Su directo candor le sorprendió, pero no tanto como la extraña y acusadora mirada que ensombreció sus ojos azules antes de que se diera media vuelta y empezara a alejarse. Sin pensarlo. Charles la frenó para impedir que se fuera. El tacto de su brazo desnudo le produjo un hormigueo en todo su sistema nervioso, una sacudida que Katherine también debió sentir, pues todo su cuerpo se tensó. En lugar de acercarla hacia sí, Charles la condujo fuera hacia el balcón. A la luz de la luna se volvió hacia ella y, como la acusación había dado en el blanco, le dijo con voz severa:
—Es muy presuntuoso por tu parte suponer que el dinero es la única razón por la que me caso con Amelia. La gente tiene otras razones para casarse.
Los desconcertantes ojos azules de Katherine volvieron a clavarse en los suyos.
—La gente como nosotros no —le contradijo con serenidad—. Nos casamos para aumentar la riqueza, el poder o la posición social de nuestra familia. En tu caso, te casas para aumentar tu riqueza.
Estaba claro que Charles estaba comerciando con su linaje aristocrático para obtener dinero y, aunque era una práctica comúnmente aceptada, le hizo sentir menos hombre por hacerlo.
—¿Y tú? —le provocó—. ¿No te casarás por alguna de estas razones?
—No —respondió en voz baja—. No lo haré. Me casaré porque ame a alguien y sea amada a cambio. No arreglaré mi matrimonio como mis padres. Quiero más de la vida que eso y tengo más que dar.
Las palabras suaves estaban llenas de tanta convicción que Charles simplemente se quedó mirándola hasta que por fin comentó:
—A tu abuela no le gustará que te cases por amor y no por posición, querida. Se rumorea que quiere una alianza con los Winston y quiere que tú seas quien la selles.
Katherine sonrió por primera vez, una lenta y encantadora sonrisa que iluminó su rostro y derritió los huesos de Charles.
—Mi abuela y yo —contestó alegremente— hace tiempo que tenemos nuestras diferencias sobre esta materia, pero yo estoy tan decidida como ella a salirme con la mía.
Parecía tan hermosa, tan lozana y natural, que la armadura de cinismo que había rodeado a Charles durante treinta años empezaba a fundirse, dejándole de repente solo y vacío. Sin percatarse de lo que estaba haciendo, levanto las manos y recorrió reverencialmente sus suaves mejillas con las yemas de los dedos.
—Espero que el hombre que ames sea digno de ti —le deseó con ternura.
Durante un instante interminable, Katherine escrutó sus rasgos como si pudiera ver más allá de su rostro, en su cansada y desilusionada alma.
—Creo —susurró bajito— que será cuestión de si yo soy digna de él. Sabes, me necesita desesperadamente, aunque se acaba de dar cuenta ahora.
Al cabo de un momento Charles fue consciente del significado y se oyó a sí mismo murmurar su nombre con el repentino febril anhelo de un hombre que acaba de encontrar lo que inconscientemente había buscado toda su vida: una mujer que le amase por lo que era, por el hombre que podía ser, por el hombre que quería ser.
Y Katherine no tenía otro motivo para quererle o amarle; su linaje era tan aristocrático como el suyo, sus relaciones mucho mejores, su riqueza considerablemente superior.
Charles la miró, intentando negar los sentimientos que le acechaban. Era una locura, se dijo a sí mismo. No era un niñato majadero que creía que los hombres y las mujeres adultos caían rendidamente enamorados a primera vista. Ni siquiera había creído en el amor hasta aquel momento, pero ahora creía, pues quería que aquella hermosa, inteligente e idealista muchacha lo amara a él y solo a él. Por una vez en su vida, había encontrado algo raro, magnífico y auténtico, y estaba decidido a conservar a aquella mujer así: casarse con ella, quererla, protegerla del cinismo que parecía corroer a todos los de su clase social.
La perspectiva de romper su compromiso con Amelia no turbaba su conciencia, pues no albergaba ninguna ilusión en cuanto a los motivos por los que había consentido en casarse con él. Amelia se sentía atraída por él, Charles lo sabía, pero se casaba porque su padre quería emparentarse con la nobleza.
Durante dos magníficas semanas de dicha, Katherine y él se las arreglaron para mantener su creciente amor en secreto; dos semanas de momentos robados en los que podían estar a solas, de paseos tranquilos por el campo, de risas compartidas y sueños de futuro.
Cuando acabó ese tiempo, Charles ya no podía aplazar el encuentro de rigor con la duquesa viuda de Claremont; quería casarse con Katherine.
Estaba preparado para las objeciones de la duquesa, pues aunque procedía de una noble familia de mucho abolengo, él era un segundón sin título. De todos modos, estos matrimonios eran muy comunes, así que esperaba que planteara su desacuerdo, para salvar las apariencias, y luego capitulara porque Katherine deseaba aquella unión tanto como él. No esperaba que la duquesa casi enloqueciera de ira y le llamara «oportunista disoluto» y «corrupto, degenerado libidinoso». No esperaba que se remontara a su comportamiento promiscuo y al de sus antepasados ni que llamara a sus ancestros «orates irresponsables», a todos y cada uno de ellos.
Pero por encima de todo, no esperaba que jurase que si Katherine se casaba con él, la desheredaría y la dejaría sin un céntimo. Aquellas cosas, sencillamente, no se hacían. Pero, al salir de su casa ese día, Charles supo que la mujer cumpliría a rajatabla sus amenazas. Regresó a sus aposentos y se pasó la noche en un estado que alternaba la rabia con la desesperación. Por la mañana sabía que no podía hacerlo, que no se casaría Katherine, pues aunque era su voluntad intentar ganarse la vida de un modo honrado, con sus manos si era necesario, no podría soportar ver a su orgullosa y bella Katherine denigrada por su culpa. No le obligaría a ser arrancada de su familia y avergonzada públicamente por la sociedad.
Incluso aunque pensara que podría compensarla por la vergüenza que tendría que soportar, sabía que nunca podría dejar que se convirtiera en una esclava del hogar. Era joven, idealista y estaba enamorada de él, pero también estaba acostumbrada a los vestidos bonitos y a que los criados satisficieran su mínimo deseo. Si él tenía que ponerse a trabajar para ganarse la vida, probablemente no podría darle esas cosas. Katherine nunca había lavado un plato, fregado un suelo o planchado una camisa, y no sería él quien la viera reducida a hacer esas cosas porque ella había sido tan est/úpida como para amarle.
Cuando al día siguiente por fin pudo disponer un breve encuentro clandestino con ella, Charles le explicó su decisión. Katherine argumentó que los lujos de la vida no significaban nada para ella; le suplicó que la llevara a América, donde se decía que cualquier hombre podía labrarse decentemente un porvenir si estaba dispuesto a trabajar por ello.
Incapaz de soportar las lágrimas de Katherine ni su propia angustia. Charles le dijo bruscamente que sus ideas eran absurdas, que ella nunca sobreviviría en América. Le miró como si fuera él quien temiera trabajar para vivir y entonces Katherine le acusó abiertamente de querer su dote y no a ella... exactamente lo mismo que le había dicho su abuela.
A Charles, que estaba sacrificando desinteresadamente su propia felicidad por ella, la acusación le hirió como un cuchillo.
—Cree lo que quieras —alegó, obligándose a alejarse de ella antes de que se arrepintiera de su decisión y se fugara con ella aquel mismo día. Se encaminó hacia la puerta, pero no pudo soportar que creyera que solo buscaba su dinero—. Katherine —se detuvo sin volverse—. Te suplico que no creas eso de mí.
Katherine asistió a su boda, acompañada por su abuela, y durante el resto de su vida. Charles no olvidaría la mirada de traición en sus ojos cuando él acabó de entregar su vida a otra mujer.
Dos meses más tarde, se casó con un médico irlandés y se fue con él a América. Charles sabía que lo había hecho porque estaba furiosa con su abuela y porque no podía soportar quedarse en Inglaterra cerca de Charles y su nueva esposa. Y lo hizo para demostrarle, del único modo que sabía, que su amor por él podía haber sobrevivido a cualquier cosa, incluida la vida en América.
Aquel mismo año, el hermano mayor de Charles murió en un est/úpido duelo de borrachos y heredó el ducado. Con el título no heredó una gran suma de dinero, pero habría sido suficiente para mantener a Katherine en un lujo modesto. Pero se había ido y él no creyó que su amor fuera lo bastante fuerte como para soportar unas cuantas incomodidades. A Charles no le importó el dinero que había heredado, a Charles ya nunca más le importó nada.
Poco tiempo después, el hermano misionero de Charles murió en la India y dieciséis años más tarde murió Amelia, su esposa.
La noche del funeral de Amelia, Charles se emborrachó salvajemente, como solía hacer en aquellos tiempos, pero aquella noche concreta, sentado en la sombría soledad de su casa, se le ocurrió una idea nueva: algún día no muy lejano, él también moriría. Y cuando lo hiciera, las propiedades ducales abandonarían las manos de los Fielding para siempre, pues Charles no tenía herederos.
Durante dieciséis años, Charles había vivido en un extraño y vacuo limbo, pero aquella noche aciaga, mientras repasaba su vida carente de sentido, algo empezó a crecer dentro de él. Al principio era solo una vaga inquietud, luego mudó en asco, creció hasta el resentimiento y, poco a poco, muy despacio, se convirtió en furia. Había perdido a Katherine, había perdido dieciséis años de su vida. Había soportado a una mujer insulsa, un matrimonio sin amor y ahora iba a morir sin un heredero. Por primera vez en cuatrocientos años, la familia Fielding corría el peligro de perder el título ducal y de repente Charles decidió no dejarlo escapar, como había dejado escapar el resto de su vida.
Es cierto, los Fielding no habían sido una familia particularmente honorable ni digna, pero, por Dios, el título les pertenecía y Charles resolvió conservarlo.
Para hacerlo necesitaba un heredero, lo que significaba que tendría que volver a casarse. Después de todas las proezas sexuales de su juventud, la idea de volver a estar con una mujer y engendrar un heredero le parecía más fatigosa que excitante. Pensó irónicamente en todas las preciosas muchachas con las que se había acostado hacía tiempo, en la hermosa bailarina francesa que había sido su amante y que le había dado un hijo bastardo...
De repente sintió una súbita explosión de alegría. No necesitaba volver a casarse porque ¡ya tenía un heredero! Tenía a Nicholas. Charles no estaba seguro de que las leyes de sucesión permitieran que el título ducal pasara a un hijo bastardo, pero a él le daba lo mismo. Nicholas era un Fielding y aquellos pocos que conocían la existencia de Nicholas en la India creían que era el hijo legítimo del hermano menor de Charles. Además, el viejo rey Carlos había concedido un ducado a tres de sus bastardos y ahora él, Charles Fielding, duque de Atherton, se disponía a imitarle.
Al día siguiente, Charles contrató investigadores para que indagaran, pero transcurrieron dos largos años antes de que uno de sus investigadores enviara por fin un informe a Charles con información detallada. No encontraron ni rastro de la cuñada de Charles, pero había descubierto a Nicholas en Delhi, donde parecía ser que había amasado una fortuna con el negocio del transporte y el comercio. El informe comenzaba con la dirección actual de Nicholas y acababa con toda la información que el investigador había descubierto sobre el pasado de Nicholas.
El orgulloso júbilo de Charles por el éxito financiero de Nicholas, rápidamente se disolvió en el horror y luego en una feroz rabia cuando leyó que su depravada cuñada había abusado del niño inocente que le había entregado a su cuidado. Cuando terminó, Charles vomitó.
Más decidido ahora que nunca a convertir a Nicholas en su legítimo heredero, Charles le envió una carta, pidiéndole que regresara a Inglaterra para que pudiera reconocerlo formalmente como tal.
Como Nicholas no respondió, Charles, con una determinación de carácter que llevaba tiempo dormida, partió para Delhi. Lleno de un inexpresable remordimiento y una absoluta convicción, fue a la magnífica casa de Nicholas. En su primer encuentro, vio con sus propios ojos lo que el informe del investigador le había explicado: Nicholas se había casado, era padre de un niño y vivía como un rey. También le quedó muy claro que no quería saber nada de Charles ni de su herencia. Charles intentó que aceptara. Los meses siguientes, mientras Charles permanecía obstinadamente en India, lentamente consiguió convencer a su frío y reticente hijo de que nunca había permitido ni imaginado los indecibles abusos que había sufrido de niño, pero no pudo convencerle de que regresara a Inglaterra para ser su heredero.
La bella esposa de Nicholas, Melissa, estaba entusiasmada con la idea de ir a Londres como marquesa de Wakefield, pero ni sus rabietas ni las súplicas de Charles surtieron el menor efecto en Nicholas. A Nicholas le importaban un comino los títulos y no sentía un ápice de lástima porque los Fielding perdieran el ducado.



Charles ya casi se había rendido cuando dio con el argumento perfecto. Una noche, mientras observaba a Nicholas jugar con su hijito, cayó en la cuenta de que había una persona por la que Nicholas haría cualquier cosa: Jamie. Nicholas adoraba a aquel niñito. Y de este modo. Charles cambió inmediatamente de táctica. En lugar de intentar convencer a Nicholas de los beneficios que tendría si regresaba a Inglaterra, señaló que, al negarse a permitir que Charles lo convirtiera en su heredero, Nicholas estaba negando al pequeño Jamie sus derechos legítimos. El título, y todo lo que conllevaba, sería finalmente para Jamie.
Funcionó.
Nicholas nombró a un hombre competente para que gestionase sus negocios en Delhi y se trasladó con su familia a Inglaterra. Con la intención de construir un «reino» para su hijito, Nicholas gastó gustoso enormes sumas de dinero para restaurar las abandonadas propiedades de Atherton a un esplendor muy superior al que alguna vez habían poseído.
Mientras Nicholas estaba ocupado supervisando las obras de restauración, Melissa corría a Londres para ocupar el lugar que le correspondía como nueva marquesa de Wakefield. En un año, los rumores sobre sus amoríos se extendían por todo Londres como la pólvora. Meses más tarde, ella y el niño morían...
Charles se despertó de su triste ensoñación y levantó la vista mientras retiraban los manteles de la mesa.
—¿Nos saltaremos esta noche la costumbre? —sugirió a Miley—. En lugar de que los hombres se queden a la mesa bebiendo oporto y fumando puros, ¿te importaría que te acompañáramos al salón? Odio perderme tu compañía.
Miley no conocía la costumbre, pero en cualquier caso era perfectamente feliz saltándosela y así lo dijo. Pero, cuando estaba a punto de entrar en el salón rosa y dorado. Charles la frenó diciéndole en voz baja:
—He notado que te has quitado pronto el luto, querida. Si fue decisión tuya, la aplaudo: tu madre odiaba el negro; me lo dijo cuando era una niña y la obligaron a llevarlo tras la muerte de sus padres —la mirada penetrante de Charles buscó la de ella—. ¿Ha sido decisión tuya, Miley?
—No —admitió Miley—. Hoy el señor Fielding se ha llevado mis ropas y las ha reemplazado por estas.
Asintió sabiamente.
—Nicholas siente aversión por los símbolos del luto y, a juzgar por las afiladas miradas que le has echado durante la cena, no te alegras de lo que ha hecho. Deberías decírselo. No dejes que te intimide, niña; no tolera a los cobardes.
—Pero no quería molestarte —respondió Miley preocupada—. Dijiste que tu corazón no estaba bien.
—No te preocupes por mí —dijo riendo—. Mi corazón está algo débil, pero no tanto como para soportar cierta animación. De hecho, probablemente me hará mucho bien. La vida era increíblemente aburrida antes de que tú llegaras.
Cuando Nicholas estaba sentado disfrutando de su oporto y su cigarro, Miley intentó varias veces hacer lo que Charles le había recomendado, pero cada vez que miraba a Nicholas e intentaba sacar el tema de su ropa, el valor le abandonaba. Aquella noche para cenar se había puesto unos pantalones de corte perfecto de color gris antracita y una chaqueta a juego, con un chaleco azul marino y una camisa de seda gris perla. A pesar de su elegante atuendo y el modo informal en que estiraba las largas piernas y cruzaba los tobillos, parecía irradiar una fuerza despiadada y apenas contenida. Había algo primitivo y peligroso en él y Miley tenía la incómoda sensación de que su elegante vestimenta y su postura indolente no eran más que disfraces para hacer creer a los incautos que era un ser civilizado, cuando no lo era en absoluto.
Se movió ligeramente y Miley le volvió a mirar a hurtadillas. Tenía la oscura cabeza reclinada hacia atrás, el delgado puro atrapado entre los dientes regulares y blancos, las manos descansando en el reposabrazos del sillón y sus bronceados rasgos envueltos en la sombra. Sintió un escalofrío en la columna vertebral al preguntarse qué oscuros secretos ocultaría su pasado. Seguramente eran muchos los que habían hecho de él un cínico inabordable. Parecía la clase de hombre que había visto y hecho todo tipo de cosas terribles y prohibidas, cosas que lo habían endurecido y enfriado. Sin embargo, era guapo, perversa y peligrosamente guapo, con su cabello de pantera negra, sus ojos verdes y su soberbia constitución. Miley no podía negar que le habría gustado hablarle, si no se sintiera medio temerosa de él la mayoría del tiempo. Qué tentador habría sido intentar hacerse amiga suya —tan tentador como el pecado, admitió para sí— tan insensato como intentar hacerse amiga del diablo. Y probablemente igual de peligroso.
Miley respiraba con prudencia, preparándose para insistir educada pero firmemente en que le devolvieran sus ropas de luto, justo cuando Northrup apareció y anunció la llegada de lady Kirby y la señorita Kirby.
Miley vio a Nicholas tensarse y dirigir una sardónica mirada a Charles, que respondió con un encogimiento de hombros de sorpresa y se dirigió a Northrup.
—Despídalas... —empezó, pero era demasiado tarde.
—No es necesario que nos anuncie, Northrup —ordenó una voz firme y una mujer gruesa desembarcó en el salón, seguida de una estela de satén dorado, un fuerte perfume y una adorable morenita de la edad de Miley.
—¡Charles! —dijo lady Kirby, con una sonrisa de oreja a oreja—. He oído que ha estado hoy en el pueblo con una joven dama llamada señorita Seaton y naturalmente he venido a verla con mis propios ojos.
Sin apenas tiempo para respirar, se volvió hacia Miley y conjeturó animadamente:
—Usted debe de ser la señorita Seaton —hizo una pausa y sus ojos entornados escrutaron cada rasgo del rostro de Miley, de un modo que daba la sensación de estar buscando defectos. Y encontró uno—: Qué enigmática marca tiene en la barbilla, querida. ¿Qué le ocurrió? ¿Un accidente?
—Es de nacimiento —afirmó Miley, sonriendo, demasiado fascinada por la peculiar mujer como para ofenderse.
En realidad, empezaba a preguntarse si Inglaterra estaba llena de gente intrigante, maleducada y descarada cuyas excentricidades eran alentadas o pasadas por alto debido a sus títulos y a su desmesurada riqueza.
—¡Qué lástima! —exclamó lady Kirby—. ¿No le molesta ni le duele?
Los labios de Miley temblaban de risa contenida.
—Solo cuando me miro en el espejo, señora —respondió.
Insatisfecha, lady Kirby se dio media vuelta y se puso ante Nicholas, que se había levantado y estaba de pie junto a la chimenea, con el codo apoyado en la repisa.
—Así que Wakefíeld, por el aspecto que tiene esto, el anuncio del periódico parece ser correcto. Le diré la verdad, nunca lo creí. Bueno, ¿lo era?
Nicholas levantó el ceño.
—¿Era qué?
La voz de Charles atronó, ahogando las palabras de lady Kirby.
—¡Northrup, traiga a las damas un refresco!
Todo el mundo se sentó, la señorita Kirby tomó asiento en la silla vecina a Nicholas, mientras Charles se embarcaba con presteza en una animada discusión sobre el tiempo. Lady Kirby escuchó con impaciencia hasta que Charles acabó su monólogo; luego se volvió bruscamente hacia Nicholas y dijo deliberadamente:
—Wakefíeld, ¿su compromiso está en pie o no?
Nicholas se llevó el vaso a los labios, con ojos fríos
—No.
Miley vio las variadas reacciones que aquella única palabra provocaba en los rostros que la rodeaban Lady Kirby parecía satisfecha, su hija parecía encantada, Charles parecía desgraciado y el rostro de Nicholas permanecía inescrutable. El corazón compasivo de Miley se puso al instante de su parte. No era de extrañar que Nicholas pareciera tan adusto e insensible: la mujer a la que amaba debía de haber roto su compromiso. Sin embargo, le pareció raro, cuando las Kirby se volvieron hacia ella como si esperaran que dijera algo.
Miley sonrió sin comprender y lady Kirby recogió el guante de la conversación.
—Bueno, Charles, en ese caso, ¿deduzco que tendrá intención de sacar a la pobre señorita Seaton durante la temporada?
—Tengo intención de que la condesa Langston ocupe el lugar que le corresponde en la sociedad —le corrigió con frialdad.
—Condesa Langst... —exclamó lady Kirby.
Charles inclinó la cabeza.
—Miley es la hija mayor de Katherine Langston. A menos que esté en un error sobre las leyes sucesorias, ella es ahora la heredera del título escocés de su madre.
—Aun así—objetó de manera estirada lady Kirby—, no lo tendrá fácil para conseguirle una buena boda —se dirigió hacia Miley, irradiando fingida compasión—. Su madre armó un gran escándalo cuando se fugó con aquel obrero irlandés.
La indignación en nombre de su madre echaba chispas por todo el cuerpo de Miley.
—Mi madre se casó con un médico irlandés —la corrigió.
—Sin el permiso de su abuela —contrarrestó lady Kirby—. En este país, las muchachas bien educadas no se casan contra la voluntad de sus familias.
La evidente implicación de que Katherine no era una muchacha bien educada enojó tanto a Miley que se clavó las uñas en las palmas.
—¡Oh, bien!, con el tiempo la buena sociedad llega a olvidar estas cosas —concedió con generosidad lady Kirby—. Mientras tanto, tiene mucho que aprender antes de que pueda ser presentada. Tendrá que aprender la manera adecuada de dirigirse a cada lord, a su esposa e hijos, y por supuesto, está la etiqueta, que implica devolver las visitas y los problemas más complicados de aprender a disponer los asientos. Dominar solo eso cuesta meses: a quién debes sentar al lado de quién en la mesa, me refiero. Los coloniales ignoran estas cosas, pero nosotros los ingleses damos la mayor importancia a estos asuntos de la corrección.
—Tal vez eso explica por qué siempre los derrotamos en las guerras —sugirió encantadoramente Miley, incitada a defender a su familia y a su país.
Lady Kirby entornó los ojos.
—No pretendía ofenderla. Sin embargo, deberá frenar la lengua si espera hacer una buena boda y también librarse de la reputación de su madre.
Miley se levantó y dijo con serena dignidad:
—Me resultará muy difícil librarme de la reputación de mi madre. Mi madre era la mujer más gentil y amorosa que haya existido jamás. Ahora, si me disculpan, tengo algunas cartas que escribir.
Miley cerró la puerta tras de sí y recorrió el pasillo hasta la biblioteca, una habitación gigantesca donde las alfombras persas se extendían sóbrelos pulidos suelos de madera y las estanterías de libros forraban paredes enteras. Demasiado enfadada y preocupada para sentarse en una de las mesas y escribir una carta a Dorothy o a Andrew, deambuló ojeando las estanterías de libros, buscando algo que sosegase su ánimo. Pasó por delante de tomos de historia, mitología y comercio y llegó a la sección de poesía. Su mirada vagó distraídamente por los autores, algunos de los cuales ya había leído: Milton, Shelley, Keats, Byron. Sin verdadero interés por la lectura, eligió al azar un delgado volumen simplemente porque sobresalía unos milímetros de los demás en la estantería y lo llevó hasta el grupo de cómodas sillas más cercano.
Encendió la lámpara de aceite que se encontraba encima de la mesa y se acomodó en la silla, obligándose a abrir el libro. De él se deslizó una nota de papel rosa y perfumado y cayó al suelo. Miley la recogió automáticamente y se disponía a devolverla a su lugar cuando le asaltaron las primeras palabras de la apasionada nota, escritas en francés:

Querido Nicholas:
Te echo tanto de menos. Te esperó con impaciencia y cuento las horas que faltan para que vengas a mí...

Miley se dijo a sí misma que leer una carta dirigida a otra persona era de mala educación, imperdonable y completamente indigno, pero la idea de una mujer que esperase con impaciencia a Nicholas Fielding le resultaba tan increíble que no pudo dominar su asombrada curiosidad. Por su parte, ¡ella se sentiría más inclinada a esperar con impaciencia a que Nicholas se fuera! Estaba tan absorta en su descubrimiento que no oyó a Nicholas y a la señorita Kirby acercándose por el pasillo mientras continuaba leyendo:

Te envío estos preciosos poemas con la esperanza de que los leas y pienses en mí, en las tiernas noches que hemos compartido el uno en los brazos del otro...

—Miley —gritó Nicholas de mal talante.
Miley se puso en pie de un salto, con nerviosismo culpable, dejó caer el libro de poesía, lo cogió rápidamente y se volvió a sentar. Intentando parecer enfrascada en la lectura, abrió el libro y lo miró a ciegas, completamente inconsciente de que estaba bocabajo.
—¿Por qué no me contestabas? —exigió Nicholas mientras entraba en la biblioteca con la adorable señorita Kirby colgada del brazo—. Johanna quería despedirse de ti y ofrecerte su ayuda si necesitas comprar algo en el pueblo.
Después del gratuito ataque de lady Kirby, Miley no podía evitar preguntarse si la señorita Kirby estaba infiriendo que no se podía confiar en Miley para que realizase sus propias compras.
—Lo siento, no te oí llamarme —se disculpo, intentado componer su expresión para no parecer ni enfadada ni culpable—. Como puedes ver, estaba leyendo y estaba muy enfrascada.
Cerró el libro y lo dejó sobre la mesa, luego se obligó a mirarlos con serenidad. La expresión de sublevada indignación en el rostro de Nicholas la hizo retroceder alarmada.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó con la asustada certeza de que de algún modo Nicholas recordaba que la nota estaba en el libro y sospechaba que la había leído.
—Sí —le espetó y se dirigió a la señorita Kirby, que miraba a Miley con una expresión similar—. Johanna, ¿puede recomendarle un tutor del pueblo para que le enseñe a leer?
—¿Enseñarme a leer? —exclamó Miley, estremeciéndose ante el semblante de avergonzada piedad de la guapa morena— No seas tonto, no necesito tutor, sé leer perfectamente.
Ignorándola, Nicholas miró a la señorita Kirby.
—¿Puede recomendarnos un tutor que venga aquí y la enseñe?
—Sí, creo que sí, milord. El señor Watkins, el vicario.
Con la cara sufriente de quien ya se ha visto obligada a tolerar demasiados insultos y no soportará otro más, Miley dijo con mucha firmeza:
—¡Oh, de veras, esto es absurdo! No necesito un tutor. Sé leer.
Los modales de Nicholas se helaron.
—No vuelvas a mentirme nunca —le advirtió—. Desprecio a los mentirosos, en particular a las mentirosas. ¡No sabes leer ni una palabra y lo sabes perfectamente, maldita sea!
—¡No puedo creerlo! —protestó Miley, ajena a la mirada horrorizada de la señorita Kirby—. ¿Te estoy diciendo que sé leer!
Furiosa y humillada por ser tratada de aquel modo, sobre todo delante de la señorita Kirby, que no hacía intentó alguno por ocultar su placer ante el mal trago de Miley, abrió el librito y vio la nota perfumada.
—Adelante —se burló Nicholas—. A ver cómo lees.
Con toda la intención. Miley le miró de reojo.
—¿Estás absolutamente seguro de que quieres que lea esto en voz alta?
—En voz alta —confirmó Nicholas tajante.
—¿Delante de la señorita Kirby? —preguntó inocentemente.
—Lee o admite que no sabes leer —le espetó Nicholas.
—Muy bien. —Ahogando la risa, leyó con dramatismo—: «Querido Nicholas. Te echo tanto de menos. Te espero con impaciencia y cuento las horas que faltan para que vengas a mí. Te envío estos preciosos poemas con la esperanza de que los leas y pienses en mí, en las tiernas noches que hemos compartido el uno en los brazos del o...».
Nicholas le arrebató el libro de las manos. Levantando las cejas, Miley le miró a los ojos y le recordó sin énfasis:
—Esta nota está escrita en francés, la he traducido mientras la leía.
Y volviéndose hacia la señorita Kirby dijo animadamente:
—Por supuesto, continuaba, pero no creo que sea el tipo de material de lectura que uno debe dejar por ahí cuando hay damas de buena cuna cerca, ¿no cree?
Antes de que a ninguno de los dos les diera tiempo a responder. Miley se dio media vuelta y salió de la habitación con la cabeza alta.
Lady Kirby esperaba en el pasillo, preparada para irse. Miley despidió a ambas mujeres con un frío «adiós», luego empezó a subir la escalera, con la esperanza de escapar a la inevitable ira de Nicholas, que, estaba segura, desataría sobre ella en cuanto las damas se hubieran ido. Sin embargo, el comentario que lady Kirby hizo antes de marcharse hizo explotar la mente de Miley que olvidó todo lo demás.
—No te sientas mal por la defección de lord Fieldmg, querida —le dijo mientras Northrup le ayudaba a ponerse los abrigos— Pocas personas creyeron realmente en el anuncio de compromiso del periódico. Todo el mundo estaba convencido de que cuando llegaras aquí encontraría algún modo de romperlo. El pillastre ha dejado bien claro a todos que no se casará con nadie...
Charles la empujó hacia la puerta con la excusa de acompañarla hasta su carruaje, y Miley se detuvo y se dio media vuelta en la escalera. Como una diosa furiosa y de gran belleza temblaba de ira mirando a Nicholas desde arriba.
—¿He entendido bien —enunció furiosamente—, que el compromiso que dijiste habías anulado era nuestro compromiso?
La única respuesta de Nicholas fue tensar la mandíbula, pero su silencio era una admisión tácita y, al mirarlo, a Miley le saltaban chispas de los ojos azules, sin percatarse de que los criados la estaban mirando, paralizados de horror.
—¡Cómo te atreves! —exclamó entre dientes— ¡Cómo te atreves a permitir que nadie crea que yo pensaba casarme contigo! No me casaría contigo ni aunque fueses...
—No recuerdo haberte pedido que te casaras conmigo —le interrumpió Nicholas con sarcasmo—. Sin embargo, resulta tranquilizador saber que si alguna vez, fuera de mi sano juicio, te lo pidiera, tendrías la consideración de rechazarme.
Peligrosamente cerca de las lágrimas, porque estaba perdiendo la compostura, pero no conseguía afectar a Nicholas, Miley le miró con feroz desprecio.
—¡Eres un monstruo, frío, insensible, arrogante y sin sentimientos, ni respeto ni cariño por nadie, ni siquiera por los muertos! ¡Ninguna mujer en su sano juicio te querría! ¡Eres un...! —su voz se quebró, dio media vuelta y subió la escalera.
Nicholas la observaba desde el vestíbulo, donde dos criados y el mayordomo estaban clavados en el suelo, esperando con inerme pavor el momento en que su señor desatara su furia sobre aquella mocosa que acababa de hacer lo imperdonable. Al cabo de un rato interminable, Nicholas se metió las manos en los bolsillos, se volvió hacia el petrificado mayordomo y levantó las cejas.
—Creo que acabo de recibir lo que comúnmente se llama un «apabullante rapapolvo», Northrup.
Northrup tragó audiblemente saliva, pero no dijo nada hasta que Nicholas subió las escaleras; luego se dirigió a los criados:
—Vuelvan a sus tareas y cuídense de no comentar esto con nadie. —Y se alejó.
O’Malley se quedó boquiabierto ante los demás criados.
—Me preparó una cataplasma y me curó el dolor de muelas —les contó reverencialmente y entre dientes— Tal vez le preparó algo a su señoría para curarle el carácter, mientras estuvo allí.
Sin esperar respuesta, se encaminó directamente hacia la cocina para informar a la señora Craddock y al personal de la cocina del sorprendente incidente del que acababa de ser testigo. Después de la partida de monsieur André —gracias a la joven dama de América—, la cocina se había convertido en un lugar agradable para pasar un momento de vez en cuando, siempre que los ojos de águila de Northrup enfocaban hacia otra persona.
Al cabo de una hora, todo el personal, bien entrenado y perfectamente reglamentado, de la casa había hecho una pequeña pausa para escuchar con incredulidad el relato del drama ocurrido en la escalera. Al cabo de media hora, la historia del paso de su señoría de la dignidad glacial a la cálida humanidad ante la extrema provocación se había divulgado desde la casa hasta los establos y las cabañas de los guardabosques.
Arriba, las manos de Miley temblaban de angustia reprimida mientras se quitaba las horquillas del cabello y el vestido de color melocotón. Luchando aún contra las lágrimas, lo colgó en el armario, sacó un camisón y se metió en la cama. La nostalgia de su hogar le fue invadiendo en oleadas sofocantes. Quería irse de allí, poner un océano de por medio entre ella y gente como Nicholas Fielding y lady Kirby. Probablemente su madre dejó Inglaterra por la misma razón. Su madre... su hermosa, amable madre, pensó conteniendo un sollozo. Lady Kirby no era digna de tocar el bajo de la falda de Katherine Seaton.
Los recuerdos de una vida feliz anterior acudían en tropel a su memoria hasta que su dormitorio de Wakefield estuvo completamente abarrotado. Recordaba el día en que había cogido un ramo de flores silvestres para su madre y se había manchado el vestido.
—Mira, mamá, ¿no son lo más bonito que has visto en la vida? —le había preguntado Miley—. Las he cogido para ti... pero, me he manchado el vestido.
—Son muy bonitas —había coincidido su madre, abrazándola e ignorando el vestido manchado—. Pero tú eres lo más bonito que he visto en la vida.
Recordó cuando tenía siete años y enfermó de unas fiebres que la tuvieron al borde de la muerte. Noche tras noche, su madre se sentaba junto a su lecho, pasándole una esponja húmeda por la cara y los brazos. Miley fluctuaba entre la vigilia y el delirio. La quinta noche, se había despertado en sus brazos, con el rostro húmedo de las lágrimas que rodaban por las mejillas de su madre. Katherine la mecía, llorando y susurrando la misma deshilvanada súplica una y otra vez: «Por favor, no dejes que mi niña muera. Es tan pequeña y le da tanto miedo la oscuridad. Por favor. Dios...».
En la afelpada crisálida de seda de su lecho en Wakefield. Miley hundió el semblante en la almohada y su cuerpo empezó a temblar con desgarradores sollozos.
—¡Oh, mamá! —lloró amargamente—. ¡Oh, mamá, te echo tanto de menos...!
Nicholas se detuvo fuera de su dormitorio y levantó la mano para llamar, luego comprobó el sonido de su amargo llanto, con la frente fruncida en una mueca. Probablemente se sentiría mejor si lloraba y lo sacaba todo fuera, pensó. Por otro lado, si continuaba llorando así, seguramente enfermaría. Después de unos segundos de vacilación fue a su propia habitación, sirvió un poco de brandy en una copa y regresó a la de Miley.
Llamó —como ella le había instruido arrogantemente a hacer antes—, pero cuando no respondió, abrió la puerta y entró. Se quedo de pie al lado de su cama, mirando cómo sus hombros se sacudían con espasmos de pena desgarradora. Había visto llorar a algunas mujeres, pero sus lágrimas siempre eran afectadas e intencionadas, pretendían doblegar la voluntad de un hombre. Miley le había arrojado veloces lanzas verbales de pie desde la escalera como un guerrero furioso, luego se había retirado a su habitación para llorar en patético secreto.
Nicholas le puso la mano en el hombro.
—Miley...
Miley se dio la vuelta y se apoyó en los codos, con ojos de un azul profundo como el terciopelo húmedo y las gruesas pestañas salpicadas de lágrimas.
—¡Vete de aquí! —le exigió en un ronco susurro—. ¡Vete de aquí ahora mismo antes de que alguien te vea!
Nicholas miró la belleza tempestuosa de ojos zarcos, con las mejillas arreboladas por la ira y el cabello cobrizo desparramado en desorden sobre los hombros. Con su primoroso camisón blanco de cuello alto, tenía la atracción inocente de una niña desconcertada y desconsolada; sin embargo, el desafío de su barbilla y el enojado orgullo que brillaba en sus ojos le advertían que no la subestimase. Recordaba su osada impertinencia en la biblioteca, cuando deliberadamente leyó la nota en voz alta sin hacer esfuerzo alguno por ocultar su satisfacción ante su desconcierto. Melissa había sido la única mujer que se había atrevido a desafiarlo, pero lo hizo a sus espaldas. Miley Seaton lo había hecho a la cara y casi la admiraba por ello.
Como no hacía ningún movimiento para marcharse, Miley se limpió con irritación las lágrimas de las mejillas, se subió las sábanas hasta la barbilla y empezó a retroceder hasta apoyarse en las almohadas.
—¿Te das cuenta de lo que la gente diría si supiera que estás aquí? —susurró—. ¿No tienes principios?
—Ninguno en absoluto —admitió impenitentemente—. Prefiero el sentido práctico a los principios —ignorando la mirada fulminante de Miley, se sentó en la cama y le ofreció—: Toma, bebe esto.
Le acercó la copa de líquido ámbar a la cara para que pudiera oler su fuerte aroma.
—No —se negó, moviendo la cabeza—. De ningún modo.
—Bebe —dijo con serenidad—, o te lo haré tragar.
—¡No te atreverás!
—Sí, Miley, lo haré. Ahora bébetelo como una buena chica. Hará que te sientas mejor.
Miley vio que no tenía sentido discutir y estaba demasiado exhausta para enfrascarse en una pelea física. Dio un resentido sorbo del desagradable líquido ámbar e intentó encajárselo en la mano otra vez.
—Me siento mucho mejor —mintió.
Había una brizna de deleite en los ojos de Nicholas, pero su voz era implacable.
—Bébete el resto.
—¿Y entonces te irás? —preguntó, capitulando de mala gana.
Nicholas asintió. Con la intención de acabar con él como si fuera una medicina de mal sabor, dio dos rápidos tragos, luego se dobló, tosiendo mientras el líquido le quemaba y abría un ardiente camino hasta su estómago.
—Es horrible —exclamó, reclinándose contra las almohadas.
Durante unos minutos, Nicholas permaneció en silencio, dando tiempo al brandy para que le produjera una agradable calidez. Luego dijo con calma:
—En primer lugar, fue Charles quien anunció nuestro compromiso en el periódico, no yo. En segundo, no tienes el menor deseo de comprometerte conmigo. ¿Es eso correcto?
—Absolutamente —aseguró Miley.
—Entonces, ¿por qué lloras por no estar comprometida?
Miley le miró con altivo desdén.
—No hacía nada por el estilo.
—¿No? —Divertido, Nicholas miró las lágrimas que aún pendían de sus rizadas pestañas y le tendió un pañuelo blanco como la nieve—. Entonces por qué tienes la nariz roja, las mejillas hinchadas, la cara pálida y...
Una risa tímida, inducida por el brandy, creció dentro de Miley y subió hasta su nariz.
—Ese comentario es impropio de un caballero.
Una débil sonrisa transformó las severas facciones de Nicholas.
—¡Creo que no he hecho nada para darte la impresión de que soy un caballero!
La exagerada consternación en su voz le arrancó una reluctante sonrisa de los labios.
—Nada en absoluto —aseguró y dando otro sorbo al brandy, se recostó contra las almohadas—. No lloraba por ese ridículo compromiso... eso solo me puso furiosa.
—¿Entonces por qué llorabas?
Haciendo rodar la copa entre las manos, estudió las volutas del líquido.
—Lloraba por mi madre. Lady Kirby dijo que tendría que librarme de su reputación y eso me enfureció, no sabía qué decir.
Le miró bajo sus largas pestañas y, como por primera vez parecía preocupado de verdad y accesible, prosiguió:
—Mi madre era amable, buena y dulce. Empecé a acordarme de lo maravillosa que era y eso me hizo llorar. Sabes, desde que mis padres murieron, tengo estas... peculiares rachas en que me siento perfectamente bien y al cabo de un instante empiezo a echarlos terriblemente en falta y eso me hace llorar.
—Es natural llorar por la gente que amas —explicó, con tanta ternura que apenas podía creer que fuera él quien estaba hablando.
Extrañamente confortada por su presencia y su voz profunda y resonante. Miley sacudió la cabeza.
—Lloro por mí—confesó sintiéndose culpable—, lloro porque siento lástima de mí misma porque los he perdido. Nunca me había percatado de que era tan cobarde.
—He visto hombres valientes llorar, Miley —le explicó tranquilamente.
Miley estudió sus rasgos duros, como esculpidos. Incluso con el efecto suavizador de la luz de las velas en el rostro, parecía absolutamente invulnerable. Resultaba imposible imaginarlo con lágrimas en los ojos. El brandy había mermado su habitual reserva, de modo que Miley ladeó la cabeza y le preguntó:
—¿Has llorado alguna vez?
Ante su decepcionada mirada, la expresión de Nicholas se volvió distante.
—No.
—¿Ni siquiera de niño? —insistió, intentado mejorar su humor hostigándolo un poco.
—No, ni siquiera entonces —respondió tajante.
Bruscamente hizo un movimiento para ponerse en pie, pero Miley impulsivamente posó la mano en su manga. Él entornó los ojos mirando aquellos largos dedos que descansaban en su brazo, luego levantó la mirada hasta los escrutadores ojos de Miley.
—Señor Fielding —empezó, intentando torpemente mantener la breve tregua y reforzarla en la medida de lo posible—. Sé que no quieres que esté aquí, pero no me quedaré mucho tiempo... solo hasta que Andrew venga a por mí.
—Quédate todo lo que quieras —dijo, encogiéndose de hombros con expresión fría.
—Gracias —el bonito rostro de Miley expresaba su asombro ante aquellos repentinos cambios de humor—. Pero lo que quería decir es que preferiría que estuviéramos en términos más amistosos.
—¿Qué clase de «términos más amistosos» tienes en mente, milady?
Sosegada por el brandy, Miley echaba de menos el sarcasmo en su voz.
—Bueno, si no hilas demasiado fino, somos primos lejanos. —Hizo una pausa para buscar en su enigmático rostro algún signo de calidez—. No me queda ningún otro pariente, salvo tío Charles y tú. ¿Crees que podríamos tratarnos como primos?
Parecía sorprendido por su proposición y luego divertido.
—Supongo que sí.
—Gracias.
—Ahora duerme un poco.
Asintió y se acurrucó bajo las sábanas.
—¡Ah! olvidaba disculparme... por las cosas que te dije cuando me enfadé.
Nicholas curvó los labios.
—¿Te arrepientes de ellas?
Miley levantó las cejas, observándolo con una sonrisa somnolienta e impenitente.
—Te merecías cada una de las palabras.
—Tienes razón —admitió sonriendo—. Pero no abuses de tu suerte.
Reprimiendo el deseo de acariciarle la frondosa cabellera, Nicholas se dirigió a su propia habitación y se sirvió un brandy, luego se sentó y apoyó los pies en la mesa. Tímidamente se preguntó por qué Miley Seaton despertaba en él aquellas extrañas ganas de protegerla. Sus intenciones habían sido devolverla directamente a América en cuando llegara, y eso fue antes de que irrumpiera en su casa. Tal vez fuera porque estaba tan perdida y era tan vulnerable —y joven y delicada— por lo que le producía aquel sentimiento paternal. O tal vez fuera su candor lo que le desequilibraba. O aquellos ojos que parecían escrutar su rostro como si buscaran su alma. No mostraba artimañas de coqueta, no las necesitaba, pensó irónicamente, aquellos ojos seducirían a un santo.