lunes, 24 de marzo de 2014

Para Siempre-Capitulo 29

Capitulo 29


Miley se despertó con el corazón dolorido y apesadumbrado, sintiéndose como si no hubiera dormido nada. Se le hizo un nudo de cruel desesperación en la garganta al recordar la venganza, humillante e inmerecida, de Nicholas durante la noche anterior. Apartándose el cabello revuelto de la cara, se inclinó sobre un codo y su mirada vagó abstraída por la habitación. Luego sus ojos depararon en el joyero de cuero que estaba junto a la cama.
Una rabia diferente a la que jamás hubiera experimentado explotó en su cerebro, borrando de su interior cualquier emoción. Salió disparada de la cama, se puso una bata y agarró la caja.
En un furioso ondear de satén verde pálido, abrió de par en par la puerta de la habitación de Nicholas y entró.
—¡No vuelvas a regalarme ninguna joya más! —masculló apretando los dientes.
Nicholas estaba de pie junto a la cama, con sus largas piernas enfundadas en unos pantalones de color crema y el pecho desnudo. Levantó la mirada justo a tiempo para ver cómo le tiraba la caja a la cabeza, pero no se alteró, ni movió un músculo para evitar la pesada caja de piel que pasó volando, rozándole la oreja.
Fue a dar al suelo con un fuerte golpe y cayó bajo su cama.
—Nunca te perdonaré lo de anoche —exclamó Miley inflamada de indignación mientras se clavaba las uñas en las palmas de la mano, y su pecho subía y bajaba a cada furiosa respiración—. ¡Nunca!
—Estoy seguro de que no —le contestó con una voz clara e inexpresiva, y fue a buscar su camisa.
—¡Odio tus joyas, odio el modo en que me tratas y te odio a ti! ¡Ya no sabes cómo amar, eres un cínico bastardo!
La palabra salió de su boca antes de que Miley se diera cuenta de lo que había dicho, pero fuera cual fuese la reacción que esperaba, no fue la que obtuvo.
—Tienes razón —admitió muy tieso—, eso es exactamente lo que soy. Siento haber hecho añicos cualquier ilusión que pudieras albergar con respecto a mí, pero lo cierto es que soy la consecuencia de una breve e insignificante relación que Charles Fielding mantuvo en su juventud con una bailarina olvidada hace ya mucho tiempo.
Se puso una camisa sobre las musculosas espaldas y luego metió las manos por las mangas, mientras lentamente Miley empezaba a darse cuenta de que él creía que estaba confesándole algo horrible y repugnante.
—Crecí en la miseria, criado por la cuñada de Charles. Más tarde, dormía en un almacén. Tuve que aprender a leer y a escribir por mi cuenta; no fui a Oxford ni hice ninguna de las cosas que han hecho el resto de tus refinados y aristocráticos pretendientes. En resumen, no soy nada de lo que crees que soy, ni lo bueno ni lo agradable.
Empezó a abrocharse la camisa, con la mirada humillada cuidadosamente dirigida hacia sus manos.
—No soy un marido adecuado para ti. No soy digno de tocarte. He hecho cosas que te darían náuseas.
Las palabras del capitán Farrell resonaron en la mente de Miley: la bruja le obligaba a arrodillarse y a pedir perdón delante de aquellos mugrientos indios. Miley miró el rostro orgulloso y delgado de Nicholas y sintió que se le partía el corazón. Ahora casi comprendía por qué no quería, no podía, aceptar su amor.
—Soy un bastardo —concluyó sombríamente—, en el auténtico significado de la palabra.
—Entonces estás en excelente compañía —contestó con voz temblorosa por la emoción—. También lo fueron tres hijos del rey Carlos y a todos los hizo duques.
Por un momento pareció desconcertado, luego se encogió de hombros.
—La cuestión es que tú me has dicho que me amabas y yo no puedo permitir que sigas pensando eso. Tú amas un espejismo, no a mí. Ni siquiera me conoces.
—¡Oh, sí te conozco! —estalló Miley, sabiendo que cualquier cosa que dijera en aquel momento decidiría todo su futuro—. Lo sé todo sobre ti; el capitán Farrell me lo explicó hace más de una semana. Sé lo que te sucedió cuando eras un niño...
Por un momento la rabia inflamó los ojos de Nicholas, pero luego se encogió resignadamente de hombros.
—No tenía derecho a contártelo.
—Eres tú quien deberías habérmelo contado —gritó Miley, incapaz de controlar la voz ni las lágrimas que le resbalaban por las mejillas—. ¡Pero no me lo contaste porque te avergüenzas de cosas de las que tendrías que sentirte muy orgulloso! —limpiándose furiosamente las lágrimas, continuó con la voz rota—: Me gustaría que no me lo hubiera contado. Antes de hacerlo, solo te quería un poco. Después de eso, cuando me di cuenta de lo valeroso y... y lo fuerte que de verdad eres, entonces te amé mucho más, yo...
—¿Qué? —preguntó en un suspiro entrecortado.
—Nunca te había admirado hasta ese día —confesó muy alterada— y ahora te admiro y no puedo soportar lo que me estás haciendo...
A través de una nube de lágrimas lo vio moverse, sintió cómo la aplastaba contra su duro pecho y sus emociones reprimidas se desbocaron.
—No me importa quiénes son tus padres —sollozó en sus brazos.
—No llores, querida —le susurró—. Por favor, no llores.
—Detesto que me trates como una muñeca tonta, me... me vistes para el baile y...
—Nunca te compraré otro vestido —intentó bromear, pero su voz era ronca y desabrida.
—Y luego me llenas de jo... joyas...
—Ni más joyas tampoco —le dijo abrazándola más fuerte.
—Y luego después de ju... jugar conmigo, me tiras a un lado.
—Soy un imb/écil —se lamentó, acariciándole el cabello y restregando la mandíbula contra su cabeza.
—Nunca me... me has dicho lo que piensas o cómo te sientes y yo no... no puedo leer tu mente.
—No tengo mente —explicó con voz áspera—. La perdí hace unos meses.
Miley sabía que había vencido, pero el alivio era tan dolorosamente exquisito que sus frágiles hombros empezaron a temblar entre sollozos desgarradores.
—¡Oh, Dios, por favor, no llores así! —gruñó Nicholas acariciándole desesperadamente los hombros, con la intención urgente de consolarla—. No puedo soportar que llores. —Le peinó el cabello con la mano y le levantó la cara llena de lágrimas, moviendo los pulgares tiernamente sobre sus mejillas—. Nunca volveré a hacerte llorar —suspiró dolorosamente—. Te juro que no. —Inclinó la cabeza y la besó con cuidadosa energía—. Ven a la cama conmigo —murmuró con voz ronca—. Ven a la cama conmigo y te haré olvidar lo de anoche...
Como respuesta. Miley abrazó intensamente a su marido y Nicholas la tomó en brazos, decidido a desagraviarla de la única manera que sabía. Puso la rodilla en el colchón, depositándola con cuidado y colocándose a su lado, con los labios pegados a los suyos en un beso interminable y ardiente.
Cuando por fin se levantó para quitarse la camisa y desabrocharse los pantalones, Miley lo observó sin vergüenza, apreciando su magnífico cuerpo: las largas y musculosas piernas, las caderas estrechas, los brazos fuertes y las amplias espaldas, los músculos definidos que poblaban su espalda cuando se volvió de costado... Y de repente Miley ahogó un grito en su pecho.
Nicholas lo oyó y todo su cuerpo se tensó al darse cuenta de lo que ella estaba viendo: ¡las cicatrices! Había olvidado las malditas cicatrices. Recordó vivamente la última vez que había olvidado ocultarlas, recordó el horror que sintió la mujer que estaba en su lecho, el desdén y la vergüenza de su rostro cuando vio que había permitido que lo latigaran como a un perro. Debido a eso, siempre ocultaba la espalda a Miley cuando hacían el amor y siempre apagaba minuciosamente las velas antes de irse a dormir.
—¡Oh, Dios! —balbuceó Miley detrás de él, contemplando horrorizada las cicatrices blancas que cruzaban su bella espalda.
Había docenas de cicatrices. Le temblaban los dedos al intentar tocarlas, en el momento en que lo hizo, se le erizó la piel.
—¿Aún te duelen? —le preguntó entre susurros, con angustiada sorpresa.
—No —respondió tajantemente Nicholas.
Le asaltó la vergüenza mientras esperaba desesperadamente la inevitable reacción ante la cruda evidencia de su humillación.
Con profunda incredulidad sintió que ella le abrazaba desde atrás y el tacto de sus labios en la espalda.
—¡Qué valiente debes haber sido para soportar esto —susurró dolorosamente—, qué fuerte sobrevivir a esto y seguir viviendo...! —Cuando empezó a besar cada cicatriz, Nicholas se volvió de costado y la abrazó.
—Te quiero —susurró agónicamente, hundiendo las manos en su exuberante cabello y volviendo la cara de Miley hacia él—. Te quiero tanto...
Los besos de Nicholas cauterizaban su carne como un hierro candente mientras la boca se movía de sus labios a su cuello y a sus senos, y las manos se deslizaban por su espalda y sus costados, haciéndola gemir y contonearse bajo su dulce asalto. Se irguió apoyándose en las manos, con el rostro encima de ella y la voz ronca de pasión.
—Por favor, acaricíame... déjame sentir tus manos.
Nunca se le había ocurrido a Miley que él quisiera que lo tocara como él la tocaba a ella, y saber eso era excitante. Puso las manos sobre su pecho bronceado, separó los dedos lentamente, sorprendida de que su simple caricia le hiciera resollar. Como un experimento, bajó las manos y los tensos músculos de su abdomen saltaron de forma refleja. Miley posó los labios en su minúsculo pezón y lo besó como él besaba los suyos, aleteando la lengua contra él y luego tiró de él introduciéndoselo en la boca, lo cual le arrancó un gemido del pecho.
Fascinada por el recién descubierto poder que tenía sobre su cuerpo, Miley hizo que se tumbara de espaldas y rozó sus labios con los suyos abiertos, ofreciéndole dulcemente su lengua. Una risita divertida, mitad gruñido, mitad carcajada, resonó en la garganta de Nicholas y atrajo la lengua hacia su boca, sujetándole con la mano la nuca, apretando los labios contra los de ella mientras con el brazo libre le envolvía las caderas y la levantaba hasta ponerla completamente encima de su excitado miembro.
Sin pensarlo. Miley movió las caderas contra su henchida virilidad, moviéndose en círculos, hasta que se mareó del placer que le estaba dando y recibiendo ella misma. Se movió hacia abajo, perdida en la desesperada ansia de complacerlo, trazando besos a lo largo de su pecho, rozando su vientre hasta que de repente él enredó las manos en su cabello y atrajo su rostro hacia el suyo. Debajo de ella podía sentir la pulsión de su ve/rga dura, el intenso tacto de su piel enardecida, el violento martilleo de su corazón contra sus senos. Pero en lugar de tomarla, como ella esperaba, Nicholas la miró con el deseo brillando en sus ojos y humildemente dijo las palabras que había intentado obligarla a decir la noche anterior.
—Te quiero —susurró. Como si no pensara que se había humillado lo bastante, añadió—: Por favor, querida.
Con el corazón a punto de estallar de amor. Miley le respondió fundiéndose en un beso. Era una respuesta suficiente. Nicholas la estrechó en sus brazos, la hizo rodar sobre su espalda y se internó con destreza y seguridad en ella. La abrazaba por los hombros y las caderas, atrayéndola más hacia él, fundiéndose en uno mientras él se hundía en ella una y otra vez.
Miley arqueó la espalda en una febril necesidad de compartir y estimular su crecida pasión, apretando sus caderas fuertemente contra sus muslos pulsantes, apretando los labios contra los suyos, mientras oleadas de sensaciones se disparaban frenéticamente a través de ella y empezaban a estallar en todo su cuerpo en penetrantes ráfagas de éxtasis puro y vibrante.
Un estremecimiento sacudió el poderoso cuerpo de Nicholas mientras sentía que le invadían los espasmos de su culminación y él se hundió en ella una última vez. Su cuerpo tembló convulsivamente, estremeciéndose una y otra vez mientras el cuerpo de Miley extirpaba de él toda una vida de amargura y desesperación. Le arrancaba todo eso y lo sustituía por gozo. Estalló en su corazón y fluyó por todas sus venas hasta que le dolió de dicha absoluta.
Después de todos sus extensos triunfos financieros y sus fútiles proezas sexuales, por fin había descubierto lo que había estado buscando de manera inconsciente; había encontrado el lugar al que pertenecía. Poseía seis mansiones inglesas, dos palacios indios y una flota de barcos cada uno con un camarote privado para su uso exclusivo, pero nunca había sentido que tenía un hogar. Ahora estaba en casa. Aquella hermosa muchacha, que yacía con satisfacción en sus brazos, era su hogar.
Sin dejar de abrazarla, se tumbó de costado, luego le peinó con los dedos el desordenado y satinado cabello y le estampó un tierno beso en la sien.
Miley levantó las pestañas y Nicholas sintió como si se ahogase en los pozos azules de sus ojos.
—¿Cómo te sientes? —bromeó Miley, sonriéndole mientras le hacía la misma pregunta que en otra ocasión él le había hecho.
Con tierna solemnidad, Nicholas respondió:
—Me siento como un esposo —inclinó la cabeza y tomó sus dulces labios en un largo y persistente beso y luego bajó la mirada hasta sus centelleantes ojos azules—. Pensar que en realidad no creía que existieran cosas tales como los ángeles —suspiró, relajando la espalda contra la almohada y soñando con la simple dicha de haberla tenido en sus brazos, con la cabeza descansando contra su pecho—. ¡Qué increíblemente est/úpido he sido...!
—Eres fantástico —declaró su esposa lealmente.
—No, no lo soy —se rió tímidamente—. Si tuviera la más mínima inteligencia, te habría llevado a la cama la primera vez que quise hacerlo y luego habría insistido en que te casaras conmigo.
—¿Cuándo fue la primera vez que quisiste hacerlo?
—El día en que llegaste a Wakefíeld —admitió, sonriendo al acordarse—. Creo que me enamoré de ti cuando te vi de pie en el umbral de mi casa con un cerdito en los brazos y el cabello ondulando al viento como oro flameante.
Miley se puso seria y sacudió la cabeza.
—Por favor, no volvamos a mentirnos nunca, Nicholas. Tú no me amabas entonces y no me amabas cuando te casaste conmigo. Aunque no me importa, de verdad que no. Todo lo que importa es que ahora me amas.
Nicholas le subió la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.
—No, querida, lo digo en serio. Me casé contigo porque te amaba.
—Nicholas! —le reprendió, halagada pero decidida a establecer un modelo de honestidad y franqueza para el futuro—. Te casaste conmigo porque era el deseo de un hombre moribundo.
—El deseo de un moribundo... —para asombro de Miley, Nicholas echó atrás la cabeza y estalló en risas; luego la abrazó y la subió sobre su pecho desnudo—. ¡Oh, querida —dijo riendo y acariciándole tiernamente la mejilla con los nudillos—, ese «moribundo» que nos llamó a su lecho, te cogió de la mano y en la otra tenía agarrado un puñado de naipes!
Miley retrocedió sobre los codos.
—¿¡Que tenía qué! ? —inquirió, dividida entre la risa y la rabia—. ¿Estás seguro?
—Completamente —le aseguró Nicholas, aún riendo—. Los vi cuando la manta se movió. Tenía cuatro reinas.
—Pero ¿por qué nos hizo tal cosa?
Los amplios hombros de Nicholas se encogieron.
—Evidentemente decidió que tardábamos mucho en decidirnos sobre el asunto del matrimonio.
—¡Cuando pienso en cómo recé para que se pusiera bueno, lo mataré!
—Qué cosas de decir —se rió Nicholas—. ¿No te gusta cómo ha acabado su maquinación?
—Bueno, sí, me gusta, pero ¿por qué no me lo dijiste... o al menos le dijiste a él que sabías lo que estaba tramando?
Nicholas le mordisqueó la oreja.
—¿Qué? ¿Y estropearle la diversión? ¡Nunca!
Miley le dirigió una mirada de indignación.
—Deberías habérmelo dicho. No tenías derecho a ocultármelo.
—Es cierto.
—Entonces, ¿por qué no me lo dijiste?
—¿Te hubieras casado conmigo si no hubieras creído que era absolutamente necesario?
—No.
—Por eso no te dije la verdad.
Miley se desplomó sobre el pecho de Nicholas, riéndose sin poder evitarlo ante aquella determinación carente de principios de obtener lo que quería y de su absoluta falta de contrición por ello.
—¿Es que no tienes principios? —le preguntó con risueña severidad.
Nicholas sonrió.
—Parece ser que no.

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