Capitulo 21
El cielo estaba nublado y gris mientras el reluciente carruaje negro lacado de Nicholas recorría elegantemente las abarrotadas calles de Londres, arrastrado por cuatro briosos caballos zainos con un magnífico arnés plateado. Seis jinetes vestidos de terciopelo verde y librea encabezaban la procesión, seguidos por cuatro hombres uniformados, montados detrás del coche. Dos cocheros se sentaban orgullosamente tiesos encima del coche y dos más iban en la parte trasera del vehículo.
Miley se acurrucaba en el mullido y lujoso sillón del coche de Nicholas, envuelta en una capa de increíble belleza y de un coste salvajemente exorbitante, con las ideas tan sombrías como el día que hacía fuera.
—¿Tienes frío, querida? —preguntó Charles solícito desde el lugar que ocupaba frente a ella.
Miley negó con la cabeza, preguntándose nerviosa por qué Nicholas había insistido en hacer de su boda semejante espectáculo.
Pocos minutos más tarde, puso la mano en la de Charles y bajó del coche, subió despacio los empinados escalones de la gran iglesia gótica, como una niña a quien su padre lleva a un acontecimiento temible.
Esperó junto a Charles en la puerta trasera de la iglesia, intentando no pensar en la trascendencia de lo que estaba a punto de hacer, dejando que su mirada vagase sin rumbo sobre la multitud. Su mente aprehensiva se fijó al azar en las inmensas diferencias entre los aristócratas de Londres, vestidos con seda y finos brocados que habían ido a ser testigos de su boda, y los sencillos y amistosos aldeanos que siempre había deseado tener cerca el día de su boda. Apenas conocía a la mayoría de personas, a algunas no las había visto en la vida. Evitando cuidadosamente mirar hacia el altar, donde Nicholas y no Andrew pronto la aguardaría, observó los bancos. Había un lugar vacío, reservado para Charles, en el primer banco de la derecha, pero el resto estaba lleno de invitados. Directamente al otro lado del pasillo en el primer banco, que normalmente habría estado reservado para la familia cercana de la novia, había una vieja dama apoyada sobre un bastón de ébano, con el cabello oculto por un turbante de satén de un color púrpura intenso.
La cabeza del turbante le resultaba vagamente familiar, pero Miley estaba demasiado nerviosa para recordar dónde la había visto y Charles atrajo su atención haciendo un gesto hacia lord Collingwood, que caminaba hacia ellos.
—¿Ha llegado Nicholas? —preguntó Charles cuando Robert Collingwood les alcanzó.
El conde, que era el padrino de Nicholas, besó la mano de Miley, con una sonrisa tranquilizadora y afirmó:
—Aquí está y preparado, cuando vosotros lo estéis.
Las rodillas de Miley empezaron a temblar. No estaba preparada, ¡no estaba preparada para hacer aquello en absoluto!
Caroline le puso bien la cola del traje azul satinado salpicado de diamantes y sonrió a su marido.
—¿Está nervioso, lord Fielding?
—Dice que no —confesó Robert—, pero preferiría que esto ya estuviera en marcha.
¡Qué frío!, pensó Miley, mientras su miedo se convertía en pánico. ¡Qué distante! ¡Qué Nicholas!
Charles estaba intranquilo, ansioso.
—Estamos listos —respondió con entusiasmo—. Comencemos.
Sintiéndose como una marioneta cuyos hilos manejaba otra persona. Miley puso la mano en el brazo de Charles y, empezó el interminable desfile por el pasillo iluminado por velas. Avanzó a través de la luz de las velas en un lujoso remolino de satén azul brillante, con diamantes que centelleaban como pequeñas luces parpadeantes en su cabello, en su garganta y esparcidos por su velo. En la gran gradería superior, el coro cantaba, pero Miley no lo oía. Detrás de ella, alejándose deprisa a cada paso, quedaban la risa y los días despreocupados de su niñez. Delante... delante estaba Nicholas, vestido en un espléndido traje de rico terciopelo azul oscuro. Con el rostro parcialmente ensombrecido, parecía muy alto y oscuro. Tan oscuro como lo desconocido... tan oscuro como su futuro.
—¡Por qué haces esto! —exclamó para sí la mente aterrorizada de Miley mientras Charles la conducía hasta Nicholas.
—No lo sé —se respondió en silencio—. Nicholas me necesita.
—¡Eso no es ningún motivo! —le gritó su mente—. Aún puedes escapar. Da media vuelta y corre.
—No puedo —le gritó su corazón.
—¿Por qué no?
—Se sentiría humillado si lo hago... más humillado que por su primera mujer.
—Recuerda lo que te dijo tu padre: nunca dejes que nadie te convenza de que puedes ser feliz con alguien que no te quiere. Recuerda lo desgraciado que era. ¡Corre! ¡Rápido! ¡Sal de aquí antes de que sea demasiado tarde!
El corazón de Miley perdió la batalla contra el terror mientras Charles le colocaba la mano helada en la cálida mano de Nicholas y daba un paso atrás. Su cuerpo se tensó para huir, con la mano libre se recogió la falda, se le aceleró la respiración. Se disponía a retirar la mano derecha del alcance de Nicholas en el mismo momento en que sus dedos se cerraron alrededor de los suyos como una trampa de acero y volvió la cabeza bruscamente, con sus intensos ojos verdes mirándole a los suyos, advirtiéndole de que no lo intentara. De repente aflojó la mano, con la mirada perdida, distante. Nicholas le soltó la mano, dejando que cayera a un lado, ante su voluminosa falda y miró al arzobispo.
¡Va a parar esto!, pensó Miley mientras el arzobispo se inclinaba y decía:
—¿Empezamos, milord?
Nicholas movió la cabeza y abrió la boca.
—¡No! —susurró Miley, intentando detener a Nicholas.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el arzobispo con el ceño fruncido.
Miley levantó los ojos hacia Nicholas y vio la humillación que ocultaba tras una máscara de cínica indiferencia.
—Solo estoy asustada, milord. Por favor, dame la mano.
Nicholas vaciló, la miró escrutadoramente a los ojos y pronto la férrea severidad de sus rasgos se aflojó. Sus manos tocaron las suyas, luego se cerraron tranquilizadoramente alrededor de sus dedos.
—Ahora, ¿puedo proceder? —susurró el indignado arzobispo.
Los labios de Nicholas temblaron.
—Por favor.
Mientras el arzobispo empezaba a leer el largo servicio religioso. Charles observaba gozoso a la novia y el novio, con el corazón henchido a punto de estallar, pero un destello púrpura divisado con el rabillo del ojo combinado con la inquietante sensación de ser observado, atrajo de repente su atención. Miró de reojo y se puso tieso de la impresión cuando sus ojos chocaron con los azul pálido de la duquesa de Claremont. Charles la miró, con el rostro vivo de frío triunfo; luego, con una última mirada desdeñosa, apartó la vista de ella y su presencia de su mente. Observó a su hijo junto a Miley, dos seres jóvenes y hermosos manifestándose que se unirían para siempre. Las lágrimas le inundaron los ojos cuando el arzobispo entonó:
—Tú, Miley Seaton...
—Katherine, mi amor —susurró Charles en lo más profundo de su corazón—, ¿ves a nuestros hijos aquí? ¿No son hermosos juntos? Tu abuela impidió que tuviéramos hijos, querida; esa fue su Miley, pero esta es la nuestra. Tendremos nietos en lugar de hijos, mi corazón. Mi querida y hermosa Katherine, tendremos nietos.
Charles inclinó la cabeza, no quería permitir que la anciana del otro lado del pasillo viera que estaba llorando. Pero la duquesa de Claremont no podía ver nada a través de las lágrimas que derramaban sus ojos y resbalaban por sus arrugadas mejillas.
—Katherine, mi amor —susurró para sí—, mira lo que he hecho. En mi est/úpido y ciego egoísmo evité que te casaras con él y tuvieras hijos con él. Pero ahora lo he dispuesto para que tengas nietos. ¡Oh, Katherine, te quería tanto! Quería que tuvieras el mundo a tus pies y no creí que lo único que querías era a él.
Cuando el arzobispo pidió a Miley que repitiera sus votos, recordó su trato para hacer que todo el mundo creyera que estaba muy ligada a Nicholas. Levantó la cara hacia la suya, intentó hablar con claridad y seguridad, pero cuando le estaba prometiendo amarlo, la mirada de Nicholas se elevó súbitamente hacia el arqueado techo de la iglesia y apareció una mirada sardónica en sus labios. Miley se percató de que estaba vigilando por si caía un rayo y la tensión se disolvió en una ahogada risita, que le valió una mueca profundamente reprobatoria por parte del arzobispo.
La hilaridad de Miley se disolvió bruscamente cuando oyó la voz profunda y resonante de Nicholas reverberar en toda la iglesia, ofreciéndole todas las bendiciones terrenales. Y luego se acabó.
—Puede besar a la novia —pronunció el arzobispo.
Nicholas se volvió y la miró con los ojos resplandecientes de intenso triunfo, tan inesperado y tan terrible que Miley se puso tensa cuando sus brazos la rodearon. Inclinando la cabeza, Nicholas reclamó sus temblorosos labios en un beso largo y audaz que hizo sonrojarse al arzobispo y reír a varios invitados; luego la soltó y le cogió la mano.
—Milord —susurró implorante mientras caminaban por el pasillo hacia la puerta encabezando la salida de la iglesia—, por favor... no puedo seguir tus pasos.
—Llámame Nicholas —le ordenó bruscamente, pero aminoró el paso—. Y la próxima vez que te bese, finge que te gusta.
Su tono glacial le sentó como un cubo de agua fría, pero de alguna manera Miley se las arregló para mantenerse en pie entre Charles y Nicholas fuera de la iglesia y sonreír, un poco tensa, a los ochocientos invitados que se detuvieron a desearles felicidad.
Charles se volvió para hablar con uno de sus amigos justo cuando el último invitado salió de la iglesia, inclinándose pesadamente en el mango engarzado de joyas de su bastón de ébano.
Ignorando por completo a Nicholas, la duquesa se acercó a Miley y la miró fijamente a los ojos azules.
—¿Sabes quién soy? —le exigió sin preámbulo cuando Miley le sonrió educadamente.
—No, señora —admitió Miley—. Lo siento mucho pero no. Creo haberla visto en alguna parte antes, me resulta muy familiar, sin embargo...
—Soy tu bisabuela.
La mano de Miley se crispó espasmódicamente en el brazo de Nicholas. Era su bisabuela, la mujer que se había negado a albergarla y que había destruido la felicidad de su madre. La barbilla de Miley se elevó.
—No tengo bisabuela —dijo con calma mortal.
Aquel sencillo enunciado tuvo un efecto muy extraño en la duquesa viuda. Sus ojos brillaban de admiración y el asomo de una sonrisa ablandó sus estrictos rasgos.
—¡Oh, pero sí la tienes, querida! La tienes —repitió casi con cariño—. De aspecto eres como tu madre, pero ese orgullo desafiante es mío —se rió y negó con la cabeza cuando Miley se disponía a discutir—. No, no te molestes en negar mi existencia otra vez, pues mi sangre fluye por tus venas y es mi propia obstinación la que veo en tu barbilla. Los ojos de tu madre, mi fuerza de voluntad...
—¡Apártate de ella! —exclamó furioso Charles—. ¡Fuera de aquí!
La duquesa se puso tiesa y sus ojos se llenaron de ira.
—No te atrevas a usar ese tono conmigo, Atherton, o yo...
—¿O qué me harás? —le espetó despiadadamente Charles—. No te molestes en amenazarme. Ahora tengo todo lo que quería.
La duquesa viuda de Claremont lo miró desde toda la longitud de su aristocrática nariz, con expresión triunfante.
—Lo tienes porque yo te lo di, idi/ota —haciendo caso omiso de la mirada atónita y furiosa de Charles, se volvió a dirigir hacia Miley y sus ojos se llenaron de cariño. Extendió la frágil mano y la posó en la mejilla de Miley mientras se le empañaban los ojos—. Tal vez vengas a Claremont House a ver a Dorothy cuando regrese de Francia. No ha sido fácil mantenerla alejada de ti, pero lo habría estropeado todo con su insulsa charla sobre viejos escándalos... viejos rumores —corrigió de inmediato la duquesa.
Se dirigió hacia Nicholas y su expresión se volvió más severa.
—Le confío el cuidado de mi bisnieta, Wakefield, le hago personalmente responsable de su felicidad, ¿está claro?
—Muy claro —respondió con voz solemne, pero miraba a la minúscula mujer que le lanzaba vagas amenazas con una hilaridad apenas disimulada.
La duquesa examinó a conciencia sus rasgos tranquilos, luego asintió.
—Ahora que nos comprendemos, me iré —levantó la muñeca—. Puede besarme la mano.
Con perfecta ecuanimidad, Nicholas tomó la mano levantada en la suya y le depositó un galante beso en el dorso.
Volviéndose hacia Miley, la duquesa dijo débilmente.
—Supongo que sería mucho pedir... —Miley apenas comprendía lo que estaba ocurriendo en los minutos transcurridos desde que su bisabuela se le había acercado, pero sabía sin ningún género de duda que la emoción que veía en los ojos de la anciana era amor... amor y un terrible arrepentimiento.
—Abuela —suspiró con voz entrecortada y se vio a sí misma abrazada fuertemente por su bisabuela.
La duquesa se echó un poco atrás, con una sonrisa emocionada y tímida; entonces dirigió una mirada imperiosa a Nicholas.
—Wakefield, he decidido no morir hasta sostener a mi tataranieto en los brazos. Como no voy a vivir eternamente, no toleraré retrasos por su parte.
—Me ocuparé prontamente del asunto, excelencia —prometió Nicholas, con rostro impasible, pero con la risa reflejándose en sus ojos de jade.
—Tampoco toleraré ninguna tontería por tu parte, querida —advirtió a su arrebolada bisnieta. Dando un golpecito en la mano a Miley, añadió con nostalgia—: He decidido retirarme al campo. Claremont está solo a una hora de viaje de Wakefield, así que tal vez puedas visitarme de vez en cuando. —Y diciendo eso, hizo una seña a su abogado, que aguardaba a la puerta de la iglesia y le ordenó solemnemente—: Déme su brazo, Weatherford. Ya he visto lo que quería ver y dicho lo que quería decir.
Con una última y triunfante mirada al perplejo Charles, se dio media vuelta y se alejó con los hombros muy tiesos y el bastón apenas rozando el suelo.
Muchos de los invitados a la boda aún estaban por allí, esperando sus carruajes, cuando Nicholas condujo a Miley a través de la muchedumbre hasta su lujoso vehículo. Miley sonreía de modo automático cuando la gente les saludaba y les observaba marcharse, pero su mente estaba tan afectada por el día cargado de emociones que no fue consciente de su entorno hasta que se acercaban al pueblo cercano a Wakefield. Con culpable sobresalto, se percató que no había dicho más que una docena de palabras a Nicholas en más de dos horas.
Miró a hurtadillas al atractivo hombre que ahora era su marido. Él miraba hacia el otro lado y su perfil era una máscara dura y bien definida, carente de compasión ni comprensión. Miley sabía que estaba enfadado con ella por haber intentado abandonarle ante el altar, enfadado y rencoroso. El miedo a una posible venganza le crispó los nervios, añadiendo más tensión a sus ya sobrecargadas emociones. Se preguntó frenéticamente si con aquel gesto ella había creado una brecha entre ellos que tal vez nunca se cerraría.
—Nicholas —empezó, usando tímidamente su nombre de pila—, siento lo que sucedió en la iglesia.
Se encogió de hombros sin que su rostro demostrara ninguna emoción.
Su silencio solo sirvió para aumentar la ansiedad de Miley mientras el carruaje doblaba una curva y descendía a un pueblecito pintoresco cercano a Wakefield. Estaba a punto de volver a disculparse, cuando de repente las campanas de la iglesia empezaron a tocar y vio a los aldeanos y campesinos alineados en la carretera que tenían delante, vestidos con sus mejores galas.
Sonreían y saludaban al paso del coche y los niños pequeños, con ramos de flores salvajes fuertemente apretados en los puños, se acercaban corriendo y le ofrecían sus ramilletes a Miley a través de la ventana abierta del carruaje.
Un niño de unos cuatro años se tropezó con una gruesa raíz que había a un lado del camino y aterrizó sobre su ramo.
—Nicholas —imploró Miley olvidándose del malestar que reinaba entre ambos—, dile al cochero que se detenga, por favor!
Nicholas obedeció y Miley abrió la puerta.
—¡Qué flores más preciosas! —exclamó al niñito, que se estaba levantando del camino al lado del coche, mientras algunos niños más mayores se burlaban y le gritaban—. ¿Son para mí? —le preguntó con entusiasmo, haciendo un gesto hacia las maltrechas flores.
El niño sollozó, se enjuagó las lágrimas de los ojos con su puñito sucio.
—Sí, señora, eran para usted, antes de que me cayera encima de ellas.
—¿Me las das? —le alentó Miley, sonriendo—. Estarán preciosas aquí en mi propio ramo.
El pequeño le tendió tímidamente los decapitados tallos.
—Las cogí yo mismo —susurró orgulloso con los ojos muy abiertos mientras Miley insertaba con cuidado dos tallos en su espléndido ramo—. Me llamo Billy —explicó mirando a Miley con el ojo izquierdo, mientras el derecho se desviaba hacia el lado próximo a su nariz—. Vivo en aquel orfanato.
Miley sonrió y dijo amablemente:
—Me llamo Miley, pero mis amigos me llaman Miley. ¿Te gustaría llamarme Miley?
Su pequeño pecho se hinchó de orgullo, pero dirigió una cauta mirada a Nicholas y aguardó a que el señor asintiera antes de asentir él mismo con la cabeza y con un eufórico sí.
—¿Te gustaría venir a Wakefield un día de estos y ayudarme a volar una cometa? —continuó, mientras Nicholas la observaba con pensativa sorpresa.
Su sonrisa se desvaneció.
—No soy buen corredor, me caigo mucho —admitió con dolorosa intensidad.
—Probablemente se deba a tu ojo, pero yo sé la manera de arreglarlo. Una vez conocí a otro niño con un ojo como el tuyo. Un día, cuando jugábamos a indios y a vaqueros, se cayó y se hirió en el ojo bueno, y mi padre le puso un parche en él hasta que se curó. Bueno, mientras el ojo bueno estaba tapado, el malo empezó a enderezarse, mi padre pensó que era debido a que el ojo malo tuvo que trabajar mientras el bueno estaba tapado. ¿Querrás venir a visitarme y probaremos el parche?
—Tendré un aspecto raro, señora —respondió dubitativo.
—Nosotros pensamos que Jimmy, así se llama el otro niño, parecía exactamente un pirata —le contó Miley— y pronto todos intentaremos llevar parches en un ojo. ¿Querrás que te visite y juguemos a piratas?
Asintió y se volvió para sonreír con aires de suficiencia a los demás niños.
—¿Qué te dijo la dama? —exigieron cuando Nicholas indicó al cochero que continuara.
Billy hundió las manos en los bolsillos, sacó pecho y declaró con orgullo:
—Dijo que podía llamarla Miley.
El niño se unió a los adultos, que formaron una procesión y siguieron el carruaje colina arriba en lo que Miley supuso sería una especie de costumbre festiva del lugar que se celebraba en los esponsales del señor de la heredad. Cuando los caballos atravesaron las macizas puertas de hierro de Wakefíeld Park, un pequeño ejército de aldeanos les seguía y más gente les aguardaba a lo largo de la avenida flanqueada por árboles que atravesaba el parque. Miley miró con incertidumbre a Nicholas y hubiera jurado que ocultaba una sonrisa.
La razón de su sonrisa fue obvia en cuanto el coche se acercó a la gran casa. Le había contado a Nicholas que siempre había soñado con casarse en un pequeño pueblo con los aldeanos allí para celebrar la ocasión y, en un gesto extrañamente quijotesco, el enigmático hombre con el que se acababa de casar intentaba hacer realidad al menos una parte de su sueño. Había transformado las praderas de Wakefield en una enramada de flores de cuento de hadas. Enormes cúpulas de orquídeas blancas, lirios y rosas se extendían sobre las enormes mesas repletas de bandejas de plata, porcelana y comida. El pabellón del confín más alejado de las praderas estaba cubierto de flores y ensartado de lámparas de alegres colores. Ardían brillantes antorchas allí donde mirase, apartando la invasora oscuridad y añadiendo un fulgor festivo y misterioso a la escena.
En lugar de molestarse por dejar a la mayoría de invitados a la boda en Londres, era obvio que Nicholas se había gastado una fortuna en convertir su finca en un refugio de fantasiosa belleza para ella y luego había invitado a todo el pueblo a celebrar su matrimonio. Incluso la naturaleza había colaborado con el plan de Nicholas, pues las nubes empezaban a disiparse, alejadas por el sol poniente, que decoraba el cielo con intensos destellos rosados y púrpura.
El coche se detuvo frente a la casa y Miley miró a su alrededor a aquella prueba de la amabilidad de Nicholas, una amabilidad que contradecía abiertamente su fachada normal de insensible indiferencia. Le miró, descubriendo la sonrisita que le arrugaba la comisura de los ojos, a pesar de sus esfuerzos por ocultarla y posó delicadamente la mano en su brazo.
—Nicholas —susurró, con voz temblorosa por la emoción—. Yo... yo... gracias.
Recordó la advertencia de que le agradeciera las cosas con un beso y se acercó contra su duro pecho y le besó, con una tímida ternura que se difundía por sus venas.
La risueña voz irlandesa de un hombre devolvió a Miley a la realidad.
—Nicholas, chico, ¿vas a salir de ese coche y presentarme a tu novia o tendré que presentarme yo mismo?
Nicholas dio media vuelta y una mirada de sorprendido placer recorrió sus bronceados rasgos mientras bajaba del coche. Estrechó la mano tostada del irlandés, pero el hombre lo envolvió en un gran abrazo de oso.
—Así que —exclamó por fin el extraño, cogiendo a Nicholas de los hombros y sonriéndole con un afecto no disimulado—, por fin has encontrado una esposa que dé calor a ese enorme y frío palacio tuyo. Al menos podías haber esperado a que mi barco llegara a puerto, así habría podido asistir a la boda —bromeó.
—No esperaba verte hasta el mes que viene —respondió Nicholas—. ¿Cuándo has vuelto?
—Me quedé para comprobar que se descargaba el barco y he vuelto a casa hoy. Llegué aquí hace una hora, pero en lugar de encontrarte trabajando duro, me entero de que estás ocupado, casándote. Bueno, ¿vas a presentarme a tu esposa? —pidió de buen humor.
Nicholas se volvió para ayudar a bajar a Miley y luego le presentó al marino como el capitán Michael Farrell. El capitán Farrell tenía unos cincuenta años, según la apreciación de Miley, tenía un grueso cabello castaño y los ojos de color avellana más alegres que había visto. El rostro bronceado y curtido, y las pequeñas arrugas que partían de las comisuras de los ojos, atestiguaban una vida pasada en la cubierta de un barco. A Miley le gustó a primera vista, pero oír cómo por primera vez se referían a ella como la esposa de Nicholas alteró su compostura tanto que saludó a Mike Farrell con la reservada formalidad que se le exigía que mantuviera desde que llegó a Inglaterra.
Al hacer esto, la expresión del capitán Farrell se alteró. La cálida aprobación se esfumó de sus ojos y sus modales superaron en mucho a los de Miley en rigurosidad.
—Es un placer conocerla, lady Fielding —entonó con una breve y elegante inclinación—. Debe perdonar mi inadecuado atuendo. No tenía ni idea de que iba a comenzar una fiesta. Ahora, si me disculpa, llevo seis meses en el mar y estoy ansioso por llegar a mi hogar.
—¡Oh, pero no puede irse! —le instó Miley, reaccionando con la inafectada calidez más propia de ella que la ceremoniosa formalidad. Veía que el capitán Farrell era un amigo especialmente bueno de Nicholas y quería que se sintiera bien recibido—. Mi marido y yo estamos exageradamente vestidos para este momento del día —bromeó—. Además, después de pasar en el mar solo seis semanas, añoraba sobremanera sentarme a una mesa que no cabeceara ni se balanceara, estoy segura de que nuestras mesas se quedarán donde están.
El capitán Farrell la examinó como si no supiera qué hacer con ella.
—¿Adivino que no disfrutó del viaje, lady Fielding? —preguntó sin ceremonias.
Miley negó con la cabeza, con una sonrisa contagiosa.
—Tanto como cuando me rompí el brazo o tuve el sarampión, al menos entonces no me dieron arcadas, lo cual me ocurrió durante toda una semana en el mar. Me temo que no soy un buen marino, pues cuando se desencadenó una tormenta, antes de que me recuperara del «mal de mer», estaba vergonzosamente asustada.
—¡Dios santo! —exclamó el capitán Farrell, recuperando en la sonrisa su original calidez—. No se llame cobarde por eso. Curtidos marineros tienen miedo de morir durante una tormenta en el Atlántico.
—Pero yo —le contradijo Miley, riéndose— tenía miedo de no morirme.
Mike Farrell echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas; luego cogió ambas manos de Miley en sus manazas callosas y enormes y sonrió.
—Será un placer quedarme y acompañarte a ti y a Nicholas. Perdona por haber estado tan... vacilante antes.
Miley asintió feliz. Luego cogió una copa de vino de la bandeja que pasaba un criado y se dirigió hacia los dos granjeros que la habían traído a Wakefield el día de su llegada.
Cuando se hubo ido, Mike Farrell se volvió hacia Nicholas y dijo tranquilamente:
—Cuando la vi besarte en el coche, me gustó su aspecto a primera vista, Nicholas. Pero cuando me saludó de aquel modo tan correcto y formal, con esa expresión ausente en los ojos como si realmente no me viera, temí por un momento que te hubieras casado con otra pu/ta altiva como Melissa.
Nicholas observó a Miley tranquilizando a los incómodos granjeros.
—Es cualquier cosa salvo altiva. Su perro es medio lobo y ella es medio pez. Mis criados la adoran, Charles la adora y todos los est/úpidos petimetres de Londres están fantasiosamente enamorados de ella.
—¿Incluido tú? —preguntó deliberadamente Mike Farrell.
Nicholas contempló a Miley apurar el vino y coger otra copa. El único modo en que había podido casarse con él aquella mañana era fingiendo que se trataba de Andrew e, incluso así, estuvo a punto de plantarlo en el altar delante de ochocientas personas. Como nunca antes la había visto beber más que un sorbo de vino, y ya iba por el segundo, Nicholas supuso que intentaba aliviar su repulsión por tener que acostarse con él aquella noche.
—No pareces el más feliz de los novios —le confesó Mike Farrell, observando la sombría expresión de Nicholas.
—Nunca he sido más feliz —respondió Nicholas amargamente y fue a saludar a unos invitados, cuyos nombres no sabía, para podérselos presentar a la mujer con la que se empezaba a arrepentir de haberse casado.
Actuó de anfitrión e hizo el papel de novio con una apariencia externa de sonriente cordialidad, recordando todo el rato que Miley casi había huido de él en la iglesia. El recuerdo le resultaba dolorosamente hiriente y denigrante y no podía quitárselo de la cabeza.
Las estrellas parpadeaban en el cielo mientras Nicholas se mantenía al margen, observándola bailar con los hacendados del lugar y con Mike Farrell y con algunos de los aldeanos. Miley le evitaba deliberadamente, lo sabía, y en aquellas raras ocasiones en que sus miradas se cruzaban, ella apartaba rápidamente la vista.
Hacía rato que se había quitado el velo y pedido a la orquesta que interpretara canciones más alegres, luego encantó a los aldeanos pidiéndoles que le enseñaran las danzas locales. Cuando la luna ya se había alzado en el cielo, todo el mundo estaba bailando y aplaudiendo y divirtiéndose a conciencia, incluso Miley, que se había tomado cinco copas de vino. Era evidente que intentaba beber hasta emborracharse, pensó Nicholas con sarcasmo, notando el rubor de sus mejillas. Se le hizo un nudo en el estómago mientras pensaba en lo que esperaba de aquella noche y del futuro. Como un idi/ota, había creído que tenía por fin la felicidad al alcance de la mano.
Reclinado contra un árbol la observaba, preguntándose por qué las mujeres se sentían tan atraídas hacia él hasta que se casaba con ellas y luego le odiaban. Había vuelto a hacerlo, pensó furioso. Había vuelto a cometer el mismo error idi/ota dos veces; se había casado con una mujer que consentía porque quería algo de él, no porque le quisiera.
Melissa quería a todo hombre que veía, salvo a él. Miley quería solo a Andrew: el bueno, amable, gentil y débil de carácter de Andrew.
La única diferencia entre Melissa y Miley era que Miley era mucho mejor actriz, decidió Nicholas. Sabía que Melissa era una pu/ta egoísta y calculadora desde el principio, pero había creído que Miley era lo más cercano a un ángel... un ángel caído, por supuesto —gracias a Andrew—, pero no lo había utilizado contra ella. Ahora lo hacía. La despreciaba por haberse entregado libremente a Andrew, pero querer evitar entregarse a su esposo, que era exactamente lo que intentaba hacer consumiendo tanto vino como para insensibilizarse. Odiaba el modo en que había temblado en sus brazos y evitado su mirada cuando bailaba con ella hacía solo unos minutos y luego también se había estremecido cuando le sugirió que era el momento de ir adentro.
Desapasionadamente, Nicholas se preguntó por qué podía hacer que sus amantes gritaran de éxtasis, pero las mujeres con las que se casaba no querían nada con él desde el momento en que pronunciaban los votos. Se preguntó por qué le resultaba tan fácil hacer dinero, pero la felicidad siempre se le escapaba. Era evidente que la depravada vieja bruja que le había criado tenía razón; él era el engendro del diablo, no merecía la vida y mucho menos la felicidad.
Las únicas tres mujeres que habían formado parte de su vida, Miley, Melissa y su madrastra, habían visto en él algo que le hacía odioso y horrible a sus ojos, aunque ambas esposas habían ocultado su repulsión hasta después de la boda, cuando su fortuna era finalmente de ellas.
Con implacable resolución, Nicholas se acercó a Miley y le tocó en el brazo. Ella dio un salto y se apartó como si su contacto le quemara.
—Es tarde y es hora de entrar —le dijo.
Incluso a la luz de la luna, su rostro estaba perceptiblemente pálido y una mirada acorralada e inquieta agrandaba sus ojos.
—Pe... pero aún no es tarde...
—Lo suficientemente tarde como para irse a la cama, Miley —le dijo tajante.
—¡Pero no tengo nada de sueño!
—Bien —respondió Nicholas con deliberada crudeza. Sabía que lo había entendido porque todo su cuerpo empezó a temblar—. Hicimos un trato —le recordó rudamente—, y espero que cumplas tu parte, por muy desa-gradable que te parezca la perspectiva de irte a la cama conmigo.
Su voz glacial y autoritaria la heló hasta los huesos. Asintiendo, Miley entró muy tiesa en la casa y subió hasta sus nuevas dependencias, que eran contiguas a las de Nicholas.
Notándola retraída, Ruth ayudó en silencio a Miley a quitarse el traje de novia y ponerse la negligé de encaje color crema que madame Dumosse había creado especialmente para su noche de bodas.
Miley sintió un gusto amargó en la garganta y el terror en sus entrañas cuando Ruth se inclinó a abrir la cama. El vino que había bebido, con el que esperaba calmar su temor, ahora le hacía sentirse mareada y descompuesta. En lugar de calmarla como antes había hecho, le hacía sentirse violentamente enferma y horriblemente incapaz de controlar sus emociones. Deseaba fervientemente no haberlo probado. La única vez que había tomado más que un sorbo de alcohol fue después del funeral de sus padres, cuando el doctor Morrison insistió en que tomara dos copas. En aquella ocasión le entraron arcadas y el doctor le dijo que tal vez fuera de aquellas personas cuyo organismo no tolera el alcohol.
Con la escabrosa descripción de la señorita Flossie en mente. Miley se acercó a la cama. Pronto su sangre se derramaría en aquellas sábanas, pensó intensamente. ¿Cuánta sangre? ¿Cuánto dolor? Le entró un sudor frío y un fuerte mareo mientras Ruth ahuecaba las almohadas. Como una marioneta, subió a la cama, intentando controlar el pánico y la creciente náusea. No podía gritar ni demostrar su repulsión, le había dicho la señorita Flossie, pero cuando Nicholas abrió la puerta que conectaba las habitaciones y entró vestido con una bata de brocado marrón que dejaba ver buena parte de su pecho desnudo y sus piernas, Miley no pudo reprimir una expresión de miedo.
—¡Nicholas! —exclamó, hundiéndose en la almohada.
—¿A quién esperabas, a Andrew? —preguntó sin entusiasmo.
Se disponía a desanudar el cinturón que mantenía los dos lados de la túnica juntos y el miedo de Miley se convirtió en pánico.
—No lo hagas —suplicó con vehemencia, incapaz de hablar o pensar coherentemente—. Un caballero seguro que no se desnudaría delante de una dama, ni siquiera aunque estuvieran casados.
—Creo que ya hemos mantenido esta conversación antes, pero en caso de que lo hayas olvidado, te recuerdo que no soy un caballero —sus manos tiraron de los extremos del cinturón de satén—. Sin embargo, si la visión de mi cuerpo poco caballeroso hiere tu sensibilidad, puedes resolver ese problema cerrando los ojos. La otra solución posible es meterme en la cama y entonces quitarme la bata y esa opción hiere mi sensibilidad.
Se abrió la bata, la arrugó y los ojos de Miley se abrieron de mudo terror ante su enorme y musculoso cuerpo.
La secreta y minúscula esperanza que Nicholas había albergado de que se sometiera voluntariamente a sus insinuaciones se esfumó cuando ella cerró los ojos y apartó la cara.
Nicholas la miró y luego, con deliberada rudeza, arrancó las sábanas de sus puños y las apartó. Se metió en la cama a su lado y sin palabras desató el lazo del escote de su négligé de satén y encaje; ella respiró hondo mientras Nicholas contemplaba la desnuda perfección de su cuerpo.
Tenía unos senos prominentes y maduros, la cintura fina, las caderas sutilmente redondeadas. Tenía largas piernas e increíblemente torneadas, con muslos esbeltos y finas pantorrillas. Mientras la recorría con la mirada, un rubor manchaba su lisa piel de marfil y cuando se disponía a posar la mano vacilante en uno de sus voluptuosos pechos, todo su cuerpo se sacudió, rechazando su contacto.
Para ser una mujer experimentada, estaba tan fría y rígida como una piedra, allí tumbada, vuelta la cara con repulsión. Nicholas pensó en seducirla para que cooperase, pero luego rechazó la idea con desprecio. Aquella mañana casi lo abandona en el altar y era obvio que no deseaba sufrir sus prolongadas caricias.
—No hagas esto —dijo frenéticamente mientras le acariciaba los senos. ¡Voy a marearme! —gritó, intentando huir de la cama—. ¡Vas a hacer que me maree!
Sus palabras martilleaban el cerebro de Nicholas como afilados clavos y una ira brutal estalló dentro de él. Hundiendo las manos en su exuberante cabello, Nicholas se puso encima de ella.
—En ese caso —rugió, jadeante—, será mejor que acabemos esto deprisa.
Visiones de sangre y terrible dolor rondaban a Miley añadiendo su horror a la náusea que el vino le provocaba.
—¡No quiero! —gritó lastimera.
—Hicimos un trato y mientras estemos casados, lo cumplirás —susurró mientras le apartaba los rígidos muslos.
Miley gimoteó mientras su miembro rígido se hundía audazmente en ella, pero, en lo más hondo de su agitada mente, sabía que tenía razón en lo del trato y dejó de luchar con él.
—Relájate —le advirtió amargamente en la oscuridad, encima de ella—, puede que no sea tan considerado como tu querido Andrew, pero no quiero hacerte daño.
Su perversa mención de Andrew en una ocasión como aquella le llegó al alma y su angustia se volcó en un grito de dolor mientras Nicholas la embestía. Su cuerpo se encogía debajo del suyo y las lágrimas caían de sus ojos en humillados torrentes mientras su marido la usaba sin cariño ni ternura.
En el instante en que su peso se levantó de encima de ella, Miley se volvió a un lado, enterrando el rostro en la almohada, con el cuerpo estremecido de sollozos producidos en parte por el horror en parte por la conmoción.
—Fuera —le ordenó con voz ahogada, levantando las rodillas hacia su pecho y acurrucándose en una bola de angustia. ¡Vete, fuera!
Nicholas vaciló, entonces bajó de la cama, cogió su bata y se fue a su habitación. Cerró la puerta, pero los sonidos del llanto de Miley le siguieron. Desnudo, se acercó a su tocador, sacó una botella de cristal de brandy y llenó media copa con el potente brebaje. Tragó el ardiente líquido, intentando ahogar el recuerdo de su resistencia y el sonido de su desconsolada repulsión, borrar la idea de su cara afligida cuando intentaba soltarle la mano en el altar.
Que est/úpido había sido creyendo que Miley sentía cariño por él cuando le besaba. Le había dicho que no quería casarse con él cuando le sugirió que se casaran por primera vez. Hacía mucho tiempo, cuando descubrió que se suponía que estaban comprometidos, le había dicho lo que realmente pensaba de él: «Eres un monstruo, frío, insensible, arrogante... Ninguna mujer en su sano juicio querría casarse contigo... No vales ni una décima parte que Andrew...».
Sentía cada una de las palabras que le había dicho.
Qué est/úpido había sido convenciéndose de que realmente lo quería... Nicholas volvió a poner la copa en el tocador y miró su reflejo en el espejo. Restos de sangre fluían por sus muslos.
Sangre de Miley.
Su corazón podía haber pertenecido a Andrew, pero no su hermoso cuerpo, ese se lo había entregado solo a Nicholas. Se miró mientras un odio contra sí mismo fluía por sus venas como el ácido. Estaba tan celoso, tan herido por haber intentado dejarle en el altar, que ni siquiera se había dado cuenta de que era virgen.
Cerró los ojos con doloroso remordimiento, incapaz de contemplar la visión de sí mismo. No había mostrado hacia Miley más ternura o consideración que un marinero borracho hacia una buscona de pago.
Pensó en lo seco y tenso que estaba su conducto, lo pequeña y frágil que se sentía en sus brazos, lo perversamente que la había usado y le invadió un arrepentimiento enloquecedor.
Abrió los ojos, se miró al espejo, sabiendo que había convertido su noche de bodas en una pesadilla. Miley en realidad era el ángel dulce, valiente y lleno de vida que había creído que era desde el principio. Y él... él era exactamente lo que su madrastra le había llamado de niño: el engendro del diablo.
Se puso la bata, cogió una caja de terciopelo de un cajón y volvió a la habitación de Miley. Se quedó de pie junto a su cama, mirándola dormir.
—Miley —susurró.
Ella se estremeció en sueños ante el sonido de su voz y Nicholas sintió remordimientos. Qué vulnerable y herida parecía; qué increíblemente hermosa estaba con el cabello derramado sobre las almohadas brillando a la luz de las velas.
Nicholas la observaba en atormentado silencio, incapaz de molestarla. Por fin se agachó y cariñosamente tapó con la colcha sus hombros desnudos, luego le quitó el cabello de la frente.
—Lo siento —susurró a su esposa durmiente.
Sopló la vela y dejó la caja, de terciopelo en la mesita junto a la cama, donde seguro la vería cuando se despertara. Los diamantes la aplacarían. Las mujeres lo perdonan todo con diamantes.