Capitulo 4
—¿La señorita Dorothy Seaton? —inquirió educadamente el caballero, haciéndose a un lado para que los corpulentos marinos ingleses, con pesadas bolsas cargadas sobre sus hombros, se abrieran paso a empujones y bajaran apresuradamente al muelle.
—Soy yo —la voz de Dorothy temblaba de miedo y nerviosismo al mirar al hombre de cabello blanco, impecablemente vestido.
—Su excelencia, la duquesa de Claremont, me ha dado instrucciones para que la acompañe a su casa. ¿Dónde están sus baúles?
—Aquí —respondió Dorothy—. Solo tengo uno.
Le bastó con mirar por encima del hombro para que dos hombres con librea descendieran de la parte trasera de una resplandeciente carroza negra con un emblema heráldico dorado en la puerta y se acercaran.
—En ese caso, podemos emprender la marcha —anunció el hombre mientras subían el baúl y lo cargaban en la parte superior del coche.
—Pero... ¿y mi hermana? —preguntó Dorothy con la mano crispada en la de Miley, aferrándose a ella con desesperado terror.
—Estoy seguro de que quienes deben reunirse con tu hermana estarán aquí enseguida. Vuestro barco ha llegado cuatro días antes de lo previsto.
—No te preocupes por mí —la tranquilizó Miley con un deje de confianza en la voz que no sentía en absoluto—. Estoy segura de que el carruaje del duque llegará en unos minutos. Mientras tanto, el capitán Gardiner me dejará permanecer a bordo. Bueno, vete ya.
Dorothy abrazó a su hermana con fuerza.
—Miley, intentaré convencer a nuestra abuela de que te invite a quedarte con nosotras, ya verás. Estoy asustada. No te olvides de escribirme. ¡Escribe cada día!
Miley permaneció donde estaba, observando a Dorothy subir de manera algo afectada al lujoso vehículo con la divisa dorada en la puerta. Plegaron la escalera, el cochero hizo restallar el látigo y los cuatro caballos empezaron a trotar, mientras Dorothy decía adiós desde la ventana.
Empujada por marinos que abandonaban el barco en una ansiosa búsqueda de «cerveza y manduca», Miley se quedó en el muelle con la mirada fija en el carruaje que se alejaba. Nunca en su vida se había sentido tan sola.
Los dos días siguientes transcurrieron en la aburrida soledad de su camarote, solo interrumpían el tedio los cortos paseos por la cubierta y las comidas con el capitán Gardiner, un hombre paternal que parecía disfrutar mucho de su compañía. Miley había pasado con él una considerable cantidad de tiempo en las últimas semanas y habían compartido docenas de comidas durante el largo viaje. El capitán conocía las razones de su viaje a Inglaterra y ella lo consideraba un nuevo amigo.
Cuando la mañana del tercer día no había llegado ningún carruaje para trasladar a Miley a Wakefield Park, el capitán Gardiner tomó cartas en el asunto y contrató uno.
—Hemos llegado pronto a puerto, lo que es algo raro —le explicó—. Tal vez su primo no piense enviar a nadie a buscarla hasta dentro de unos días. Tengo negocios que resolver en Londres y no puedo dejarla a bordo sin protección. En el tiempo que se tarda en notificar a su primo de su llegada, puede usted, llegar allí.
Durante largas horas, Miley estudió el campo inglés engalanado con todo su mágico esplendor primaveral. Flores verdes y amarillas brotaban en abundancia en los setos que subían y bajaban por colinas y valles.
Pese a los saltos y las sacudidas que recibía cada vez que las ruedas del carruaje pasaban por un surco o un bache, su ánimo se elevaba a cada kilómetro. El cochero llamó a la puerta y su rostro rubicundo apareció por encima de ella.
—Estamos a unos tres kilómetros de distancia, señora, así que si usted quiere...
Todo pareció suceder a la vez. La rueda golpeó en un profundo surco, el carruaje se tambaleó violentamente hacia un costado, la cabeza del cochero desapareció y Miley se cayó al suelo en un salta descontrolado. Al cabo de un momento, la puerta se abrió y el cochero la ayudó a bajar.
—¿Se ha hecho daño? —le preguntó.
Miley negó con la cabeza, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, el cochero se volvió hacia dos hombres vestidos con trajes de granjeros que apretaban en actitud humilde sus gorras en las manos.
—¡Malditos locos! ¡Qué pretendéis arando la carretera así! Mirad lo que habéis hecho, se me ha roto el eje...
El resto de sus palabras estuvo trufado de fuertes palabrotas.
Volviendo delicadamente la espalda al altercado, Miley se sacudió la falda, intentando sin éxito quitarse el polvo y la suciedad que se le había pegado en el suelo del coche. El cochero se metió debajo del carruaje para inspeccionar el eje roto y uno de los granjeros se acercó hasta Miley, retorciendo su raída gorra en las manos.
—Jack y yo lo sentimos mucho, señora —se disculpó—. Nosotros la llevaremos a Wakefield Park... es decir, si no le importa que metamos su baúl en el remolque con los lechones.
Agradecida por no tener que caminar los tres kilómetros que faltaban, Miley consintió de buena gana. Pagó al cochero con el dinero que Charles Fielding le había enviado para el viaje y subió al banco entre los dos corpulentos granjeros. La carreta de los granjeros, aunque menos prestigiosa que el carruaje, daba los mismos botes y era mucho más cómoda. La brisa le refrescaba el rostro y nada enturbiaba la visión del exuberante campo.
Con su habitual desparpajo y simpatía, Miley pronto consiguió que los dos hombres se enfrascaran en una conversación sobre la agricultura, un tema sobre el que sabía un poco y le hacía muy feliz saber más. Evidentemente, los granjeros ingleses se oponían violentamente al uso de maquinaria en las tareas agrícolas.
—Nos quitarán todo el trabajo —le dijo uno de los granjeros como colofón de su apasionada condena de esas «cosas infernales».
Miley apenas lo oyó, porque el carro había virado por un camino pavimentado y pasado a través de dos imponentes puertas de hierro que se abrían a un amplio, y en apariencia interminable, trecho de jardines muy cuidados, salpicados de altísimos árboles. El parque se extendía en las dos direcciones todo lo que alcanzaba la vista, dividido acá y acullá por un torrente serpenteante, cuyas riberas estaban cubiertas de flores rosas, azules y blancas.
—Es un país de hadas —enunció Miley en voz alta su admiración, mientras su mirada sorprendida vagaba por las cuidadas orillas del pintoresco arroyo y el dilatado paisaje—. Deben necesitarse docenas de jardineros para cuidar un lugar de estas dimensiones.
—Sí—dijo Jack—. Su señoría tiene cuarenta, contando los que se ocupan de los jardines reales... los jardines de la casa, me refiero.
Llevaban quince minutos avanzando lenta y pesadamente por el camino pavimentado cuando la carreta dobló un recodo y Jack señaló con orgullo:
—Ahí está: Wakefield Park. He oído que tiene ciento sesenta habitaciones.
Miley profirió una exclamación, le daba vueltas la cabeza y se le hizo un nudo en el estómago. Ante ella, en todo su magnífico esplendor, se erguía una casa de tres plantas que sobrepasaba profusamente todo lo que había imaginado. Hecho de ladrillo romo, con enormes y prominentes alas y tejados inclinados salpicados de chimeneas, se alzaba imponente ante ella un palacio recorrido por refinadas escalinatas en terrazas, que conducían hasta la puerta principal, y la luz del sol resplandecía contra los cientos de paneles de cristal de los parteluces.
Se pararon ante la casa y Miley apartó la mirada el tiempo suficiente para que uno de los granjeros le ayudara a bajar del asiento.
—Gracias, han sido muy amables —agradeció y empezó a subir lentamente los escalones.
El temor le convertía los pies en plomo y le hacía flaquear las rodillas. Detrás de ella, los granjeros fueron a la parte trasera del carromato para bajar su abultado baúl, pero al abrir la portezuela, dos cerditos chillones saltaron del carro al aire, cayeron al suelo con un ruido sordo y echaron a correr por el césped.
Los gritos de los granjeros hicieron volverse a Miley, que se río nerviosamente mientras los hombres de rostros sofocados corrían tras los veloces cochinillos.
Delante de ella la puerta de la mansión se abrió de par en par y un hombre de aspecto estirado, vestido de verde y librea dorada, dirigió una mirada escandalizada a los granjeros, los cerditos y a la mujer despeinada y cubierta de polvo que se le acercaba.
—Las provisiones —explicó a Miley en voz alta y desagradable— se entran por detrás.
Levantó el brazo y señaló imperiosamente el camino que corría al lado de la casa.
Miley abrió la boca para explicar que no iba a entregar mercancías, pero desvió su atención un cerdito que había cambiado de dirección y se dirigía directamente hacia ella, perseguido por un jadeante granjero.
—¡Llévense el carro y esos cerdos, y ustedes fuera de aquí! —voceó el hombre de librea.
A Miley se le escapaban las lágrimas de risa al inclinarse para coger al cerdito huido en sus brazos. En medio de la risa intentó explicar:
—Señor, usted no entien...
Northrup hizo caso omiso y miró por encima del hombro al criado que se encontraba tras él.
—¡Líbrate de ellos! Arrójalos a...
—¿Qué demonios sucede aquí? —exigió un hombre de unos treinta años y cabello negro como el carbón, que acechaba delante de la escalera.
El mayordomo señaló con un dedo el rostro de Miley, con el entrecejo levitando de ira.
—Esta mujer es...
—Miley Seaton —se adelantó Miley, intentando sofocar la risa nerviosa, mientras la tensión, el cansancio y el hambre la empujaban peligrosamente hacia la histeria nerviosa.
Vio la expresión de indudable conmoción del hombre de cabellos negros al oír su nombre y su preocupación se transformó en hilaridad.
Con una risa incontrolable que brotaba de su interior, se volvió y depositó el cerdito revoltoso en los brazos enrojecidos del granjero, luego se levantó la falda llena de polvo y ensayó una reverencia.
—Me temo que ha habido un error —explicó sofocando una risita—. He venido a...
La voz helada del hombre alto la frenó en mitad de la reverencia.
—Su error ha sido venir aquí, en primer lugar, señorita Seaton. Sin embargo, está a punto de caer la noche para devolverla a donde quiera que proceda —la tomó del brazo y la empujó rudamente hacia dentro.
Miley recuperó al instante la sobriedad; la situación ya no le parecía para desternillarse de la risa, sino terriblemente macabra. Tímidamente traspasó la entrada hasta un zaguán de mármol de tres pisos que era más grande que toda su casa de Nueva York. A cada lado del vestíbulo, ramas gemelas de una gran escalera curvada subían serpenteantes hasta los dos pisos siguientes y una gran claraboya en forma de cúpula bañaba el recinto desde lo alto con una tenue luz solar. Inclinó hacia atrás la cabeza y miró la cúpula acristalada del techo que se alzaba tres plantas. Los ojos se le llenaron de lágrimas y la claraboya daba vueltas mientras le asediaron la angustia y el cansancio. Había viajado miles de kilómetros a través de un mar encrespado y caminos llenos de baches y esperaba que la recibiera un amable caballero. En lugar de eso, pretendían devolverla por donde había venido, lejos de Dorothy... La claraboya daba vueltas ante sus ojos en un calidoscopio de colores brillantes y borrosos.
—Se va a desmayar —anunció el mayordomo.
—¡Oh, por Dios bendito! —exclamó el hombre del cabello negro y la recogió en sus brazos.
Miley ya estaba recuperando la visión del mundo, cuando empezó a subir la rama derecha de la anchurosa escalera de mármol.
—Suélteme —exigió con rudeza, retorciéndose azorada—. Me encuentro perfectamente...
—¡No se mueva!—le ordenó.
En el descansillo, dobló a la derecha, entró en una habitación y se dirigió directamente hacia una gran cama, rodeada de tapices de seda azul y plateada, suspendidos de un alto marco de madera tallada y recogidos en las esquinas con cordones de terciopelo y plata. Sin mediar palabra, la dejó sin ceremonias sobre la colcha azul de seda y la empujó por los hombros cuando Miley trató de incorporarse.
El mayordomo entró en la habitación como una exhalación, los faldones de su casaca ondeaban detrás de él.
—Tenga, milord... las sales —ofreció jadeante.
El señor le arrebató la botella de las manos y la acercó a la nariz de Miley.
—¡No! —gritó Miley, intentando apartar la cabeza del terrible olor a amoníaco, pero la mano del hombre seguía con persistencia su rostro.
Desesperada, le cogió la muñeca, intentando apartarla mientras él seguía haciendo fuerza hacia ella.
—¿Qué pretende? —explotó—, ¿que me las coma?
—Qué idea más deliciosa —respondió en tono grave, pero la presión sobre su mano se relajó y apartó la botella unos milímetros de su nariz.
Cansada y humillada, Miley volvió la cabeza a un lado, cerró los ojos y tragó saliva visiblemente luchando contra las lágrimas que se espesaban en su garganta.
Luego, volvió a tragar saliva.
—Sinceramente, espero —dijo arrastrando maliciosamente las palabras— que no esté pensando en vomitar en esta cama, porque le prevengo que tendrá usted que limpiarlo.
Miley Elizabeth Seaton —dieciocho años de la esmerada educación que había recibido, hasta la fecha, habían producido una encantadora dama de carácter dulce— volvió lentamente la cabeza en la almohada y le miró con feroz animadversión.
—¿Es usted Charles Fielding?
—No.
—¡En ese caso, haga el favor de salir de esta cama o permítame que yo lo haga!
Sus cejas se juntaron mientras miraba la niña perdida y rebelde que le dirigía la mirada asesina de sus radiantes ojos azules. El cabello se le había derramado sobre la almohada como una llamarada de oro líquido, rizándose descontroladamente en sus sienes y enmarcando un rostro que parecía esculpido en porcelana por un artista. Tenía unas pestañas increíblemente largas y labios rosados y suaves como...
Bruscamente el hombre se puso en pie y salió de la habitación seguido del mayordomo. La puerta se cerró tras ellos, dejando a Miley sumida en un silencio ensordecedor.
Se sentó despacio y bajó las piernas de la cama para ayudarse a ponerse en pie, temerosa de volver a marearse. Una petrificante desesperación le heló el cuerpo, pero sentía las piernas firmes mientras miraba a su alrededor. A su izquierda, los cortinajes de color azul celeste con adornos de hilo de plata estaban retirados, encuadrando toda una pared de ventanas con parteluz; en el extremo opuesto de la habitación, un par de sofás a rayas azules y plateadas estaban situados en ángulo recto para decorar la chimenea. Le vino a la mente la frase «decadente esplendor» mientras se quitaba el polvo de la falda, deparaba otra mirada a la habitación y luego volvía a recostarse sobre la colcha azul plata.
No podía acudir a Dorothy ni a su bisabuela porque la duquesa había escrito una nota al doctor Morrison dejando bien claro que Dorothy, y solo ella, era bien recibida en su hogar. Miley frunció el ceño, sus lisas cejas se arrugaron expresando confusión. Como el hombre de cabello negro había sido quien le había subido hasta aquella habitación, tal vez él fuese un criado y el hombre corpulento de cabello blanco que le había abierto la puerta fuera el duque. A primera vista, supuso que era un criado de rango superior, como la señora Tilden, el ama de llaves que siempre recibía a las visitas en la casa de Andrew.
Alguien llamó a la puerta de su habitación, Miley saltó de la cama con aire de culpabilidad y cuidadosamente alisó el cubrecama antes de decir:
—Adelante.
Entró una doncella en un almidonado vestido negro, delantal blanco y toca blanca, con una bandeja en las manos. También entraron seis doncellas más con idénticos uniformes negros, desfilando como marionetas con cubos de agua hirviendo. Les seguían dos criados en uniformes verdes y libreas doradas que transportaban su baúl.
La primera doncella puso la bandeja en la mesa que había entre los sofás, mientras las demás desaparecían en una habitación adyacente y los criados depositaban el baúl a los pies de la cama. Al cabo de un minuto, todos volvieron a salir en fila india, como si fueran soldados de madera animados. La doncella que se quedó se dirigió a Miley, que se encontraba de pie, semiinconsciente junto a la cama.
—Aquí tiene una pequeña colación, señorita —notificó, sin mostrar ninguna expresión en su rostro poco agraciado, con voz de campesina tímida.
Miley se acercó al sofá y se sentó, la visión de la tostada con mantequilla y el chocolate caliente le hacía la boca agua.
—Su señoría dice que debe tomar un baño —anunció la doncella y se dirigió hacia la habitación contigua.
Miley detuvo la taza de chocolate a mitad de camino de sus labios.
—¿Su señoría? —repitió—. ¿Debe de ser el... caballero... que vi en la puerta principal? ¿Un hombre corpulento de cabello blanco?
—¡Dios mío no! —respondió la doncella, dirigiendo una extraña mirada a Miley—. Ese debe de ser el señor Northrup, el mayordomo, señorita.
El alivio de Miley duró poco, hasta que la doncella añadió vacilante:
—Su señoría es un hombre alto, con cabello negro y rizado.
—¿Y ha dicho que tenía que bañarme? —preguntó animadamente Miley.
La doncella asintió, sonrojándose.
—Bueno, necesito un baño —admitió Miley con reticencia.
Comió la tostada y se acabó el chocolate, luego fue hasta la habitación contigua, donde la doncella vertía sales de baño perfumadas en el agua humeante. Lentamente se quitó el vestido manchado por el viaje. Miley pensó en la breve nota que Charles Fielding le había enviado, invitándola a Inglaterra. Parecía tan ansioso por tenerla allí. «Ven enseguida, querida —le había escrito—. Eres más que bien recibida aquí, te esperamos con impaciencia.» Tal vez, después de todo, no iban a echarla de allí. Tal vez su señoría se había equivocado.
La doncella le ayudó a lavarse el pelo, luego sostuvo una esponjosa toalla ante Miley y le ayudó a salir de la bañera.
—Me he llevado sus ropas, señora, y he abierto la cama por si quiere dormir un rato.
Miley le sonrió y le preguntó su nombre.
—¿Mi nombre? —repitió la doncella, sorprendida de que Miley se molestase en preguntárselo—. ¿Por qué? Me llamo... me llamo Ruth.
—Muchas gracias, Ruth —dijo Miley—, por llevarse mis ropas.
Un súbito rubor de placer sonrojó las mejillas de Ruth mientras le hacía una rápida reverencia y se dirigía hacia la puerta.
—La cena es a las ocho —le informó Ruth—. Su señoría rara vez sigue los horarios del campo en Wakefield.
—Ruth —dijo torpemente Miley mientras la doncella se disponía a marcharse—, ¿hay dos... eh... señores aquí? Es decir, me preguntaba si Charles Fielding...
—¡Ah, usted se refiere a su excelencia! —Ruth miró por encima del hombro como si temiera que alguien la oyera, antes de hacerle la siguiente confidencia—: Aún no ha llegado, pero lo esperamos esta noche. He oído a su señoría decirle a Northrup que le comunique a su excelencia que usted ya ha llegado.
—¿Cómo es su... eh... su excelencia? —preguntó Miley, sintiéndose un poco est/úpida al usar aquellos raros títulos.
Parecía que Ruth iba a describírselo, pero luego cambió de idea.
—Lo siento, señorita, pero su señoría no permite que sus criados hagan comentarios. Ni tampoco está permitido tener familiaridad con los invitados.
La doncella hizo una reverencia y escapó precipitadamente en un revuelo de su almidonada falda negra.
Miley estaba sorprendida al saber que no se permitía conversar a dos seres humanos en aquella casa, simplemente porque uno era un criado y el otro un invitado, pero tras pensar en su breve encuentro con «su señoría», le imaginó perfectamente proclamando aquel edicto inhumano.
Miley sacó su camisón del guardarropa, se lo puso por la cabeza y se subió a la cama, metiéndose entre las sábanas. La lujosa seda acariciaba la piel desnuda de sus brazos y su rostro, mientras pronunciaba una oración para que Charles Fielding demostrase ser un hombre más cariñoso y amable de lo que era su otra señoría. Sus largas y oscuras pestañas se cerraron, como crespados abanicos contra sus mejillas, y se quedó dormida.
Capi dedicado a Cammy espero que te guste. Besos
Capi dedicado a Cammy espero que te guste. Besos
Maleeeeee!!!!!
ResponderEliminarLinda, gracias por dedicarme el capítulo y si te soy sincera, no me gustó...
ME ENCANTÓ!!!!!!!! No puedo creer que Miley haya confundido a Nick, aún que si yo estuviera en su situación, también desearía que no fuera el quien me recibiera, el tiene una forma muy peculiar de recibir a sus invitados xDD
Sube pronto porfass que ya quiero saber que sucederá, cuidate, mucho, besos, bye ♥
Hola, amo tu novela e leído todos tus blogs pero nunca había comentado
ResponderEliminarhace muy poco abrí un blog y comencé con una novela un poco diferente amaría si pudieras leerlo y dejar tu opinión http://differentsumermemilove.blogspot.com/2013/10/adorable-rebelde-1.html