Capitulo 5
La luz del sol se filtraba por las ventanas abiertas y la brisa se deslizaba a través de la habitación, acariciando suavemente el rostro de Miley. En algún lugar, bajo sus ventanas, los cascos de un caballo resonaban contra el camino pavimentado y dos pájaros aterrizaron a la vez en su alféizar, entablando una ruidosa pelea sobre los derechos territoriales de cada uno. Su airado trino penetró lentamente en el descanso de Miley y. la despertó de sus felices sueños sobre su hogar.
La luz del sol se filtraba por las ventanas abiertas y la brisa se deslizaba a través de la habitación, acariciando suavemente el rostro de Miley. En algún lugar, bajo sus ventanas, los cascos de un caballo resonaban contra el camino pavimentado y dos pájaros aterrizaron a la vez en su alféizar, entablando una ruidosa pelea sobre los derechos territoriales de cada uno. Su airado trino penetró lentamente en el descanso de Miley y. la despertó de sus felices sueños sobre su hogar.
Aún medio dormida, se dio la vuelta y enterró la cara en la
almohada. En lugar del tejido algo áspero que cubría la almohada de su hogar y
el olor a sol y a jabón, su mejilla se encontró con la suavidad de la seda.
Apenas consciente de que no estaba en su cama mientras su madre abajo le hacía
el desayuno, Miley apretó los ojos, intentando recuperar sus tranquilos sueños,
pero ya era tarde. A regañadientes volvió la cabeza y abrió los ojos.
En la resplandeciente luz de media mañana, contempló los
cortinajes plateados y azules que rodeaban su lecho como una crisálida de seda
y su mente se despejó de golpe. Estaba en Wakefield Park. Había dormido toda la
noche.
Se apartó el revuelto cabello de los ojos, se incorporó
hasta sentarse en la cama y se inclinó contra las almohadas.
—Buenos días, señorita —saludó Ruth desde el otro lado de la
cama.
Miley reprimió un grito de sorpresa.
—No pretendía asustarla —se apresuró a disculparse la joven
doncella—, pero su excelencia está abajo y dice que le pregunte si le gustaría
desayunar con él.
Muy animada por las noticias de que su primo el duque
quisiera realmente verla. Miley apartó las sábanas.
—Le he planchado sus vestidos —anunció Ruth, abriendo el
armario—. ¿Cuál le gustaría ponerse?
Miley eligió el mejor de los cinco: una muselina negra tenue
con un escote bajo y cuadrado adornado con minúsculas rosas blancas que ella
había bordado con esmero en las amplias mangas y en el bajo durante el largo
viaje. Rechazando la oferta de Ruth de ayudarla a vestirse. Miley se puso el
vestido sobre la combinación y se ató el amplio fajín negro en la esbelta
cintura.
Mientras Ruth hacía la cama y limpiaba la habitación
inmaculada, Miley se sentó en una silla ante el tocador y se cepilló el
cabello.
—Ya estoy lista —declaró a Ruth mientras se levantaba, con
los ojos iluminados por la expectativa y las mejillas arreboladas de un color
saludable—. ¿Podrías decirme dónde encontraré a... ejem... su excelencia?
Los pies de Miley se hundieron en la gruesa alfombra roja
mientras Ruth la guiaba por la sinuosa escalera de mármol y atravesaba el
vestíbulo donde dos criados hacían guardia junto a un par de puertas de caoba
ricamente tallada. Antes de que le diera tiempo a respirar hondo, los criados
abrieron las puertas con gesto silencioso y Miley entró en una habitación de
casi treinta metros de largo, dominada por una gran mesa de caoba centrada
entre tres gigantescas arañas de cristal. Al principio creyó que la habitación
estaba vacía, mientras su mirada se paseaba por las sillas de respaldo amplio,
forradas de terciopelo dorado y alineadas a ambos lados de la gigantesca mesa.
Y entonces oyó un roce de papel procedente de la silla que se encontraba en el
extremo más próximo de la mesa. Incapaz de ver al ocupante, lo rodeó lentamente
y se detuvo a un lado.
—Buenos días —dijo bajito.
La cabeza de Charles se volvió y la contempló, palideciendo
al instante.
—¡Santo Dios! —exclamó, se puso en pie despacio, con la
mirada fija en la joven y exótica belleza que tenía delante.
Vio a Katherine exactamente igual que la había visto tantos
años atrás. Recordaba perfectamente bien, y con cariño, aquella increíble
belleza, el rostro de facciones delicadas, el grácil dibujo de las cejas y las
largas y gruesas pestañas que enmarcaban los ojos del color de los grandes
zafiros iridiscentes. Reconoció esa dulce y sonriente boca, la elegante
naricilla, la minúscula y encantadora marca en la obstinada barbilla y la
maravillosa mata de cabello rojizo con destellos dorados que caía sobre sus
hombros con exuberante indolencia.
Se afirmó con la mano izquierda en el respaldo de la silla y
extendió la otra hacia ella.
—Katherine—susurró.
Miley puso tímidamente la mano en aquella palma extendida y
los largos dedos de Charles se cerraron en torno a los suyos.
—Katherine —volvió a susurrar roncamente y Miley vio asomar
la chispa de las lágrimas en sus ojos.
—Mi madre se llamaba Katherine —le corrigió con amabilidad.
La mano de Charles se crispaba casi dolorosamente sobre la
suya.
—Sí —susurró. Se aclaró la garganta y su voz recuperó un
poco la normalidad—. Sí, claro —admitió, moviendo la cabeza como si deseara
aclarársela.
Miley observó que era sorprendentemente alto y muy delgado,
con ojos castaños que estudiaban sus rasgos hasta el más mínimo detalle.
—Así que —saltó de repente—, tú eres la hija de Katherine.
Miley asintió, sin estar segura de cómo debía dirigirse a
él.
—Me llamo Miley.
En los ojos de aquel hombre brilló una insólita ternura.
—Mi nombre es Charles Víctor Fielding.
—Ya... ya sé —murmuró.
—No. No sabes. —Sonrió, con una sonrisa amable que le había
costado décadas—. No sabes nada en absoluto —y luego, sin previo aviso, la
estrechó en un cálido y firme abrazo—. Bienvenida a casa, niña —le expresó en
una voz ahogada por la emoción, mientras le daba golpecitos en la espalda y la
abrazaba fuerte—. Bienvenida.
Y Miley sintió extrañamente como si de verdad estuviera en
casa. Charles la soltó con una sonrisa avergonzada y le acercó una silla.
—Debes de estar muerta de hambre. ¡O'Malley! —llamó al
criado que estaba apostado en el aparador repleto de platos tapados—. Los dos
estamos hambrientos.
—Sí, excelencia —asintió el criado, dándose media vuelta y
empezando a llenar dos platos.
—Mis más sinceras disculpas por no tener un coche
esperándote a la llegada —se excusó Charles—. Nunca soñé que llegaras tan
pronto, me dijeron que los paquebotes de América llegan siempre tarde. ¿Tuviste
un buen viaje? —le preguntó mientras el criado servía a Miley un plato lleno de
huevos, patatas, ríñones, jamón y panecillos crujientes.
Miley deparó una mirada a los cubiertos de oro labrado que
se desplegaban a cada lado del plato y dirigió una oración de gracias a su
madre por haberles enseñado, a Dorothy y a ella, el uso correcto de cada pieza.
—Sí, un viaje muy agradable —respondió con una sonrisa y
luego añadió con timidez y torpeza—: su excelencia.
—Santo cielo —dijo Charles entre carcajadas—. No creo que
necesitemos tanta ceremonia. Si lo hacemos, tendré que llamarte condesa
Langston o lady Miley.
Y no me gustaría nada, sabes, preferiría que nos llamásemos
«tío Charles» y «Miley». ¿Qué te parece?
Miley respondió a su cariño con un afecto que ya había
arraigado profundamente en su corazón.
—Me gusta mucho. Estoy segura de que nunca me acordaría de
responder a eso de condesa Langston —quien quiera que sea— y lady Miley tampoco
me gusta como suena.
Charles le dirigió una curiosa mirada mientras se ponía la
servilleta en el regazo.
—Las dos sois de esa gente. Tu madre fue la única hija del
conde y la condesa de Langston. Murieron cuando ella era una niña, pero su
título era de origen escocés y fue Katherine quien lo heredó. Tú eres la hija
mayor, por tanto el título es ahora tuyo.
Los ojos azules de Miley parpadearon de asombro.
—¿Y qué voy a hacer con él?
—Lo que hacemos todos —respondió entre risas—: alardear.
Guardó un momento de silencio mientras O'Malley dejaba un
plato ante él.
—En realidad, creo que hay una pequeña propiedad en Escocia
que debe ir con el título. Tal vez no. ¿Qué te contó tu madre?
—Nada, mamá nunca hablaba de Inglaterra ni de su vida aquí.
Dorothy y yo siempre supusimos que era bueno, una persona corriente.
—No había nada «corriente» en tu madre —le corrigió en voz
baja.
Miley oía un hilo de emoción en su voz y se preguntó a qué
obedecería, pero cuando le empezó a preguntar sobre la vida de su madre en Inglaterra,
meneó la cabeza y respondió, como quitándole importancia:
—Algún día te lo contaré... todo, pero ahora no. Por ahora,
vamos a conocernos mejor.
Pasó una hora increíblemente rápida mientras Miley respondía
a las preguntas que Charles le formulaba educadamente. Cuando acabaron de
desayunar, se percató de que, con mucha soltura, se había hecho una imagen
exacta de su vida, hasta el momento en que llegó a su puerta con un cerdito
chillón en los brazos. Le había hablado de sus vecinos, de su padre, de Andrew.
Por alguna razón, oír hablar de estos dos últimos pareció enturbiar su humor,
pero parecían las dos personas que más le interesaban. Evitaba cuidadosamente
investigar sobre su madre.
—Confieso que estoy confuso sobre la cuestión de tu
compromiso con ese tal Andrew Bainbridge —admitió cuando Miley hubo acabado,
con la frente marcada por un profundo surco—. La carta que recibí de tu amigo
el doctor Morrison no lo mencionaba. Antes bien al contrario, dijo que tú y tu
hermana pequeña estabais solas en el mundo. ¿Dio tu padre su bendición a ese
compromiso?
—Sí y no —contestó Miley, preguntándose por qué le
preocupaba tanto—. Verás, Andrew y yo nos conocemos desde que éramos crios,
pero papá siempre insistía en que debíamos tener dieciocho años para comprometernos
formalmente. Le parecía un compromiso demasiado serio para una mujer más joven.
—Muy sabio —coincidió Charles—. Pero, cumpliste los
dieciocho antes de que tu padre falleciera y sin embargo no estás formalmente
comprometida con Bainbridge ¿es eso correcto?
—Bueno, sí.
—¿Porque tu padre no prestaba su consentimiento?
—No exactamente. Poco antes de mi cumpleaños, la señora
Bainbridge, la madre viuda de Andrew, le propuso a mi padre que Andrew hiciera
una versión reducida del Gran Tour para poner a prueba nuestro compromiso
mutuo, y que tuviera la oportunidad de echar, lo que ella llamaba, una «última
cana al aire». Andrew pensó que la idea era una tontería, pero mi padre estuvo
del todo de acuerdo con la señora Bainbridge.
—A mí me parece que tu padre era extraordinariamente
reticente a que te desposaras con el joven. Al fin y al cabo, os conocíais
desde hacía años, así que no había ninguna necesidad de poner a prueba vuestro
compromiso mutuo. Parece una excusa, no una razón. Además, me parece que la
madre de Andrew también se oponía al enlace.
El duque parecía cerrar filas en su mente contra Andrew, lo
que no dejó a Miley más remedio que explicarle toda la embarazosa verdad.
—Papá no tenía ninguna duda sobre el hecho de que Andrew
sería un marido excelente para mí. Sin embargo, tenía serias reservas sobre mi
vida con mi futura suegra. Es viuda, sabe, y le tiene mucho apego a Andrew.
Además, es propicia a todo tipo de enfermedades que la ponen de muy mal
talante.
—¡Ah! —exclamó el duque de modo comprensivo—. ¿Y son serias
sus enfermedades?
Las mejillas de Miley se ruborizaron.
—Según le dijo mi padre en una ocasión que presencié, sus
enfermedades son fingidas. Cuando era joven, tuvo cierta debilidad en el
corazón, pero papá dijo que salir de la cama le ayudaría más que permanecer en
ella y regodearse en la autocompasión. Ellos... ellos no se caían demasiado
bien, ¿sabe?
—¡Sí, ya veo por qué!—sonrió el duque—. Tu padre tenía toda
la razón en poner obstáculos a tu matrimonio, querida. Tu vida habría sido muy
desgraciada.
—No habría sido nada desgraciada —respondió Miley con
firmeza, decidida a casarse con Andrew con o sin la aprobación del duque—.
Andrew se da cuenta de que su madre utiliza sus enfermedades para intentar
manipularle y eso no le impide hacer lo que desea. Solo consintió a emprender
ese viaje por la insistencia de mi padre.
—¿Te ha escrito alguna carta?
—Solo una, pero sabes, Andrew se fue a Europa dos semanas
antes del accidente de mis padres, del que hace tres meses, y las cartas tardan
ese tiempo en ir y venir de Europa. Le escribí, contándole lo ocurrido y le
volví a escribir, justo antes de embarcarme hacia Inglaterra, para darle mi
dirección de aquí. Espero que ahora mismo esté de regreso a casa, pensando en
venir a rescatarme. Yo quería quedarme en Nueva York y esperar su regreso, lo
que habría sido mucho más sencillo para todos, pero el doctor Morrison no quiso
ni oír hablar de eso. Por alguna razón, estaba convencido de que los
sentimientos de Andrew no resistirían el paso del tiempo. Sin duda, la señora
Bainbridge le dijo algo así, que es el tipo de cosas que ella haría.
Miley suspiró y miró por la ventana.
—Preferiría que Andrew se casara con alguien más importante
que la hija de un pobre médico.
—O mejor aún, que no se casara con nadie y permaneciera
atado a su lecho —aventuró el duque, levantando una ceja—. Una viuda que finge
enfermedades me parece muy posesiva y dominante.
Miley no podía negarlo, así que, en lugar de condenar a su
futura suegra, guardó un caritativo silencio sobre el tema.
—Algunas de las familias del pueblo me ofrecieron alojarme
con ellos hasta que regresara Andrew, pero esa solución no era muy buena. Entre
otras cosas, si Andrew regresaba y me encontraba con ellos, se habría puesto
furioso.
—¿Contigo? —preguntó su excelencia, frunciendo el ceño
molesto con el pobre Andrew.
—No, con su madre, por no insistir en que me quedara con
ella.
—¡Oh! —exclamó, pero aunque esa explicación libró por
completo a Andrew de cualquier culpa, Charles parecía algo deprimido—. El hombre
parece un rústico parangón de la virtud —musitó.
—Te gustará mucho —predijo Miley, sonriente—. Andrew vendrá
aquí para llevarme a casa, ya verás.
Charles le dio unos golpecitos en la mano.
—Olvidémonos de Andrew y alegrémonos de que estés aquí en
Inglaterra. Ahora, dime si te gusta eso, hasta el momento...
Miley le dijo que lo que había visto le había gustado mucho
y Charles le contestó describiendo la vida que había planeado para ella. Para
empezar, quería que tuviera un nuevo guardarropa y una doncella personal que la
ayudara. Miley estaba a punto de rechazarla cuando vio en la oscuridad una
figura intimidatoria que avanzaba a grandes pasos hacia la mesa con la
silenciosa seguridad de un peligroso salvaje, con unos pantalones de gamuza que
le modelaban las piernas y los muslos musculosos, y la camisa abierta dejando
ver su cuello bronceado. Aquella mañana parecía aún más alto que ayer, delgado
y extraordinariamente en forma. Su espeso cabello negro era algo rizado, tenía
una nariz recta y una boca severa y elegantemente cincelada. En realidad, si no
fuera por la arrogante autoridad estampada en sus facciones duras y el cinismo
de sus fríos ojos verdes, Miley habría pensado que era impresionantemente
guapo.
—¡Nicholas! —le llamó Charles efusivamente—. Deja que te
presente como es debido a Miley. Nicholas es mi sobrino —añadió hacia Miley.
¡Sobrino! Ella esperaba que solo fuera una visita, pero
ahora se daba cuenta de que era un pariente que probablemente viviera con
Charles. Saber eso hizo que Miley se sintiera algo indispuesta y al mismo
tiempo que su orgullo la obligara a levantar la barbilla y sostener con
serenidad la mirada implacable de Nicholas. Tras responder a la presentación
con una cortante inclinación de cabeza, se sentó en frente de ella y miró a
O'Malley.
—¿Es mucho pedir que me sirva la comida que haya sobrado?
El criado temblaba visiblemente de miedo.
—Yo... no, milord. No. Es decir, hay bastante comida, pero
quizá no esté lo bastante caliente. Bajaré a las cocinas ahora mismo y haré que
le cocinen algo —y salió como una exhalación.
—Nicholas —dijo Charles—. Acababa de sugerirle a Miley que
debía tener una doncella personal y un guardarropa más apropiado para...
—No —respondió Nicholas lisa y llanamente.
La necesidad de huir de Miley rápidamente se impuso sobre
cualquier otro instinto.
—Si me disculpas, tío Charles. Tengo cosas que hacer.
Charles le dirigió una mirada agradecida y eximiente, y
educadamente se levantó cuando ella lo hizo, pero su detestable sobrino
simplemente se recostó en la silla, observando su retirada con aburrido
disgusto.
—Miley no tiene la culpa de nada —empezó Charles mientras
los criados empezaban a cerrar las puertas detrás de ella—. Debes metértelo en
la cabeza.
—¿De veras? —preguntó Nicholas arrastrando las palabras con
sarcasmo—. ¿Y esa pequeña mendiga lastimera comprende que esta es mi casa y que
yo no la quiero Las puertas se cerraron tras ella, pero Miley ya había oído
bastante. ¡Mendiga! ¡Mendiga lastimera! La humillación la invadía a oleadas
nauseabundas, mientras huía a ciegas por el pasillo. Por lo visto. Charles la
había invitado sin el consentimiento de su sobrino.
Miley palideció pero se recompuso al entrar en su habitación
y abrir el baúl.
En el comedor, Charles suplicaba al inveterado cínico que
tenía delante.
—Nicholas, no comprendes que...
—Tú la has traído a Inglaterra —prorrumpió Nicholas—. Si
tanto quieres que esté aquí, llévala a Londres a vivir contigo.
—¡No puedo hacer eso! —alegó con vehemencia Charles—. Aún no
está preparada para enfrentarse a la buena sociedad. Hay mucho que hacer antes
de que se presente en Londres. Entre otras cosas, necesitaremos una mujer mayor
que se quede con ella como carabina, para guardar las apariencias.
Nicholas asintió con impaciencia al criado que sostenía
sobre su hombro una cafetera de plata, aguardando su permiso para servirle, y
cuando hubo terminado lo echó de la habitación. Luego se dirigió a Charles y le
dijo con rudeza:
—Quiero que se vaya de aquí mañana, ¿está claro? ¡Llévatela
a Londres o envíala a su casa, pero llévatela de aquí! No voy a gastarme ni un
centavo en ella. Si quieres que pase una temporada en Londres, tendrás que
encontrar otra manera de pagársela.
Charles se frotó cansinamente las sienes.
—Nicholas, sé que no eres tan despiadado e insensible como
pareces ahora. Al menos deja que te cuente algo sobre ella.
Reclinándose en la silla, Nicholas le miraba con glacial
aburrimiento mientras Charles se inclinaba tercamente hacia delante.
—Sus padres murieron hace unos meses en un accidente. En un
día trágico Miley perdió a su madre, a su padre, su hogar, su seguridad... todo
—como Nicholas permanecía callado e impasible, Charles perdió la paciencia—.
¡Maldita sea! ¿Has olvidado cómo te sentías cuando perdiste a Jamie? Miley ha
perdido a las tres personas que más quería, incluido al joven con el que estaba
comprometida. Es lo bastante tonta como para creer que el tipo vendrá corriendo
a rescatarla en las próximas semanas, pero su madre se opone a la boda.
Recuerda lo que te digo, se doblegará a los deseos de su mamá ahora que un
océano lo separa de Miley. Su hermana está ahora bajo custodia de la duquesa de
Claremont, así que hasta la compañía de su hermana se le niega en este momento.
¡Piensa en cómo se siente, Nicholas! La muerte y la pérdida no te resultan
desconocidas... ¿o has olvidado el dolor?
Las palabras de Charles dieron en el blanco con la fuerza
suficiente como para forzar una mueca en Nicholas. Charles lo vio y decidió
presionar para aprovechar esta ventaja.
—Es tan inocente y está tan perdida como una niña, Nicholas.
No tiene a nadie en el mundo salvo a mí... y a ti, te guste o no. Piensa en
ella como pensarías en Jamie en estas mismas circunstancias. Pero Miley tiene
valor y orgullo. Por ejemplo, aunque se reía de ello, podría decir que su recepción
de ayer aquí la humilló terriblemente. Si cree que no es querida, encontrará el
modo de marcharse. Y si eso sucede —concluyó Charles con tensión—, nunca te lo
perdonaré. ¡Te juro que no!
Nicholas apartó bruscamente su silla hacia atrás y se puso
en pie, con expresión cerrada y dura.
—Por curiosidad, ¿es ella otra de tus bastardos?
El rostro de Charles palideció.
—¡Dios mío, no! —cuando Nicholas seguía con su mirada
escéptica. Charles añadió con gravedad—: ¡Piensa en lo que estás diciendo!
¿Habría anunciado tu compromiso con ella si fuera mi hija?
En lugar de calmar a Nicholas, esa afirmación simplemente le
recordó el compromiso que le daba tanta rabia.
—Si tu pequeño ángel es tan condenadamente inocente y tan
valiente, ¿por qué consiente en prestar su cuerpo para casarse conmigo?
—¡Ah, es eso! —Charles movió la mano desestimándolo—. Hice
ese anuncio sin su conocimiento; no sabe nada de esto. Llámalo exceso de
entusiasmo por mi parte —admitió en tono suave—. Te aseguro que no tiene ningún
deseo de casarse contigo.
La expresión glacial de Nicholas empezó a aflojarse y
Charles se apresuró a convencerle aún más.
—Dudo que Miley te quiera algún día, aun cuando tú la
quisieras a ella. Eres demasiado cínico y duro y estás demasiado de vuelta de
todo como para una muchacha bien educada e idealista como ella. Admiraba a su
padre y me ha dicho abiertamente que quiere casarse con un hombre como él: un
hombre sensible, amable e idealista. Y tú no eres nada de eso —prosiguió,
dejándose llevar tanto por la ilusión de la Miley que no se percató de que su
discurso rozaba el insulto—. Me atrevería a decir que si Miley supiera que
supuestamente está comprometida contigo, ¡se caería muerta en el acto! Antes se
quitaría la vida que...
—Creo que ya me he hecho a la idea —interrumpió Nicholas
tibiamente.
—Bien —respondió Charles con una sonrisa furtiva—. ¿Entonces
puedo sugerirte que mantengamos ese anuncio de compromiso en secreto? Pensaré
en algún modo de rescindirlo sin que os cause molestias a ninguno de los dos,
pero no podemos hacerlo de inmediato.
Cuando los ojos de Nicholas se entornaron sonrientes,
Charles se calmó rápidamente.
—Es una niña, Nicholas, una valiente y orgullosa niña que
intenta hacer lo mejor en un mundo cruel que no está preparada para afrontar.
Si revocamos el compromiso demasiado pronto después de su llegada aquí, será
motivo de burlas en Londres. Dirán que le echaste un vistazo y te asustaste.
Una visión de los radiantes ojos azules y las pestañas
oscuras y un rostro demasiado hermoso como para ser cierto cruzó por la mente
de Nicholas. Recordó la fascinante sonrisa que mostraban sus suaves labios
hacía unos minutos, antes de que fuera consciente de su presencia en el
comedor. Pensándolo bien, parecía una niña vulnerable.
—Ve a hablar con ella, por favor —imploró Charles.
—Hablaré con ella —convino Nicholas.
—¿Pero harás que se sienta bien recibida?
—Eso depende de cómo se comporte cuando la encuentre.
En su habitación, Miley cogió más ropa del armario mientras
las palabras de Nicholas Fielding martilleaban dolorosamente en su cerebro.
Mendiga lastimera... no quiero estar aquí... mendiga lastimera... No había
encontrado ningún nuevo hogar, pensó histéricamente. El destino le había
gastado una broma cruel. Metió las ropas en el baúl. Levantándose de nuevo se
volvió hacia el armario y soltó un grito ahogado de susto.
—¡Tú! —exclamó entrecortadamente, contemplando la alta e
imponente figura que se encontraba en el umbral, con los brazos plegados sobre
el pecho. Enojada con ella misma por traslucir su susto, levantó la barbilla,
absolutamente decidida a no volver a dejarse intimidar—. Alguien debería
haberte enseñado a llamar antes de entrar en una habitación.
—Llamar —repitió burlón—. ¿Cuando una puerta está abierta?
—desvió su atención hacia el baúl abierto y levantó las cejas—. ¿Te vas?
—Es obvio —respondió Miley.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —saltó incrédula—. Porque no soy una mendiga
lastimera y, para tu información, odio ser una carga para nadie.
En lugar de parecer culpable porque había oído sus rudos
comentarios, parecía algo divertido.
—¿No te ha enseñado nadie a no espiar conversaciones ajenas?
—No estaba, espiando —replicó Miley—. Estabas difamándome
con un tono de voz que podía oírse hasta en Londres.
—¿Adonde piensas ir? —le preguntó, haciendo caso omiso de
sus críticas.
—No te importa.
—¡Un poco de respeto! —le espetó, con modales repentinamente
fríos e imperativos.
Miley le dirigió una mirada rebelde y calibradora. Apoyado
en el umbral, parecía peligroso e invencible. Era de amplias espaldas, pecho
firme y las mangas blancas arremangadas mostraban los brazos muy bronceados y
musculosos, cuya fuerza ya había experimentado cuando la subió en brazos por la
escalera el día anterior. También sabía que tenía mal genio y a juzgar por la
inquietante mirada en sus duros ojos de jade, diría que ahora estaba pensando
en sacarle la respuesta a sacudidas. En lugar de darle esa satisfacción. Miley
dijo fríamente:
—Tengo un poco de dinero. Encontraré un lugar donde vivir en
el pueblo.
—¿De veras? —preguntó con sarcasmo—. Solo por curiosidad,
cuando tu «poco de dinero» se acabe, ¿de qué vivirás?
—¡Trabajaré! —le informó Miley, intentando destruir su
exasperante compostura.
Nicholas levantó las cejas con sardónico regodeo.
—Qué idea más novelesca... una mujer que realmente quiere
trabajar. Dime, ¿qué tipo de trabajo sabes hacer? —Su pregunta restalló como un
látigo—. ¿Sabes manejar un arado ?
—No...
—¿Sabes clavar un clavo?
—No.
—¿Sabes ordeñar una vaca?
—¡No!
—Entonces no sirves para nada, ni para ti ni para nadie
—comentó sin piedad.
—¡Claro que sí, sirvo para mucho! —le contrarió orgullosa y
enfurecida—. Puedo hacer todo tipo de cosas, puedo coser y cocinar y...
—¿Y dejar que todos los aldeanos murmuren sobre los
monstruos que son los Fielding por echarte? Olvídalo —le instó con arrogancia—.
No lo permitiré.
—No recuerdo haberte pedido permiso —le replicó Miley
desafiante.
Pillado desprevenido, Nicholas la miró duramente. Los
hombres maduros rara vez se atrevían a desafiarle, pero allí estaba aquella
mocosa haciendo exactamente eso. Si su fastidio no hubiera sido tan grande como
su sorpresa, se habría reído entre dientes y sonreído ante su valor.
Reprimiendo la insólita necesidad de atenuar sus palabras, dijo brevemente:
—Si tienes tantas ganas de trabajar para ganarte la vida,
puedes hacerlo aquí.
—Lo siento mucho —anunció fríamente la desafiante belleza—,
pero eso no lo haré.
—¿Por qué no?
—Porque sencillamente no me imagino haciendo reverencias,
fregando y temblando de miedo cada vez que pases por delante, como el resto de
tus criados se supone que deben hacer. Porque ese pobre hombre con dolor de
muelas casi se desmaya esta mañana cuando tú...
—¿Quién? —exigió Nicholas, sustituyendo momentáneamente su
ira por estupefacción.
—El señor O’Malley.
—¿Quién demonios es el señor O’Malley? —la interrogó,
controlando su carácter con un esfuerzo supremo.
Miley puso los ojos en blanco enfadada.
—Ni siquiera sabes su nombre, ¿verdad? El señor O’Malley es
el criado que te fue a buscar el desayuno y tenía la mandíbula tan hinchada...
Nicholas giró sobre sus talones.
—Charles quiere que te quedes y basta. —En el umbral, se
detuvo y se volvió, dejándola clavada en el sitio con la mirada—. Si piensas
irte a pesar de mis órdenes, te aconsejo que no lo hagas. Me causarás el
problema de ir a buscarte y no te gustará lo que ocurra cuando te encuentre,
créeme.
—No me asustan tus amenazas —mintió Miley con orgullo,
intentando rápidamente buscar alternativas.
No quería herir a Charles marchándose, pero su orgullo
tampoco le permitía ser una «mendiga» en la casa de Nicholas. Ignorando el
amenazador brillo de sus ojos verdes dijo:
—Me quedaré, pero mi intención es trabajar para pagarme la
comida y el alojamiento.
—Muy bien —soltó Nicholas, sintiéndose como si de algún modo
hubiera salido vencedor del conflicto.
Se dio media vuelta para irse, pero su voz le detuvo.
—¿Puedo preguntar cuál será mi salario?
Nicholas respiró hondo furioso.
—¿Estás tratando de irritarme?
—En absoluto. Simplemente quiero saber cuál será mi salario,
para poder planear el día en que... —Su voz se extinguió mientras Nicholas
rudamente salía de la habitación.
El tío Charles le mandó decir si quería comer con él, lo
cual resultó ser una agradable comida, porque Nicholas no estuvo presente. Sin
embargo, el resto de la tarde se le hizo eterna y, en un arrebato de ansiedad,
Miley decidió salir a pasear. El mayordomo la vio bajar la escalera y corrió a
abrirle la puerta principal. Para demostrarle que no albergaba ningún rencor
contra él por lo de ayer. Miley le sonrió.
—Muchas gracias, ¿ejem...?
—Northrup —contestó de manera educada y expresión
cuidadosamente en blanco.
—¿Northrup? —repitió Miley, con la esperanza de incitarle a
la conversación—. ¿Es su nombre o su apellido?
La miró y luego apartó la mirada.
—Eh... mi apellido, señorita.
—Ya veo —continuó educadamente—. ¿Y cuánto tiempo lleva
trabajando aquí?
Northrup apretó las manos a la espalda y se balanceó sobre
sus talones, con apariencia solemne.
—Durante nueve generaciones, mi familia ha nacido y muerto
al servicio de los Fielding, señorita. Y yo espero seguir esa orgullosa
tradición.
—¡Oh! —exclamó Miley, reprimiendo la risa que le provocaba
su profundo orgullo por un trabajo que parecía no acarrear nada más importante
que abrir y cerrar las puertas a la gente.
Como si le leyera el pensamiento, añadió:
—Si tiene algún problema con el servicio, señorita,
dígamelo. Como jefe de la casa, me esforzaré para que rectifiquen de inmediato.
—Estoy segura de que no será necesario. Todo el mundo aquí
es muy eficiente —comentó amablemente Miley.
Demasiado eficiente, pensó mientras salía a tomar el aire.
Cruzó el césped principal, luego cambió de dirección y
caminó por un lado de la casa, con la intención de visitar los establos y ver
los caballos. Con la idea de darles manzanas para hacerse amiga de ellos, Miley
rodeó la casa hasta la parte de atrás y preguntó por dónde se iba a la cocina.
La gigantesca cocina estaba llena de gente enfrascada en sus
frenéticas ocupaciones, amasando masa con un rodillo sobre mesas de madera,
calentando hervidores y cortando verduras. En mitad del meollo, un hombre
enormemente gordo en un inmaculado delantal blanco del tamaño de un mantel se
alzaba como un frenético monarca, enarbolando una cuchara de mango largo y
gritando instrucciones en francés y en inglés.
—Disculpe —interrumpió Miley a la mujer de la mesa más
cercana—. ¿Me puede dar dos manzanas y dos zanahorias si les sobran?
La mujer miró con aire vacilante al hombre del delantal
blanco que estaba observando a Miley, luego desapareció en otra habitación contigua
a la cocina y regresó al cabo de un minuto con las manzanas y las zanahorias.
—Gracias, ¿mmm?
—Señora Northrup, señorita —respondió la mujer incómoda.
—Qué bonito —respondió Miley con una sonrisa dulce—. Ya he
conocido a su marido, el mayordomo, pero no me dijo que usted también trabajaba
aquí.
—El señor Northrup es mi cuñado —le corrigió.
—Ah, ya veo —dijo Miley, notando la reticencia de la mujer a
hablar delante del gordo taciturno que parecía el jefe—. Bien, buenos días,
señora Northrup.
Un camino de losetas, flanqueado por árboles a la derecha,
conducía hasta los establos. Miley paseó por él, admirando la espléndida vista
de céspedes ondulantes y recortados y exuberantes jardines a la izquierda,
cuando un repentino movimiento a unos metros de distancia hacia su derecha la
hizo pararse en seco y mirar. En el perímetro del bosque, un enorme animal gris
estaba hurgando en lo que parecía ser una pequeña pila de compost. El animal la
olió, levantó la cabeza y cruzó su feroz mirada con la de Miley helándole la
sangre. ¡Un lobo! Gritó en su mente.
Paralizada de terror, se quedó inmóvil en el sitio, temerosa
de moverse o hacer algún ruido, mientras su embotado cerebro registraba datos
al azar de la terrible bestia. El denso manto gris del lobo tenía un aspecto
raído y grueso, pero no lo bastante grueso como para ocultar sus costillas
prominentes; tenía unas mandíbulas terriblemente grandes y ojos fieros... A
juzgar por el grotesco y demacrado aspecto del animal, parecía muerto de
hambre. Lo que significaba que atacaría y comería cualquier cosa que pudiera
atrapar, incluida ella misma. Miley dio un pequeño y cauteloso paso atrás,
hacia la seguridad de la casa.
El animal gruñó, levantó el labio superior y mostró unos
inmensos colmillos blancos. Miley reaccionó automáticamente, lanzándole las
manzanas y las zanahorias en un desesperado esfuerzo por distraerle de su obvia
intención de comérsela. En lugar de abalanzarse sobre los proyectiles que le
había arrojado, como ella esperaba que hiciera, el animal se alejó de su festín
vegetal y salió disparado hacia el bosque con el rabo entre las piernas. Miley
se dio media vuelta y echó a correr en dirección a la casa, hacia la puerta
trasera que era la más cercana, luego se precipitó hasta la ventana y miró
escrutadoramente el bosque. El lobo estaba de pie justo dentro del perímetro de
los árboles, contemplando hambriento la montaña de compost.
—¿Ocurre algo, señorita? —preguntó un criado, que llegó por
su espalda de camino hacia la cocina.
—He visto un animal —dijo Miley sin aliento—. Creo que era
un...
Observó la bestia gris trotando a hurtadillas hasta el
jardín y engullir las manzanas y las zanahorias; luego corrió de nuevo al
bosque, con la crespa cola aún entre las piernas. Se dio cuenta de que el
animal estaba asustado y hambriento.
—¿Tienen algún perro por aquí? —requirió, preguntándose de
repente si estaba a punto de cometer un error que le hiciera parecer
absolutamente est/úpida.
—Sí, señorita... varios.
—¿Hay alguno grande, flaco y de color negro y gris?
—Ese es el viejo perro de su señoría, Willie. Siempre está
por los alrededores, mendigando algo para comer. No es malo, si eso le
preocupa. ¿Lo ha visto?
—Sí—afirmó Miley, cada vez más enojada al recordar cómo
había engullido la famélica criatura los vegetales podridos de la montaña de
compost como si fueran bistecs—. Y está casi muerto de hambre. Alguien debería
alimentar al pobre animal.
—Willie siempre se comporta como si estuviera hambriento
—respondió el criado con total indiferencia—. Su señoría dice que si come más,
estará demasiado gordo para caminar.
—Si come menos, estará demasiado débil para seguir vivo
—replicó Miley enojada.
Imaginaba perfectamente a ese hombre despiadado matando de
hambre a su propio perro. El animal tenía un aspecto patético con las costillas
saliéndole de aquel modo, ¡qué horrible! Volvió a la cocina y pidió otra
manzana, algunas zanahorias y un plato de restos de comida.
A pesar de su compasión. Miley tuvo que luchar contra su
miedo al animal mientras se acercaba a la montaña de compost y lo localizaba,
observándola desde su escondite en el bosque. Era un perro, no un lobo, ahora
lo veía. Recordó que el criado le había asegurado que el perro no era malo, se
acercó tanto como se atrevió y le mostró el plato de sobras.
—Ven, Willie —dijo en voz baja—. Te he traído comida buena.
Tímidamente, avanzó otro paso. Willie puso las orejas hacia
atrás, le mostró los colmillos de marfil y Miley perdió el valor. Dejó el plato
en el suelo y salió huyendo hacia los establos.
Esa noche cenó con Charles y, como Nicholas volvía a estar
ausente, la comida fue deliciosa; pero cuando se acabó y Charles se retiró,
volvió a encontrarse con el tiempo en las manos. Aparte de la excursión a los
establos y su aventura con Willie, aquel día no había hecho nada salvo vagar
sin propósito sin nada que hacer. Mañana, decidió desenfadadamente, iré a
trabajar. Estaba acostumbrada a estar ocupada y necesitaba desesperadamente
hacer algo más que pasar sus horas vacías. No había mencionado a Charles su
intención de ganarse el sustento, pero estaba seguro de que cuando se enterara,
se sentiría aliviado de que se valiera por sí misma y le evitara futuras
broncas de su sobrino malcarado.
Fue a su habitación y se pasó el resto de la noche intentado
escribir una carta alegre y optimista a Dorothy.
AMO tu novela <3
ResponderEliminarsube pronto por favor
Me encanto !!!!!!!!
ResponderEliminarCreo que entre más leo más gusta c:
Sube pronto porfass...
Cuidate, besis, bye ♥