sábado, 8 de marzo de 2014

Para Siempre-Capitulo 24

Capitulo 24


 Mientras Miley se ponía las ropas aún húmedas, el capitán Farrell acercó la yegua y el carruaje desde el pequeño establo. Le ayudó a subir y montó en su propio caballo. El chaparrón se había convertido en una llovizna sombría y persistente mientras cabalgaba a su lado en las primeras horas del atardecer en dirección a Wakefield.
—No hay motivo por el que deba acompañarme de regreso. Conozco el camino
—Sí lo hay —la advirtió el capitán Farrell—. Las carreteras no son seguras para una mujer sola después del anochecer. La semana pasada pararon un carruaje justo al otro lado del pueblo, robaron a los ocupantes y dispararon a uno de ellos. Quince días antes, una de las chicas mayores del orfanato se alejó demasiado y la encontraron muerta en el río. Era una muchacha un poco perturbada, así que no hay manera de saber qué le ocurrió, pero no se puede correr riesgos.
Miley le escuchaba, aunque tenía la mente fija en Nicholas, su corazón se llenó de cariño por el hombre que la había cobijado cuando llegó a Inglaterra, le había regalado cosas hermosas, la había entretenido cuando estaba sola y al final se había casado con ella. Es cierto que con frecuencia era distante e inabordable, pero cuanto más pensaba en el asunto, más convencida estaba de que el capitán Farrell tenía razón: Nicholas debía cuidar de ella o nunca se arriesgaría a otro matrimonio.
Recordaba la ávida pasión de sus besos antes de que se casaran y se convencía aún más. A pesar del tormento que había sufrido de niño en nombre de la «religión», había ido a la iglesia y se había casado allí, porque ella se lo había pedido.
—Creo que sería mejor que no se acercara más —le indicó Miley cuando estaban casi ante las verjas de hierro de Wakefield.
—¿Por qué?
—Porque si Nicholas sabe que he pasado la tarde con usted, podría sospechar que me ha contado algo si yo cambio mi comportamiento con respecto a él.
El capitán Farrell frunció el ceño.
—¿Va a cambiar su comportamiento con respecto a él?
Miley asintió en la oscuridad.
—Prefiero pensar que lo haré —en un suave susurro anunció—: Voy a intentar domesticar una pantera.
—En ese caso, tiene razón. Es mejor no contarle a Nicholas que ha ido a verme. Hay dos casas abandonadas antes de llegar a la mía. Supongo que podría decir que se detuvo allí... pero se lo advierto, Nicholas detesta el engaño. Que no la pille en una mentira.
—Yo también detesto el engaño —respondió Miley temblando un poco—. Y aún detesto más que Nicholas me sorprenda engañándole.
—Mucho me temo que estará preocupado y se enojará si vuelve y descubre que ha estado fuera sola con esta tormenta.


Nicholas había regresado y estaba preocupado. También estaba furioso. Miley oyó su voz resonante que procedía de la parte delantera de la casa en cuanto entró en ella por la parte de atrás, después de atar a Lobo fuera. Con una mezcla de alarma y ganas de verle, cruzó el vestíbulo y entró en su estudio. Estaba caminando de un lado a otro, dándole la espalda, dirigiéndose a un grupo de seis criados aterrorizados. Tenía la camisa blanca empapada, pegada a sus anchas espaldas y estrecha cintura y sus botas de montar marrones estaban cubiertas de barro.
—Vuelva a contarme lo que dijo lady Fielding —bramó a Ruth—. ¡Y absténgase de ese maldito lloriqueo!
Empiece desde el principio y repita sus palabras exactamente.
La doncella se retorcía las manos.
—Di... dijo que le enganchasen el caballo más manso al coche pequeño, porque dijo que no era... que no era muy buena conduciendo. Entonces me dijo que le pidiera a la señora Craddock, la cocinera, que le preparara cestas con la comida que sobró en la fiesta de anoche y que le subieran las cestas al coche. Le ad... advertí que se avecinaba una tormenta, pero dijo que aún tardaría horas. Luego me preguntó si estaba segura de que usted había salido de casa y le dije que sí. Entonces se fue.
—¿Y ustedes la dejaron ir? —explotó Nicholas ante los criados, repasándolos con una mirada enojada—. ¡Dejaron que una mujer extraordinariamente impulsiva, que es una completa inepta con las riendas, saliera en una tormenta con suficiente comida para sobrevivir un mes, y a ninguno de ustedes se les ocurrió impedírselo! —sus ojos se detuvieron en el mozo de cuadra—. Oyó decirle al perro que eran «libres por fin» ¿y no creyó que era raro?
Sin esperar respuesta, dirigió su mirada como puñ/ales hacia Northrup, que estaba de pie como un hombre orgulloso ante un pelotón de fusilamiento, preparado para encontrarse con un terrible e injusto destino.
—Vuelva a contarme exactamente lo que le dijo —le espetó Nicholas.
—Le pregunté a la señora qué debía decirle a usted cuando regresara —explicó Northrup muy tieso—. Me dijo; «Dígale que he dicho adiós».
—¿Y eso no le sonó un poco extraño, maldita sea? —exclamó Nicholas—. ¡Una recién casada abandona la casa y le dice que le diga adiós a su marido!
Northrup se sonrojó hasta las raíces de su cabello blanco.
—Teniendo en cuenta otras cosas, no, milord, no me parece «extraño».
Nicholas dejó de pasear y le miró fijamente a los ojos con una furia rotunda.
—¿Teniendo en cuenta qué «otras cosas»? —exigió.
—Teniendo en cuenta lo que usted me dijo cuando salió de casa una hora antes de que se fuera la señora, naturalmente supuse que los dos no estaban de acuerdo y que la señora estaba afligida por ello.
—¿Teniendo en cuenta qué dije cuando salí de casa? —le preguntó Nicholas fulminándolo con la mirada—. ¿Qué demonios dije?
Los finos labios de Northrup temblaban de resentimiento.
—Cuando salió de casa esta mañana, le deseé que pasara un buen día.
—¿Y? —Nicholas rechinó los dientes.
—Y me dijo que ya había hecho otros planes. Como es natural supuse que significaba que no tenía intención de tener un buen día y por eso, cuando bajó la señora, supuse que no estaban de acuerdo.
—Pues es una pena que no «supusiera» que me estaba dejando e intentase detenerla.
A Miley le dolía el corazón de remordimiento. Nicholas pensó que le había dejado y, para que un hombre tan orgulloso como él admitiera tal cosa ante sus criados, debía de estar fuera de sí. Ni en sueños había imaginado que llegaría a esa conclusión, pero ahora que sabía lo que Melissa le había hecho, podía entender por qué. Decidida a salvar su orgullo, ensayó una sonrisa amplia y conciliadora y cruzó la gruesa alfombra Aubusson hasta llegar a su lado.
—Northrup nunca sería tan tonto como para pensar que yo te había dejado, milord —dijo alegremente, cogiéndose del brazo de Nicholas.
Nicholas se volvió de modo tan violento que casi la tiró al suelo. Miley recuperó el equilibrio y susurró:
—Tal vez sea «extraordinariamente impulsiva», pero creo que no soy una completa est/úpida.
Los ojos de Nicholas centellearon de alivio, un alivio que al instante fue reemplazado por la furia.
—¿Dónde demonios has estado? —preguntó apretando los dientes.
Miley se apiadó de los mortificados criados y dijo con contricción:
—Tienes todo el derecho a reprenderme y podría decir que estás a punto de hacerlo, pero no delante de los criados.
Nicholas apretó las mandíbulas tanto que se le notaba un nervio pulsante en la mejilla mientras se tragaba la ira y hacía un movimiento con la cabeza a los criados, indicándoles que se retiraran. En el tenso silencio que siguió, los criados salieron presurosos de la habitación y el último cerró la puerta al salir. En el mismo instante en que se cerró la puerta estalló la ira de Nicholas:
—¡Idi/ota! —exclamó con los dientes apretados—. He peinado todo el campo de arriba abajo buscándote.
Miley miró su atractivo rostro de facciones rigurosamente cinceladas, su boca sensual y severa y su dura mandíbula, pero lo que vio fue un niño indefenso y sucio con el pelo oscuro y rizado al que azotaban porque era «malvado». Una oleada de ternura conmovedora le aferró la garganta y sin pensarlo le puso la mano en la mejilla.
—Lo siento —susurró dolida.
Nicholas se apartó, juntando las cejas sobre sus penetrantes ojos verdes.
—¿Lo sientes? —se burló en tono cáustico—. ¿Qué es lo que sientes? ¿Lo sientes por los hombres que aún están fuera, buscando tu rastro? —Se dio media vuelta como si no pudiera soportar su proximidad y se acercó a las ventanas—. ¿Lo sientes por el caballo que he montado hasta agotarlo?
—Siento que creyeras que te estaba dejando —le interrumpió temblorosa Miley—. No lo volveré a hacer nunca más.
Nicholas se volvió hacia ella y la miró con ironía.
—Considerando que ayer intentaste dejarme en el altar y esta mañana me has pedido el divorcio, encuentro tu última frase algo sorprendente. ¿A qué debo atribuir esta extraña vena de fidelidad de esta noche?
A pesar de su actitud externa de sarcástica indiferencia, Miley percibía el cortado laconismo de su voz cuando hablaba de dejarle en el altar y su corazón se hundió. Era evidente que le preocupaba mucho.
—Milord... —empezó suavemente.
—¡Oh, por el amor de Dios! —soltó—. Deja de llamarme tu lord y no te humilles, detesto la humillación.
—¡No me estaba humillando! —protestó Miley y en su mente lo vio arrodillado bajo un látigo negro desatado. Tuvo que secarse las lágrimas que se agolpaban antes de poder seguir.
—Lo que iba a decir es que solo intentaba llevar un poco de comida al orfanato hoy. Siento haberte preocupado y no lo haré más.
Nicholas la miró, la ira se estaba esfumando.
—Eres libre para hacer lo que quieras. Miley —anunció cansinamente—. Este matrimonio es el mayor error de mi vida.
Miley vaciló, sabía que nada de lo que dijera le haría cambiar de opinión cuando se encontraba en ese estado, así que, finalmente, se excusó para cambiarse de vestido. Nicholas no cenaría con ella y Miley se iría a dormir esa noche pensando que seguramente se encontrarían en su cama, al menos, para cumplir su trato de darle un heredero.
Nicholas no fue a visitarla esa noche, ni durante las tres noches siguientes. En realidad, salió por su cuenta para evitarla por completo. Trabajó en su estudio todo el día, dictando cartas a su secretario, el señor Benjamín, y se reunió con hombres que habían ido desde Londres para hablar con él de inversiones y embarcos y todo ese tipo de incomprensibles transacciones de negocios. Si coincidía con Miley en las comidas o se topaba con ella en los pasillos, la saludaba educadamente pero sin familiaridad, como si fuera una extraña para él.
Cuando acababa de trabajar subía, se cambiaba de ropa y partía para Londres.


Desde que Caroline se había marchado al sur de Inglaterra para visitar a uno de sus hermanos cuya esposa estaba a punto de dar a luz. Miley pasaba la mayor parte de su tiempo en el orfanato, organizando juegos con los niños y visitando a los aldeanos para que siguieran sintiéndose cómodos en su compañía. Pero no importaba lo ocupada que estuviera, echaba mucho de menos a Nicholas. En Londres había pasado mucho tiempo con ella. La acompañaba a casi todas partes, a bailes, fiestas y obras de teatro, y, aunque no se quedaba a su lado, sabía que estaba allí, vigilante y protector. Echaba de menos sus provocadores comentarios e incluso sus malas caras. En unas semanas, desde que llegara la carta de la madre de Andrew, Nicholas se había convertido en su amigo, y un amigo muy especial.
Ahora era un completo extraño que tal vez la necesitara, pero que la mantenía deliberada y eficazmente lejos de su alcance. Sabía que ya no estaba enfadado con ella, simplemente la había expulsado de su corazón y su mente, como si no existiera.
La cuarta noche, Nicholas volvió a irse a Londres y Miley le esperó despierta, contemplando la bóveda de seda rosa de encima de su cama, deseando est/úpidamente volver a bailar con él otra vez como había hecho tantas otras veces antes. Era maravilloso bailar con Nicholas; se movía con una gracia tan natural...
Se preguntó qué haría durante aquellas largas noches en Londres antes de ir a casa. Decidió que probablemente pasara el tiempo jugando en los exclusivos clubes para caballeros a los que pertenecía.
La quinta noche, Nicholas no se molestó en regresar a casa. A la mañana siguiente, en el desayuno. Miley miró la sección de cotilleos de la Gazette que informaba de las andanzas de la alta sociedad y descubrió lo que Nicholas había estado haciendo mientras estaba en Londres. Había estado en el baile de lord Muirfield, bailando con la voluptuosa y exquisita esposa del viejo lord. También mencionaba que la noche anterior lord Fielding había asistido al teatro y había sido visto en compañía de una desconocida y morena bailarina de la ópera. Miley sabía tres cosas de la querida de Nicholas: se llamaba Sybil, era bailarina de la ópera y era morena.
Los celos prendieron en Miley, unos celos enfermizos, acaparadores y frustrados. La pillaron completamente desprevenida, pues nunca antes había experimentado un tormento más amargo.
Nicholas eligió aquel inoportuno momento para entrar en el salón vistiendo las mismas ropas con las que había ido a Londres la noche anterior. Salvo que ahora su preciosa chaqueta de etiqueta colgaba descuidadamente sobre su hombro izquierdo, llevaba la corbata deshecha y el cuello de la camisa blanca desabrochado. Era obvio que no había pasado la noche en su casa de Londres, donde tenía un guardarropa entero.
La saludó distante con la cabeza mientras se dirigía al aparador para servirse una taza de humeante café negro.
Miley se levantó despacio de la silla, temblando de furia herida.
—Nicholas —dijo con voz fría y formal.
La miró inquisitivamente por encima del hombro, luego vio sus rasgos pétreos y se volvió por completo hacia ella.
—¿Sí? —preguntó llevándose la taza a los labios y mirándola por encima del borde.
—¿Recuerdas cómo te sentías cuando tu primera esposa estaba en Londres, rodeada de todo tipo de relaciones salaces?
Bajó la taza un milímetro, pero sus rasgos permanecieron impasibles.
—Perfectamente —respondió.
Sorprendida y un poco impresionada de su propia valentía, Miley miró expresivamente el periódico, luego levantó la barbilla.
—Entonces espero que no vuelvas a hacer que me sienta así nunca más.
Su mirada viajó desde el periódico abierto hasta ella.
—Por lo que yo recuerdo, no me importaba particularmente lo que ella hiciese.
—¡Bueno, pues a mí sí me importa! —estalló Miley porque no pudo contenerse—. Entiendo perfectamente que los maridos considerados tengan... tengan sus amantes, pero se supone que tienes que ser discreto. Vosotros los ingleses tenéis reglas para todo y la discreción es una de ellas. Cuando tú te exhibes con... con la esposa de un amigo, es humillante y duele.
Salió de la habitación, sintiéndose como un zapato indeseable y tirado a la basura.
Parecía una hermosa y joven reina, con el cabello largo ondulado y los espesos rizos sobre la espalda, moviendo el cuerpo con una gracia inconsciente. Nicholas la observó en silencio, con la taza de café olvidada en la mano. Sintió la familiar y caliente necesidad de ella crecer en los ríñones, el deseo que había sentido durante meses de tenerla en sus brazos y perderse en ella, pero no se movió. Fuera lo que fuese lo que sentía por él, no era ni amor ni deseo. Nicholas se percató amargamente de que ella pensaba que era «considerado» por su parte mantener una querida discretamente oculta para poder satisfacer su asquerosa lascivia con ella. Pero el orgullo de Miley estaba herido ante la idea de que lo vieran en público con la misma mujer.
Era el orgullo de Miley el que sufría, nada más. Pero cuando recordó el terrible golpe que su orgullo había recibido de su amado Andrew, descubrió que no tenía corazón para seguir hiriéndola. Comprendía lo que era el orgullo, recordó lo destrozado y furioso que se había sentido cuando descubrió por primera vez la perfidia de Melissa.
Se detuvo en su estudio para sacar algunos documentos y luego subió la escalera, leyendo los documentos y sujetando su chaqueta.
—Buenas noches, milord —le saludó su valet, dirigiendo una mirada de reprobación a la maltrecha chaqueta que colgaba del pulgar de su amo.
—Buenas noches, Franklin —respondió Nicholas, tendiéndole la chaqueta sin apartar los ojos de los documentos recién llegados.
Franklin sacó el tazón, la navaja y el suavizador de afeitar, luego llevó la chaqueta al guardarropa, donde empezó a cepillarla.
—Su atuendo para esta noche, ¿será formal o informal, milord? —preguntó educadamente.
Nicholas volvió la segunda página del documento.
—Informal —contestó ausente—. Lady Fielding cree que he pasado demasiado tiempo fuera de casa por la noche.
Fue hacia el baño de mármol contiguo a su dormitorio, inconsciente de la expresión de placer que despuntaba en los rasgos del ayuda de cámara. Franklin observó hasta que Nicholas hubo desaparecido en el baño, luego dejó la chaqueta a un lado y se precipitó escaleras abajo para compartir la feliz noticia con Northrup.
Hasta que lady Miley entró en la casa meses atrás y rompió el disciplinado y ordenado tedio de la vida de todos, el señor Franklin y el señor Northrup guardaban celosamente sus puestos individuales de confianza. De hecho, se había evitado escrupulosamente durante cuatro largos años. Ahora, sin embargo, aquellos dos antiguos adversarios eran aliados en el interés y la preocupación mutuos por el bienestar del señor y la señora de la casa.
El señor Northrup estaba en el vestíbulo principal junto al salón, sacando brillo a una mesa. Después de mirar a su alrededor para asegurarse de que no había criados subalternos cerca que pudieran escuchar su conversación, el señor Franklin corrió, ávido por transmitir aquel último acontecimiento en el tumultuoso romance de su señoría, o para ser más precisos, su ausencia de romance, y de oír a cambio cualquier noticia que el señor Northrup tuviera a bien confiarle. Se inclinó hacia su confidente, felizmente inconsciente de O’Malley, que estaba en el salón con la oreja pegada a la pared para oír su conversación.
—Su señoría tiene intención de cenar en casa esta noche, señor Northrup —advirtió el ayuda de cámara en un susurro conspirador y teatral—. Creo que es una buena señal. En verdad es una buena señal.
Northrup se enderezó, con expresión neutra.
—Es un acontecimiento poco común, teniendo en cuenta la ausencia de su señoría de estas últimas cinco noches, pero no lo encuentro particularmente alentador.
—¡No lo entiende...! Su señoría dijo concretamente que se quedaba en casa porque la señora deseaba que se quedase!
—¡Eso sí que es alentador, señor Franklin! —Northrup se inclinó hacia atrás, mirando cauteloso a su alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca que pudiera oírlos, luego confesó—: Creo que el motivo de la petición de la señora es un artículo de la Gazette que vio esta mañana y que le llevó a creer que su señoría posiblemente estaba saliendo con cierta dama de cierta clase, una bailarina de la ópera, creo.
O’Malley retiró la oreja de la pared, corrió al lado de la puerta del salón y cruzó de un salto el pasillo que se usaba para que los criados llevaran refrescos al salón desde la cocina.
—¡Lo ha hecho! —gritó triunfante a los criados de la cocina mientras entraba en la habitación.
La señora Craddock dejó su tarea de amasar, tan ansiosa por oír lo que tenía que decir O’Malley que ignoró el hecho de que había sustraído una manzana de su mesa de trabajo.
—¿Qué es lo que ha hecho?
O’Malley se reclinó contra la pared y dio un gran bocado a la jugosa manzana, gesticulando con la porción restante para dar énfasis a sus palabras.
—¡Le ha dado a su señoría una buena reprimenda, eso es lo que ha hecho! Lo he oído todo de Franklin y Northrup. La señora leyó en el periódico que su señoría estaba con la señorita Sybil y le dijo que se quedara en casa donde está su sitio. Y él va a hacerle caso. Se lo dije a todos que la muchacha podría manejar al amo. ¡Lo supe en cuanto me contó que era irlandesa! Pero también es una auténtica dama —añadió lealmente—. Toda amabilidad y simpatía.
—Estos últimos días ha sido una dama triste, pobrecilla —dijo la señora Craddock, aún un poco preocupada—. Apenas come cuando él no está aquí y eso que le he cocinado sus platos favoritos. Siempre me lo agradece educadamente. Es suficiente para hacer llorar a alguien. No puedo imaginar por qué él no está en su lecho por las noches que es donde tiene que estar...
O’Malley sacudió la cabeza con pena.
—No ha estado allí desde su noche de bodas. Ruth dice que está segura de ello. Y la señora tampoco ha dormido en la cama de él, porque las doncellas de arriba vigilan sus aposentos y solo hay una almohada en su cama con una hendidura en medio.
En taciturno silencio acabó la manzana y se disponía a coger otra, pero esta vez la señora Craddock le golpeó la mano con un trapo.
—Deja de robarme las manzanas, Daniel, son para un pastel que estoy haciendo de postre —una repentina sonrisa apareció en sus amables rasgos—. No, anda, coge las manzanas. He decidido hacer algo más para esta noche. Algo más festivo que un pastel.
La fregona más joven, una muchacha fea y pechugona de unos dieciséis años, se adelantó.
—Una de las lavanderas me hablaba de ciertos polvos que se podían echar a un hombre en el vino y que le ponen en situación de tener a una mujer, si es su hombría la que está causando el problema. Las lavanderas también creen que tal vez su señoría debería recibir un puñadito de ese polvo... solo para ayudar un poco.
Todos los criados de la cocina murmuraron su acuerdo con las palabras de la chica, pero O’Malley exclamó burlonamente:
—¡Cielos, muchacha! ¿De dónde sacas semejantes ideas? ¡Su señoría no necesita tales polvos y ya puedes contarles a todas las lavanderas que yo he dicho eso! Porque la nariz de John el cochero sale de un resfriado permanente que le ha durado un año por pasarse casi cada noche del pasado invierno esperando en lo alto del coche, a la intemperie, a que su señoría saliera del lecho de la señorita Hawthorne. La señorita Hawthorne —acabó de manera informativa— era su muñequita antes que la señorita Sybil.
—¿Estuvo con la señorita Sybil anoche? —preguntó la señora Craddock, midiendo la harina para su «festivo» postre—. ¿O fue solo una habladuría del periódico?
La alegre cara de O’Malley se puso grave.
—Estuvo allí, eso es bastante cierto. Se lo oí decir a uno de los mozos de cuadra. Claro que no sabemos seguro que sucediera nada mientras él estuvo allí. Tal vez estuviera despidiéndola.
La señora Craddock le dirigió una débil y poco convencida sonrisa.
—Bueno, al menos se queda en casa a cenar con su esposa esta noche. Eso es un buen comienzo.
O’Malley asintió convencido y fue a compartir las últimas noticias con el mozo de cuadra que le había informado del paradero exacto del amo durante la última noche.
Ese fue el motivo por el que, de las ciento cuarenta personas que había en Wakefíeld Park, Miley fuera la única que se sorprendiera al ver a Nicholas entrar en el comedor aquella noche.
—¿Te quedas en casa esta noche? —prorrumpió con sorpresa y alivio mientras Nicholas se sentaba a la cabecera de la mesa.
Le dirigió una mirada estimativa.
—Tuve la clara impresión de que eso era lo que querías que hiciera.
—Bueno, sí —admitió Miley, preguntándose si estaría guapa con el vestido verde esmeralda que llevaba y deseando que él no estuviera tan lejos, al otro extremo de la larga mesa—. Solo que no esperaba realmente que lo hicieras. Es decir...
Se interrumpió cuando O’Malley regresó del aparador, llevando una bandeja con dos copas de cristal llenas de vino. Era casi imposible mantener una conversación con Nicholas desde tan lejos, tanto emocional como físicamente.
Miley suspiró mientras O’Malley se dirigía directamente hacia ella, con un brillo extraño y decidido en los ojos.
—Su vino, milady —anunció, y cogió una copa de la bandeja y la dejó sobre la mesa con una exagerada y amanerada fioritura que inevitablemente inclinó la copa y derramó el vino sobre el mantel de lino delante de ella.
—¡O’Malley...! —le reprendió Northrup desde su puesto cerca del aparador donde rutinariamente supervisaba el servicio de mesa.
O’Malley le dirigió una mirada de inocencia y con grandes aspavientos retiró la silla de lady Miley, la ayudó a levantarse y la condujo hasta el extremo de la mesa donde se encontraba Nicholas.
—Aquí, milady —dijo emanando positivamente una ansiosa contrición mientras retiraba la silla que se encontraba inmediatamente a la derecha de Nicholas—. En un instante traigo más vino para usted. Luego limpiaré aquello. Huele fatal, en realidad, el vino derramado. Mejor quedarse lejos de él. No puedo pensar cómo he podido derramar el vino de ese modo —añadió, sacudiendo la servilleta de lino y colocándola en el regazo de Miley—. Últimamente me duele el brazo y probablemente por eso debo de haberlo derramado. Nada serio para que se preocupe... solo un hueso que me rompí hace años.
Miley se alisó la falda y le miró con una sonrisa compasiva.
—Siento que le duela el brazo, señor O’Malley.
O’Malley se volvió entonces hacia lord Fielding con la intención de pronunciar más falsas excusas, pero se le secó la boca cuando se cruzó con la mirada penetrante e implacable de Nicholas y le vio pasar el dedo significativamente por el filo del cuchillo como si comprobara si estaba afilado.
O’Malley se pasó el índice entre el cuello de la camisa y el gaznate, aclaró la garganta y murmuró precipitadamente a Miley:
—Traeré otra copa de vino para la señora.
—Lady Fielding no bebe vino en la cena —notificó Nicholas arrastrando las palabras y haciendo que O’Malley se parara en seco. La miró, como si lo hubiera pensado bien—. ¿O has cambiado de hábitos, Miley?
Miley sacudió la cabeza, asombrada por la comunicación tácita que parecía fluir entre Nicholas y el pobre O’Malley.
—Pero creo que tomaré un poco esta noche —añadió intentando suavizar una situación que no comprendía.
Los criados se retiraron, dejándolos que cenaran en el opresivo esplendor de un comedor de más de veinte metros de largo. Un pesado silencio pendió sobre toda la cena, salpicado solo por el ocasional tintineo de la cubertería de oro contra la porcelana de Limoges mientras comían, un silencio que era más terrible para Miley porque era perfectamente consciente del encandilador regocijo que rodearía a Nicholas en aquel momento si se hubiera ido a Londres en lugar de quedarse allí con ella.
Cuando acabaron los platos y trajeron el postre, su congoja se había convertido en desesperación. Dos veces intentó romper la barrera del silencio comentando temas que no provocaran ningún roce, como el tiempo y la excelencia de su cena de diez platos. Las respuestas de Nicholas a estas tácticas para entablar conversación eran educadas, pero desalentadoramente breves.
Miley jugueteaba con la cuchara, sabía que tenía que hacer algo y rápido, porque la brecha entre los dos se hacía más grande a cada momento y más profunda cada día, hasta que pronto no habría puente que pudiera cruzarla.
Por unos instantes olvidó su taciturna preocupación cuando O’Malley entró con el postre y, con una sonrisa mal disimulada, sirvió entre ellos un pequeño y bonito pastel decorado con dos banderas entrelazadas: la británica y la de las barras y estrellas de Estados Unidos.
Nicholas miró el pastel y dirigió una sardónica mirada al entrometido criado.
—¿Supongo que la señora Craddock tenía el día patriótico hoy? —O’Malley mudó el rostro y con ojos precavidos miró a su amo, que a su vez lo miraba con frío desagrado—. ¿O se supone que es para recordarme simbólicamente que estoy casado?
El criado palideció.
—Eso nunca, milord —esperó, petrificado por la mirada de Nicholas, hasta que por fin lo despachó con un gesto seco.
—Si se supone que representa nuestro matrimonio —irrumpió Miley con involuntario humor—, la señora Craddock debería de haber decorado el pastel con dos espadas cruzadas, no con dos banderas.
—Tienes razón —coincidió Nicholas de manera apática, olvidando el precioso pastelito y cogiendo su copa.
Parecía tan exasperantemente indiferente al terrible estado de su matrimonio, que a Miley le entró pánico y cayó de lleno en el tema que había tratado de evitar toda la noche.
—¡No quiero tener razón! —arrastró la mirada hasta su rostro impenetrable—. Nicholas, por favor... quiero que las cosas sean diferentes entre nosotros.
La miró con una ligera sorpresa mientras se reclinaba hacia atrás en la silla y la estudiaba impasible.
—¿Exactamente qué tipo de arreglo tienes en mente?
Sus maneras eran tan distantes y despreocupadas que el nerviosismo de Miley se duplicó.
—Bueno, me gustaría que fuéramos amigos, si más no. Solíamos reírnos juntos y hablar de cosas.
—Habla —le invitó, Nicholas.
—¿Hay algo en particular de lo que desees hablar? —le preguntó con avidez.
Los ojos de Nicholas observaron sus embriagadores rasgos. Pensó: «Quiero hablar de por qué necesitas beber hasta perder el conocimiento antes de meterte en la cama conmigo. Quiero hablar de por qué mi contacto te pone enferma», pero dijo:
—De nada en particular.
—Bueno, entonces empezaré yo —dudó un instante y luego preguntó—: ¿Te gusta mi vestido? Es uno de los que mandaste hacer para mí a madame Dumosse.
La mirada de Nicholas se detuvo en la cremosa y prominente carne que le invitaba por encima del escote amplio y verde del vestido. Estaba arrebatadora vestida de verde, pensó, pero debería llevar esmeraldas alrededor de su esbelto cuello para complementar el vestido. Si las cosas fueran diferentes, habría despedido a los criados y la había atraído hacia él y luego le habría desabrochado la espalda del vestido, desvelando sus embriagadores senos para sus labios y sus manos. Se los habría besado, luego la habría llevado arriba y le habría hecho el amor hasta que ambos estuvieran demasiado débiles para moverse.
—El vestido es bonito. Necesita esmeraldas.
La mano de Miley voló inconscientemente hasta su garganta desnuda. No tenía ninguna esmeralda.
—Yo creo que tú estás muy bien, también —confesó, admirando el modo en que su costosa chaqueta azul marino colgaba de sus espléndidos hombros. Estaba tan bronceado, el cabello era tan negro, tan blanca su camisa y la corbata sobresalía en deslumbrante contraste—. Eres muy guapo —dijo con nostalgia.
En los labios de Nicholas asomó un atisbo de sonrisa.
—Gracias —expresó, visiblemente afectado.
—De nada —respondió Miley y, como le pareció complacido por el cumplido, emprendió lo que parecía un tema aceptable de conversación—. Cuando te vi por primera vez, pensé que tenías un aspecto amenazador, ¿lo sabías? Claro que yo estaba casi cegada y nerviosa, pero, bueno, eras tan grande que me amedrentabas.
Nicholas se atragantó con el vino.
—¿A qué te refieres ?
—A nuestro primer encuentro —aclaró Miley con toda inocencia—. ¿Recuerdas? Yo estaba fuera a pleno sol, sosteniendo ese cerdito que le entregué al granjero y luego tú me arrastraste dentro de la casa y estaba a oscuras en comparación con el exterior...
Nicholas se puso en pie bruscamente.
—Siento que te tratara de manera tan poco civilizada. Ahora, si no te importa, creo que pasaré la velada trabajando un poco.
—No —le atajó enseguida Miley, levantándose también—, por favor, no trabajes. Hagamos otra cosa, algo que podamos hacer juntos. Algo que te guste.
El corazón de Nicholas golpeaba contra sus costillas. Miró sus mejillas sonrosadas y vio la invitación de sus implorantes ojos azules. La esperanza y la incredulidad chocaron en su pecho, explotando, mientras posaba la mano con ternura en su arrebolada mejilla y la echaba hacia atrás, acariciando su sedoso cabello.
Miley tembló de placer porque al fin la estaba tratando con calidez. Debería haber intentado atraerlo hacía días, en lugar de sufrir en silencio.
—Podríamos jugar al ajedrez, si quieres —propuso felizmente—. No soy muy buena al ajedrez, pero si tienes cartas...
Nicholas retiró la mano y su rostro se convirtió en una máscara cerrada.
—Discúlpame, Miley, tengo trabajo que terminar.
La rodeó y desapareció en su estudio, donde permaneció durante el resto de la velada.
El corazón de Miley se hundió en una apabullante decepción y se pasó la velada intentado leer. Cuando llegó la hora de irse a la cama, estaba absolutamente resuelta a no dejarle caer en su antiguo modelo de comportamiento, el de dos educados extraños, por mucho que le costara cambiar las cosas. Recordó el modo en que la había mirado, justo antes de que sugiriera lo de jugar al ajedrez, era el mismo modo en que la miraba antes de besarla. Su cuerpo lo había reconocido instantáneamente, le había entrado ese calor y ese temblor inexplicable que siempre sentía cuando Nicholas la acariciaba. Tal vez lo que quería era besarla, en lugar de jugar al ajedrez. ¡Santo Dios, tal vez quería hacerle aquella horrible cosa otra vez...!
Miley se estremeció ante la idea, pero estaba dispuesta incluso a hacer eso si podía restaurar la armonía. Se le revolvió el estómago al pensar en Nicholas acariciándola y ella desnuda, estudiando su cuerpo de aquella manera horrible y distante en que lo había hecho la noche de bodas. Tal vez no habría sido tan terrible sí él hubiera sido amable con ella mientras lo hacía, amable tal como lo era cuando la besaba.
Esperó en su habitación hasta que oyó a Nicholas moviéndose en la suya, luego se puso una bata de satén turquesa ribeteada con anchas puntillas de color crema y amplias mangas. Abrió la puerta que conectaba con la habitación de Nicholas, que estaba cerrada, aunque no con llave, y entró.
—Milor... Nicholas —dijo bruscamente.
Se estaba quitando la camisa con el pecho casi desnudo por completo y la cabeza aún metida en ella.
—Me gustaría hablar contigo —empezó con firmeza.
—Sal de aquí, Miley —le invitó, molesto y distante.
—Pero...
—No quiero hablar —le espetó con sarcasmo—. No quiero jugar al ajedrez, no quiero jugar a cartas.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres?
—Quiero que salgas de aquí. ¿Está lo bastante claro?
—Yo diría que muy claro —respondió con inflexible dignidad—. No volveré a molestarte.
Entró en su habitación y cerró la puerta, pero aún estaba furiosamente decidida a hacer que su matrimonio fuera feliz y sólido. No entendía lo que esperaba de ella. En concreto no le entendía a él. Pero conocía a alguien que sí le entendía. Nicholas tenía treinta años, era mucho mayor y más experimentado que ella, pero el capitán Farrell era mayor que Nicholas y sería capaz de aconsejarla sobre su próximo paso.


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