sábado, 28 de septiembre de 2013

Para Siempre-Capitulo 2

Capitulo 2






—¿Miley, estás absolutamente segura de que tu madre jamás te mencionó ni al duque de Atherton ni a la duquesa de Claremont?
Miley apartó de su cabeza los dolorosos recuerdos del funeral de sus padres y miró al anciano médico de cabeza cana que se sentaba frente a ella a la mesa de la cocina. Por ser el más viejo amigo de su padre, el doctor Morrison había asumido la responsabilidad de velar por las niñas, así como de intentar curar a los pacientes del doctor Seaton hasta que llegara el nuevo médico.
—Ni Dorothy ni yo supimos jamás que mamá estaba distanciada de su familia en Inglaterra. Nunca hablaba de ellos.
—¿Es posible que tu padre tuviera parientes en Irlanda?
—Papá creció en un orfanato de aquí. No tenía parientes. —Se puso en pie, nerviosa—. ¿Le sirvo un café, doctor Morrison?
—Deja de revolotear a mí alrededor y ve a sentarte fuera, al sol, con Dorothy —el doctor Morrison la reprendió con cariño—. Estás pálida como un fantasma.
—¿Necesita algo antes de que me vaya? —insistió Miley.
—Necesito ser unos cuantos años más joven —respondió con una sonrisa sombría mientras afilaba una pluma—.Estoy demasiado viejo para llevar la carga de los pacientes de tu padre. Mi lugar está en Filadelfia, con un ladrillo caliente bajo los pies y un buen libro en el regazo. ¡Cómo voy a aguantar cuatro meses más aquí hasta que llegue el nuevo médico, no puedo ni imaginármelo!
—Lo siento —lamentó Miley con sinceridad—. Sé que es terrible para usted.
—Ha sido mucho peor para ti y para Dorothy —respondió el amable y anciano doctor—. Ahora corre fuera y aprovecha este fantástico sol de invierno. Es raro ver un día tan cálido en enero. Mientras te sientas al sol, escribiré estas cartas a tus parientes.
Había transcurrido una semana desde que el doctor Morrison visitó a los Seaton, cuando le llamaron a la escena del accidente en el que el carruaje que transportaba a Patrick Seaton y a su esposa se despeñara por la ribera del río y volcara. Patrick Seaton había muerto al instante. Katherine recuperó la conciencia solo el tiempo suficiente para intentar responder al desesperado interrogatorio sobre sus parientes de Inglaterra. En un débil susurro, había dicho:
—... Abuela... duquesa de Claremont.
Y entonces, justo antes de morir, había susurrado otro nombre: «Charles». El doctor Morrison había suplicado frenéticamente que le diera el nombre completo y los ojos aturdidos de Katherine se habían abierto por unos instantes.
—Fielding —había dicho jadeante—... duque... de... Atherton.
—¿Es pariente suyo? —le preguntó con urgencia.
Después de una larga pausa, asintió débilmente.
—Primo...
Sobre el doctor Morrison recaía ahora la difícil tarea de localizar y contactar con estos, hasta el momento, desconocidos parientes para preguntarles si alguno de ellos estaría dispuesto a ofrecer a Miley y a Dorothy un hogar; tarea aún más difícil porque el doctor Morrison estaba casi seguro de que ni el duque de Atherton ni la duquesa de Claremont tenían la menor idea de la existencia de las niñas.
Con expresión decidida, el doctor Morrison hundió la pluma en el tintero, escribió la fecha en la parte superior de la primera carta y vaciló, frunciendo pensativo el ceño.
—¿Cómo debe uno dirigirse a una duquesa? —preguntó en voz alta en la habitación vacía.
Después de pensarlo un buen rato, llegó a una decisión y empezó a escribir.

Querida señora duquesa:
Es mi desagradable tarea notificarle la trágica muerte de su nieta, Katherine Seaton, y advertirle a usted que las dos hijas de la señora Seaton, Miley y Dorothy, están temporalmente bajo mi cuidado. Sin embargo, soy un hombre anciano y además soltero. Por tanto, señora duquesa, no puedo seguir haciéndome cargo de dos damiselas huérfanas.
Antes de morir, la señora Seaton mencionó solo dos nombres: el suyo y el de Charles Fielding. Por tanto, les escribo a usted y a sir Fielding con la esperanza de que uno de los dos, o ambos, reciban a las hijas de la señora Seaton en su hogar. Debo decirles que las chicas no tienen dónde ir. Por desgracia carecen de posibles y están en la urgente necesidad de un hogar apropiado.

El doctor Morrison se recostó en la silla y repasó la carta mientras en su frente se formaba lentamente un rictus de preocupación. Si la duquesa no conocía la existencia de las muchachas, era de prever que la vieja dama no quisiera aceptarlas en su hogar sin antes saber algo de ellas. Pensando en la mejor manera de describirlas, volvió la cabeza y miró por la ventana hacia donde estaban las chicas.
Dorothy estaba sentada en el columpio, con los delgados hombros caídos de abatimiento. Miley se aplicaba decididamente al dibujo, en un esfuerzo por contener su pena.
El doctor Morrison decidió describir primero a Dorothy, pues le resultaba más fácil.

Dorothy es una muchacha bonita, de cabello rubio claro y ojos azules. Tiene un carácter dulce, es educada y encantadora. A sus diecisiete años casi está en edad casadera, pero no ha demostrado particular inclinación por entregar sus afectos a ninguno de los jóvenes caballeros de la región...

El doctor Morrison se detuvo y se dio golpecitos en la barbilla en actitud meditabunda. En realidad, muchos caballeretes de la región estaban profundamente enamorados de Dorothy. ¿Y quién iba a culparlos? Era bonita, alegre y dulce. Era angelical, decidió el doctor Morrison, complacido por haber dado con la palabra precisa para describirla.
Pero, cuando dirigió su atención hacia Miley, sus pobladas cejas blancas se juntaron desconcertadas, pues, aunque personalmente ella era su favorita, resultaba mucho más difícil de describir. Su cabello no era dorado como el de Dorothy ni tampoco realmente rojo; sino de una intensa combinación de ambos. Dorothy era una bella, encantadora, recatada y joven dama que traía de cabeza a todos los chicos del lugar. Era excelente como esposa: dulce, amable, dócil y de voz suave. En resumen, era el tipo de mujer que nunca llevaría la contraria ni desobedecería a su marido.
Por otro lado, Miley había pasado gran parte de su tiempo con su padre y, a los dieciocho años, poseía un agudo ingenio, una mente activa y una asombrosa tendencia a pensar por sí misma.
Dorothy pensaría lo que su marido le dijera que pensara y haría lo que le dijera que hiciese, pero Miley pensaría por sí misma y muy probablemente haría lo que creyera mejor.
Dorothy era angelical, decidió el doctor Morrison, pero Miley... no.
Entornó los ojos tras sus lentes y miró a Miley, que estaba dibujando decididamente el muro del jardín cubierto por la viña, contemplando su perfil patricio, buscando las palabras para describirla. Valiente, decidió, sabiendo que Miley dibujaba porque intentaba mantenerse ocupada, en lugar de hundirse y ceder en su dolor. Y compasiva, pensó, recordaba sus esfuerzos por consolar y animar a los pacientes enfermos de su padre.
El doctor Morrison sacudió la cabeza con sentimiento de frustración. Como anciano, disfrutaba de su inteligencia y de su sentido del humor; admiraba su coraje, su espíritu y su compasión, pero, si subrayaba todas esas cualidades a sus parientes ingleses, seguramente la considerarían una mujer independiente, culta y poco dada al matrimonio. Cabía aun la posibilidad de que, cuando Andrew Bainbridge regresara de Europa en pocos meses, pidiera formalmente la mano de Miley, pero el doctor Morrison no estaba seguro. El padre de Miley y la madre de Andrew habían acordado que, antes de que la joven pareja se comprometiera, debían probar sus sentimientos mutuos durante un período de seis meses mientras Andrew hacía una versión abreviada del «Grand Tour»[1].
El doctor Morrison sabía que el afecto de Miley hacia Andrew seguía siendo fuerte y constante, pero los sentimientos de Andrew hacia ella parecían flaquear.
Según lo que la señora Bainbridge le había confesado ayer al doctor Morrison, Andrew estaba desarrollando una fuerte atracción hacia su prima segunda, cuya familia estaba en aquel momento visitando Suiza.
El doctor Morrison suspiró apesadumbrado mientras continuaba mirando a las dos muchachas, que estaban vestidas con sencillos vestidos negros, una con su resplandeciente cabello rubio, la otra con el brillante cobre pálido. A pesar de la lugubrez de su atuendo, constituían una imagen muy atractiva, pensó con cariño. ¡Una imagen! En un momento de inspiración, el doctor Morrison decidió solucionar el problema de la descripción de las chicas a sus parientes ingleses incluyendo simplemente una miniatura de ellas en cada carta.
Tras tomar esa decisión, concluyó la primera carta solicitando a la duquesa que consultara con el duque de Atherton, quien recibiría una carta idéntica, y le notificara qué querían que .hiciera con respecto al cuidado de las muchachas. El doctor Morrison escribió la misma carta al duque de Atherton; luego redactó una breve nota para su abogado, que estaba en Nueva York, dando a tan respetable caballero instrucciones para que encontrara a una persona de confianza en Londres que localizara al duque y la duquesa y le entregara las cartas. Con el breve comentario de que el duque o la duquesa le reembolsarían los gastos, el doctor Morrison se levantó y se desperezó.
Fuera, en el jardín, Dorothy golpeaba el suelo con la punta de su zapatilla, haciendo que el columpio se retorciera con desgana de un lado a otro.
—Aún no puedo creerlo —dijo Dorothy, en una voz suave, llena de una mezcla de desesperación y nerviosismo—. ¡Mamá era nieta de una duquesa! ¿Eso en qué nos convierte?, ¿en nobles? ¿Tenemos títulos?
Miley le dedicó una mirada irónica.
—Sí, nosotras somos los parientes pobres.
Era la verdad, pues, aunque Patrick Seaton era querido y valorado por la agradecida gente de campo cuyas enfermedades había curado durante muchos años, sus pacientes rara vez podían pagarle con dinero y él nunca les había presionado para que lo hicieran. En cambio, le pagaban con aquellos bienes y servicios que le pudieran proporcionar; con animales, pescado y volatería para su mesa, con reparaciones de su carruaje y de su casa, con una hogaza de pan recién hecho y cestas de jugosas bayas silvestres. Como resultado, a la familia Seaton nunca le había faltado comida, pero siempre andaban escasos de dinero, como evidenciaban los vestidos remendados y teñidos a mano que tanto Dorothy como Miley llevaban. Incluso la casa en la que vivían se la habían proporcionado los aldeanos, igual que le habían proporcionado una al reverendo Milby, el pastor. Prestaban las casas a sus ocupantes a cambio de sus servicios médicos y pastorales.
Dorothy hizo caso omiso del prudente resumen de su estatus y continuó con su ensoñación:
—¡Nuestro primo es un duque y nuestra abuela una duquesa! Aún no puedo creerlo, ¿y tú?
—Yo siempre pensé que mamá tenía algo de misterio —respondió Miley, parpadeando para evitar las lágrimas de soledad y desesperación que empañaban sus ojos zarcos—. Ahora el misterio está resuelto.
—¿Qué misterio?
Miley vaciló, su lápiz de dibujo oscilaba sobre la tabla.
—Me refería a que mamá era distinta de todas las demás mujeres que he conocido.
—Supongo que lo era —concedió Dorothy, y se sumió en el silencio.
Miley contemplaba el dibujo que descansaba en su regazo, mientras las delicadas líneas y curvas de las serpenteantes rosas que había estado dibujando de memoria, desde el recuerdo del último verano, se borrasen ante sus ojos húmedos. El misterio estaba resuelto. Ahora comprendía muchas cosas que la habían desconcertado y preocupado. Ahora comprendía por qué su madre nunca se mezclaba cómodamente con las demás mujeres del pueblo, por qué siempre hablaba con el acento culto de una dama inglesa e insistía obstinadamente en que, al menos en su presencia, Miley y Dorothy hicieran lo mismo. Su herencia explicaba la insistencia de su madre en que aprendieran a leer y a hablar en francés, además de en inglés. Explicaba su exigencia. En parte explicaba la expresión extraña y encantada que cruzaba sus rasgos en aquellas raras ocasiones en que se mencionaba Inglaterra.
Tal vez incluso explicaba su extraña reserva con su propio marido, a quien trataba con amable cortesía, pero nada más. Sin embargo, en la superficie, había sido una mujer ejemplar. Nunca había regañado a su marido, nunca se había quejado de su existencia modesta, aunque digna, y nunca había reñido con él. Hacía tiempo que Miley había perdonado a su madre por no amar a su padre. Ahora que se daba cuenta de que su madre debía de haberse criado en un lujo increíble, también se inclinaba a admirar su abnegada fortaleza.
El doctor Morrison entró en el jardín y dirigió una sonrisa alentadora a las dos muchachas.
—He terminado las cartas y las enviaré mañana. Con suerte, en tres meses recibiremos las respuestas de vuestros parientes, tal vez antes.
Sonrió a las dos chicas, complacido del cometido que intentaba desempeñar para reunirías con sus parientes ingleses.
—¿Qué cree que harán cuando reciban sus cartas, doctor Morrison? —preguntó Dorothy.
El doctor Morrison le dio unos golpecitos en la cabeza, la miró entornando los ojos a contraluz y echó mano de su imaginación.
—Se sorprenderán, supongo, pero no lo demostrarán; a las clases altas inglesas no les gusta demostrar emoción, me han dicho que son muy puristas de la formalidad. Cuando hayan leído las cartas, probablemente se enviarán educadas notas entre sí y luego uno de ellos invitará al otro para debatir sobre vuestro futuro. Un mayordomo les servirá el té...
Sonrió al imaginar el encantador escenario con todo detalle. En su mente imaginaba a dos refinados aristócratas ingleses —personas ricas y amables— que se reunirían en un elegante salón mientras compartían un té en una bandeja de plata, antes de hablar del futuro de sus hasta el momento desconocidas, pero queridas, jóvenes parientes. Como el duque de Atherton y la duquesa de Claremont eran parientes lejanos de Catherine serían, por supuesto, amigos, aliados...





No hay comentarios:

Publicar un comentario