Capitulo 22
Miley abrió los ojos y miró por la ventana, con la mirada perdida, el cielo oscuro y cubierto. El sueño colgaba sobre ella como una gruesa red, enredando sus pensamientos, mientras contemplaba con desgana a través de las nuevas cortinas de seda rosa y oro que colgaban de las esquinas de su cama.
Se sentía desanimada y torpe, como si no hubiera dormido nada, sin embargo, no tenía particular urgencia por volver a dormirse ni por despertarse por completo. Su mente vagaba sin rumbo y de repente empezó a aclararse.
¡Santo Dios, estaba casada! Realmente casada. Era la esposa de Nicholas.
Ahogó un grito de protesta y conmoción ante la idea y se irguió de un salto mientras los recuerdos de la noche anterior la golpeaban. Así que era eso de lo que la señorita Flossie había intentado advertirla. ¡No le extrañaba que las mujeres no hablaran de ello! Se dispuso a salir volando de la cama respondiendo a un tardío impulso de huir; luego se refrenó, estiró la almohada y se cayó sobre ella, mordiéndose el labio superior. Los humillantes detalles de su noche de bodas volvieron a ella con dolorosa claridad y se encogió avergonzada, recordando el modo en que Nicholas se había desnudado rudamente delante de ella. Se estremeció al recordar el modo en que le había recordado a Andrew y luego la había usado. La había usado como si fuera un animal, un animal sin sentimientos ni emociones, indigno de ternura ni amabilidad.
Una lágrima cayó por su mejilla al pensar en esa noche, la noche de mañana y todas las noches que quedaban por delante hasta que Nicholas por fin la dejara embarazada. ¿Cuántas veces necesitaría? ¿Una docena? ¿Dos docenas? ¿Más? No, por favor, más no. No podría soportarlo mucho más.
Se enjuagó las lágrimas con rabia, furiosa consigo misma por sucumbir al miedo y la debilidad. Anoche Nicholas había dicho que pretendía seguir haciéndole esa cosa horrible y humillante; era parte del trato. Ahora que sabía lo que entrañaba realmente ese trato, quería romperlo de inmediato.
Apartó las sábanas a un lado y salió de la crisálida de seda que se suponía que era su compensación por una vida de sufrimiento impuesta por un hombre cínico y sin corazón. Bien, no era una bobalicona inglesa, temerosa de valerse por sí misma ante el mundo. ¡Preferiría enfrentarse a un pelotón de fusilamiento antes que pasar otra noche como aquella! Podía vivir sin lujos, si aquel era el pago que se esperaba por ello.
Miró a su alrededor, intentando planear su próximo paso y su mirada se centró en una caja de terciopelo negro sobre la mesa de noche. La cogió y la abrió, y apretó los dientes de rabia al ver el espectacular collar de diamantes que había dentro. Era de dos milímetros de ancho y tenía la forma de un delicado grupo de flores, con diamantes cortados en diversas formas para formar los pétalos y hojas de tulipanes, rosas y orquídeas.
La rabia la sumió en una bruma roja mientras cogía el collar por el cierre con dos dedos como si fuera una serpiente venenosa y lo dejaba caer sin miramientos en la caja.
Ahora comprendía por qué le habían molestado todo el tiempo los regalos de Nicholas y la manera en que quería que se los agradeciera con un beso. La estaba comprando. En realidad creía que podía comprarla, comprarla como una pu/ta barata del puerto. No, no una pu/ta barata, una cara, pero una pu/ta al fin y al cabo.
Después de la noche anterior. Miley se sentía usada y herida; el collar añadía otro insulto a la creciente lista de ofensas de Nicholas. Apenas podía creer que se había engañado a sí misma creyendo que la quería, que la necesitaba. No quería a nadie ni necesitaba a nadie. No quería que lo amaran y no quería amar a nadie. Debía haberlo sabido... él había sido muy explícito.
¡Hombres! Pensó furiosamente Miley, y ese humor añadió brillantes manchas de color a sus pálidas mejillas. Eran unos monstruos, Andrew con sus falsas declaraciones de amor y Nicholas que pensaba que podía usarla y luego pagarla con un est/úpido collar.
Con una mueca por el dolor que sentía entre las piernas, bajó de la cama y entró en el baño de mármol que estaba contiguo a su habitación, en el lado opuesto de la de Nicholas. Decidió que se divorciaría, había oído hablar de ello. Le diría a Nicholas que quería el divorcio, ya.
Ruth entró justo cuando Miley salía del baño.
El rostro de la pequeña doncella estaba iluminado por una sonrisa hermética mientras entraba de puntillas en la habitación y miraba a su alrededor. Fuera lo que fuese lo que esperaba ver, era obvio que no era a su ama desfilando con paso militar por la habitación, ya levantada y bañada, envuelta en una toalla, peinándose con determinación. Tampoco esperaba oír a la reciente esposa de Nicholas Fielding, que se rumoreaba era un amante irresistible, decir en tono helado:
—No hay motivo para arrastrarse por aquí como si tuvieras miedo de tu sombra, Ruth. El monstruo está en la otra habitación, no en esta.
—¿Mo... monstruo, señorita? —tartamudeó con los ojos en blanco la pobre doncella—. ¡Oh! —sonrió nerviosamente, pensando que había oído mal—. Debe de haber dicho «el maestro», pero pensé que había dicho...
—He dicho «monstruo» —espetó Miley. El sonido de su voz irritada la hizo arrepentirse al instante—. Lo siento, Ruth. Estoy un poco... bien, cansada, supongo.
Por alguna razón, eso hizo que la pequeña criada se sonrojase y soltara una risita tonta, lo que irritó a Miley, que estaba al borde de un ataque de nervios, a pesar de sus esfuerzos por decirse a sí misma lo fría, lógica y decidida que estaba. Aguardó, tamborileando con los dedos, hasta que Ruth terminó de arreglar la habitación. El reloj de la repisa de la chimenea daba las once mientras cruzaba la puerta de su habitación por la que Nicholas había entrado anoche. Se detuvo con la mano en el picaporte intentando recomponerse. Temblaba como una hoja ante la idea de enfrentarse a él y exigirle el divorcio, pero eso era exactamente lo que pensaba hacer, y nada iba a detenerla. Una vez le informara de que su matrimonio había acabado, Nicholas no tendría más derechos maritales. Más tarde, decidiría dónde iría y qué haría. Por ahora, necesitaba que consintiera en darle el divorcio. ¿O incluso necesitaría su permiso? Como no estaba segura, decidió que era prudente no enemistarse con él innecesariamente ni enojarlo para que se negara. Pero, tampoco iba a andarse con muchos rodeos.
Miley se puso derecha, se ajustó el cinturón de la bata de terciopelo, giró el picaporte y entró en la habitación de Nicholas.
Reprimiendo el deseo de golpearle en la cabeza con el jarrón de porcelana que estaba junto a su cama, dijo muy civilizadamente:
—Buenos días.
Abrió los ojos, con una expresión instantáneamente alerta, casi recelosa y luego sonrió. Esa sonrisa indolente y sensual, que antes podía haber derretido su corazón y ahora le hacía rechinar los dientes de rabia. De algún modo, conservó una expresión educada, casi agradable.
—Buenos días —respondió Nicholas con voz ronca, repasando con la mirada su voluptuosa figura, arropada en la sensual suavidad del brillante terciopelo dorado.
Al recordar el modo en que la había asaltado la noche anterior, Nicholas apartó los ojos de la escotada abertura de su bata y se apartó para hacerle sitio en la cama a su lado. Profundamente conmovido por el hecho de que hubiera acudido a darle los buenos días, cuando tenía todo el derecho para despreciarle por lo de la noche anterior, dio unas palmaditas en el espacio que había dejado vacío y la invitó amablemente;
—¿Quieres sentarte?
Miley estaba tan ocupada intentando pensar en el modo de abordar lo que había ido a decirle que automáticamente aceptó la invitación de Nicholas.
—Gracias —respondió con educación.
—¿Por qué?
Era exactamente la introducción que Miley estaba buscando.
—Gracias por todo, en muchos aspectos has sido extraordinariamente amable conmigo. Sé lo disgustado que estabas cuando llamé a tu puerta hace dos meses, pero incluso aunque no me quisieras aquí, permitiste que me quedara. Me has comprado ropa preciosa y me has llevado a fiestas, lo cual ha sido excesivamente amable por tu parte. Te batiste en duelo por mí, lo cual no era necesario, pero fue muy galante por tu parte. Te casaste conmigo en una iglesia, de lo cual no tenías el menor deseo y me diste una preciosa fiesta anoche e invitaste a gente que no conocías, solo por complacerme. Gracias por todo eso.
Nicholas estiró el brazo y rozó con los nudillos la pálida mejilla de Miley.
—De nada —susurró.
—Ahora me gustaría divorciarme.
Se le quedó la mano helada.
—¿Que te gustaría qué? —preguntó soltando un suspiro amenazador.
Miley cruzó y descruzó las manos en el regazo, pero se mantuvo firme en su resolución.
—Quiero el divorcio —repitió con falsa calma.
—¿Así simplemente? —dijo en una horrible y suave voz. Aunque Nicholas estaba dispuesto a admitir que la había tratado mal la noche anterior, no esperaba nada parecido—. Después de un día de matrimonio, ¿quieres el divorcio?
Miley pudo observar la rabia que despertaba en sus centelleantes ojos y se levantó deprisa, solo para que la mano de Nicholas aferrara su muñeca y la obligara a sentarse de nuevo.
—No me maltrates, Nicholas —le advirtió.
Nicholas, que la había dejado la noche anterior con aspecto de niña herida, ahora se enfrentaba a una mujer que no reconocía, una serenamente furiosa y hermosa virago. En lugar de disculparse, como tenía intenciones hacía un minuto, dijo:
—Estás siendo absurda. Solo ha habido un puñado de divorcios en Inglaterra en los últimos cincuenta años y no habrá divorcio entre nosotros.
Miley se liberó el brazo de un tirón tan fuerte que casi le dislocó el hombro, luego dio un paso atrás y una vez fuera de su alcance, mientras el pecho subía y bajaba de furia y miedo, gritó.
—¡Eres un animal! ¡No soy absurda y no volveré a ser usada como un animal nunca más!
Se dirigió a su habitación y cerró la puerta dando un portazo, luego la cerró con llave ruidosamente.
Solo había dado unos pasos cuando la puerta se abrió de repente con un estruendo y se arrancó del quicio hasta quedar colgando tambaleándose de una bisagra. Nicholas entró por el agujero del umbral, con la cara blanca de ira, hablando entre dientes.
—No te atrevas a volver a cerrarme una puerta en tu vida —le espetó—. ¡Y no vuelvas a amenazarme con divorciarte! Esta casa es de mi propiedad según la ley, igual que tú eres de mi propiedad. ¿Lo entiendes?
Miley asintió con la cabeza, retrocediendo mentalmente ante la cegadora violencia que destelleaban sus ojos. Se volvió sobre sus talones y salió de la habitación, dejándola temblando de miedo. Nunca había sido testigo de tan volcánica rabia en un ser humano. Nicholas no era un animal, era un monstruo enloquecido.
Aguardó, escuchó los sonidos de sus cajones abrirse y cerrarse bruscamente mientras Nicholas se vestía, mientras su mente trabajaba frenéticamente en encontrar el modo de liberarse de la pesadilla en la que se había convertido su vida. Cuando oyó el portazo y supo que había ido abajo, se acercó a su cama y se hundió en ella. Así permaneció, pensando, durante casi una hora, pero no encontraba la salida. Estaba atrapada de por vida. Nicholas había dicho la verdad, era de su propiedad, como su casa o sus caballos.
Si no consentía en divorciarse, no alcanzaba a imaginar cómo podría conseguirlo por sí misma. No sabía si tenía una razón capaz de convencer a un tribunal para que le concediera el divorcio, pero estaba positivamente segura de que no podría explicar a un grupo de jueces con peluca, hombres todos ellos, que lo que Nicholas le había hecho la noche anterior le había decidido a pedir el divorcio.
Se había aferrado desesperadamente a la idea del divorcio que había concebido aquella mañana. La idea era radicalmente imposible, se percató con un suspiro de abatimiento. Estaba atrapada hasta que le diera a Nicholas el hijo que quería. Entonces estaría atada a Wakefield por la existencia del hijo que debería liberarla, porque ella sabía que nunca podría irse y abandonar a su bebé.
Miley miraba sin propósito la lujosa habitación. De algún modo tendría que adaptarse a su nueva vida, hacer lo mejor hasta que el destino interviniera para ayudarla de algún modo. Mientras tanto, tendría que tomar medidas para conservar el juicio, decidió mientras le invadía una calma abrumadora. Podía pasar el tiempo con otras personas, salir de casa y ocuparse de sus propios asuntos y diversiones. Tendría que pensar en diversiones para distraerse de sus problemas. Empezaría de inmediato, odiaba compadecerse de sí misma y se negaba a ceder a la autocompasión.
Ya había hecho amigos en Inglaterra; pronto tendría un hijo al que amar y que le devolvería ese amor. Sacaría el mejor provecho de una vida vacía llenándola con todo lo que pudiera encontrar para conservarse en su sano juicio.
Se apartó el cabello de su pálido rostro y se levantó resuelta a hacer exactamente eso. A pesar de ello, llamó a Ruth con los hombros abatidos. ¿Por qué Nicholas la despreciaba así?, se preguntó con tristeza.
Anhelaba tener a alguien con quien hablar, en quien confiar. Antes siempre había tenido a su madre o a su padre o a Andrew a quien hablar y escuchar. Hablar de las cosas siempre ayudaba, pero desde que había llegado a Inglaterra no tenía a nadie. La salud de Charles era delicada y había tenido que poner cara de valiente y alegre desde el primer día en que llegó. Además, Nicholas era su sobrino y no podía hablar de sus temores sobre Nicholas con su propio tío, aunque Charles estuviera en Wakefield. Caroline Collingwood era una buena y fiel amiga, pero estaba a varios kilómetros de distancia y Miley dudaba de que Caroline comprendiera a Nicholas, incluso aunque intentase hablar de él.
Miley decidió que no había nada que hacer, más que continuar guardándoselo todo para ella, simulando ser feliz y estar segura de sí misma, hasta que algún día, pudiera sentirse realmente así. Llegaría el día, se prometió tristemente, en que afrontaría la noche sin miedo a que Nicholas entrase en su habitación. Llegaría el día en que podría mirarle sin sentir nada, ni temor ni dolor, ni humillación ni soledad. ¡Ese día llegaría, de algún modo, llegaría! En cuando concibiera un hijo, él la dejaría en paz y rezaba por que sucediera pronto.
—Ruth —llamó, algo tensa, cuando apareció la doncella—. ¿Puedes pedir que preparen uno de los caballos para el carruaje pequeño, uno que yo pueda conducir fácilmente? Y por favor, pide a quien lo haga que elija al caballo más dócil que tengamos, no tengo demasiada experiencia conduciendo carruajes. Cuando lo hayas hecho, por favor, pídele a la señora Craddock que me meta en varias cestas la comida que sobró de la fiesta de anoche para que pueda llevármelas.
—Pero, milady —se quejó Ruth, vacilante—, mire por la ventana. Hace mucho frío y se avecina una tormenta. Mire usted misma lo oscuro que está el cielo.
Miley miró por la ventana el cielo plomizo.
—No parece que vaya a llover hasta dentro de unas horas, si es que llueve —decidió un poco a la desesperada—. Me gustaría salir en media hora. ¡Ah! ¿Lord Fielding ha salido o está abajo?
—Su señoría ha salido, milady.
—¿Sabes si ha salido de la finca o simplemente está fuera en alguna parte de ella? —preguntó Miley, incapaz de disimular la ansiedad de su voz.
A pesar de haber resuelto pensar en Nicholas como un completo extraño y tratarlo como tal, no le hacía ninguna gracia la idea de volver a enfrentarse a él ahora mismo, cuando sus emociones aún estaban tan a flor de piel. Además, estaba bastante segura de que le ordenaría que se quedase en casa, en lugar de permitirle salir con una tormenta en ciernes. Y lo cierto era que tenía que salir de aquélla casa un rato. ¡Tenía que irse!
—Lord Fielding pidió que le engancharan los caballos al faetón y se fue. Dijo que tenía que hacer unos recados. Lo vi salir con mis propios ojos —le aseguró Ruth.
El carruaje estaba cargado de comida y aguardaba en el camino cuando bajó Miley.
—¿Qué debo decirle a su señoría? —preguntó Northrup, con un aspecto extraordinariamente preocupado cuando Miley insistió en irse a pesar de haberle anunciado una tormenta inminente.
Miley se dio media vuelta, permitiéndole que le colocara una ligera capa malva sobre los hombros.
—Dígale que he dicho adiós —respondió Miley evasivamente.
Salió al exterior, fue a la parte trasera de la casa, desató la cadena de Lobo y volvió otra vez al carruaje. El jefe de las cuadras la ayudó a subir al carruaje y Lobo saltó a su lado. Lobo parecía tan contento de estar libre que Miley sonrió y acarició su regia cabeza.
—Eres libre al fin —le dijo al inmenso animal—. Y yo también.
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