Capitulo 1
Inglaterra, 1815
—¡Ah, estás ahí, Nicholas! —exclamó la bella mujer de cabellera negra a la imagen de su marido que se reflejaba en el espejo del tocador.
Repasó tímidamente con la mirada el cuerpo esbelto y fornido que se aproximaba a ella; luego dirigió la atención hacia los joyeros abiertos que tenía ante sí. Un temblor nervioso le sacudió la mano y se le iluminó el rostro con una sonrisa cuando sacó un espectacular collar de diamantes de un estuche y se lo tendió.
—¿Me ayudas a abrochármelo?
El gesto de su marido se endureció con desagrado al mirar los collares de resplandecientes rubíes y magníficas esmeraldas que ya lucían sobre sus senos por encima del provocativo escote del vestido.
—¿No crees que tu exhibición de carne y joyas es un poco vulgar para una mujer que trata de aparentar ser una gran dama?
—¿Qué sabrás tú de la vulgaridad? —replicó Melissa Fielding con desdén—. Este vestido es de última moda. —Y añadió con altanería—: Y bien que le gusta al barón Lacroix. Insistió en que lo llevara al baile de esta noche.
—Se ve que no quiere tener problemas con demasiados cierres cuando te lo quite —respondió su marido con sarcasmo.
—Exacto, es francés... y es terriblemente impetuoso.
—Por desgracia también está sin un céntimo.
—Cree que soy hermosa —le provocó Melissa en una voz que empezaba a flaquear debido al odio contenido.
—Tiene razón.
La sardónica mirada de Nicholas Fielding se posó en el hermoso rostro de Melissa y en la piel de alabastro, en los ojos verdes ligeramente rasgados, en los labios rojos y carnosos, luego descendieron hasta los voluptuosos senos que sobresalían temblorosos e incitantes por encima del pronunciado escote del vestido de terciopelo escarlata.
—Eres una hermosa, amoral, avariciosa... pu/ta.
Giró sobre sus talones y se disponía a salir de la habitación, cuando se detuvo súbitamente. Su voz glacial estaba revestida de una autoridad implacable.
—Antes de irte, entra y dale las buenas noches a nuestro hijo. Jamie es demasiado pequeño para comprender el tipo de perra que eres y te echa de menos cuando te vas. Saldré para Escocia dentro de una hora.
—¡Jamie! —exclamó llena de ira—. Es lo único que te preocupa...
Sin molestarse en negarlo, su marido fue hacia la puerta y la ira de Melissa estalló.
—¡Cuando vuelvas de Escocia, yo no estaré aquí! —le amenazó.
—Bien —respondió él sin detenerse.
—¡Bastardo! —espetó Melissa con la voz temblorosa de la rabia reprimida—. Voy a contarle al mundo quién eres en realidad y luego te dejaré. ¡Nunca regresaré, nunca!
Con la mano en el picaporte, Nicholas se volvió, sus rasgos formaron una dura y despectiva máscara.
—Volverás—exclamó con sorna—. Volverás en cuanto te quedes sin dinero.
La puerta se cerró tras él y el exquisito rostro de Melissa rebosó de triunfo.
—Nunca volveré, Nicholas —declaró en voz alta en la habitación vacía—, porque nunca me quedaré sin dinero. Tú me enviarás todo el que quiera...
__Buenas noches, señor —saludó el mayordomo en un susurro tenso y extraño.
—¡Feliz Navidad, Northrup! —respondió Nicholas, mientras se sacudía la nieve de las botas y le tendía la capa empapada al sirviente. La última escena vivida con Melissa hacía dos semanas acudió a su memoria, pero la ahuyentó de su mente—. Con este tiempo, he tardado un día más de viaje. ¿Está mi hijo ya en la cama?
El mayordomo se quedó helado.
—Nicholas...
Un hombre corpulento de mediana edad, con el rostro bronceado de un experimentado marino, asomó por el umbral del salón, en dirección al vestíbulo de mármol, y le indicó a Nicholas que se acercara.
—¿Qué estás haciendo aquí, Mike? —preguntó Nicholas, observando con asombro cómo el anciano cerraba con cuidado la puerta del salón.
—Nicholas —invocó tensamente Mike Farrell—, Melissa se ha ido. Ella y Lacroix se embarcaron para Barbados poco después de que te fueras a Escocia. —Hizo una pausa en espera de alguna reacción, pero no hubo ninguna. Luego soltó una larga e irregular espiración—. Se han llevado a Jamie.
Una furia salvaje inflamó los ojos de Nicholas, convirtiéndolos en hervideros de rabia.
—¡La mataré por esto! —Se encaminó hacia la puerta—. La encontraré y la mataré...
—Demasiado tarde —la voz irregular de Mike detuvo a Nicholas en mitad de su paso—. Melissa ha muerto. Su barco se fue a pique en una tormenta tres días después de zarpar de Inglaterra. —Apartó la mirada de la ho—rrible agonía que ya retorcía los rasgos de Nicholas y añadió con voz apagada—: No hay supervivientes.
Sin palabras, Nicholas se acercó a la mesita y cogió un decantador de cristal lleno de whisky. Se sirvió una copa y la vació de un trago, luego volvió a llenarla, con la mirada perdida.
—Dejó esto para ti. —Mike Farrell le dio dos cartas con los sellos rotos. Cuando Nicholas no hizo ningún movimiento para cogerlas, Mike explicó amablemente—: Las he leído; una es una carta exigiendo un rescate, dirigida a ti, que Melissa dejó en tu dormitorio. Intentaba devolverte a Jamie a cambio de una cantidad de dinero. La segunda carta pretendía desenmascararte, se la dio a un criado con instrucciones de que la entregara al Times después de que ella se hubiera ido. Sin embargo, cuando Flossie Wilson descubrió que Jamie no estaba, inmediatamente interrogó a la servidumbre acerca de lo que había hecho Melissa la noche anterior y el criado le dio la carta, en lugar de llevarla al Times como ella le había ordenado. Flossie no pudo localizarte para decirte que Melissa se había llevado a Jamie, así que me mandó llamar y me dio las cartas. Nicholas —dijo Mike con voz ronca—, sé cuánto querías al niño. Lo siento, lo siento mucho...
La mirada torturada de Nicholas se levantó lentamente hacia el retrato de marco dorado que colgaba sobre la chimenea. Contempló en angustiado silencio el retrato de su hijo, un niño regordete con sonrisa de ángel y un soldado de madera apretado en la mano.
La copa que Nicholas sostenía se hizo añicos en su mano crispada. Pero no lloró. La infancia de Nicholas Fielding le había robado todas las lágrimas hacía mucho tiempo.
Portage, Nueva York, 1815
La nieve crujía bajo sus pequeñas botas, mientras Miley Seaton doblaba por el callejón y empujaba la puerta de madera blanca que se abría al jardín delantero de la modesta casita en la que había nacido. Tenía las mejillas rosadas y los ojos brillantes cuando se detuvo a mirar el cielo estrellado y a examinarlo con la alegría natural de una chiquilla de quince años en Navidad. Tarareó sonriente las últimas estrofas de uno de los villancicos que había estado cantando toda la noche con el resto del coro, luego se dio media vuelta y subió hacia la casa a oscuras.
Con cuidado, para no despertar a sus padres ni a su hermana pequeña, abrió la puerta principal y entró. Se quitó la capa y la colgó en un perchero junto a la puerta, luego, al darse la vuelta, se detuvo sorprendida. La luz de la luna se filtraba por la ventana de lo alto de la escalera, iluminando a sus padres, que estaban ante la puerta del dormitorio de su madre.
—¡No, Patrick! —Su madre se debatía por zafarse del estrecho abrazo de su padre—. ¡No puedo! ¡Sencillamente, no puedo!
—No me rechaces, Katherine —suplicó Patrick Seaton con voz urgente—. Por el amor de Dios, no...
—¡Me lo prometiste! —estalló Katherine, intentando frenéticamente librarse de su abrazo. Patrick inclinó la cabeza y la besó, pero ella apartó la cara. Las palabras le salían a trompicones, como un sollozo—. El día que nació Dorothy me prometiste que nunca me lo volverías a pedir. ¡Me diste tu palabra!
Miley, atónita y desconcertada de horror, apenas era consciente de que nunca antes había visto a sus padres tocarse —ni sensual ni cariñosamente—, pero no tenía idea de lo que su padre le estaba suplicando a su madre que no le negara.
Patrick soltó a su esposa y dejó caer las manos a los costados.
—Lo siento —se excusó fríamente.
Katherine huyó corriendo a su habitación y cerró la puerta, pero, en lugar de ir a su dormitorio, Patrick Seaton se dio media vuelta y bajó la exigua escalera, pasando a pocos milímetros de Miley cuando llegó al final.
Miley se aplastó contra la pared, sintiendo como si la seguridad y la paz de su mundo hubiera sido de algún modo amenazada por lo que había visto. Temerosa de que su padre se percatara de su presencia si intentaba moverse hacia la escalera, de que supiera que había sido testigo de la humillante escena íntima, observó cómo se sentaba en el sofá y contemplaba las agonizantes ascuas de la chimenea. Una botella de licor que llevaba años en la estantería de la cocina estaba ahora en la mesa delante de él, junto a un vaso medio lleno. Cuando se inclinó a coger el vaso, Miley se dio la vuelta y puso cautelosamente un pie en el primer escalón.
—Sé que estás ahí. Miley —anunció con voz monocorde, sin mirar a su espalda—. No tiene sentido que finjas que. no has visto lo que acaba de ocurrir entre tu madre y yo. ¿Por qué no vienes aquí y te sientas junto al fuego? No soy la bestia que tú piensas.
La compasión se aferró a la garganta de Miley y rápidamente fue a sentarse a su lado.
—No creo que seas una bestia, papá. Nunca pensaría una cosa así.
Patrick bebió otro largo trago de licor.
—Tampoco culpes a tu madre —advirtió desarticulando ligeramente las palabras como si llevara bebiendo desde mucho rato antes de que ella llegara.
El licor le enturbiaba el entendimiento, miró la acongojada cara de Miley y supuso que había conjeturado más de la escena de lo que realmente había presenciado. Le pasó un brazo alrededor de los hombros, con la intención de consolarla, e intentó calmar su pesar, pero sus palabras no hicieron más que acrecentarlo.
—No es culpa de tu madre ni tampoco mía. Ella no puede amarme y yo no puedo dejar de amarla. Es tan simple como eso.
Miley cayó en picado desde el seguro refugio de su niñez a la fría y terrible realidad adulta. Contemplaba a su padre con la boca abierta mientras el mundo parecía desmoronarse a su alrededor. Sacudió la cabeza, intentaba negar aquella horrible cosa que él había dicho. ¡Claro que su madre amaba a su maravilloso padre!
—¡No se puede obligar al amor a existir! —sentenció Patrick Seaton, confirmando la horrible verdad, mientras contemplaba amargamente el vaso—. No ocurre simplemente porque quieras que ocurra. Si fuera así, tu madre me amaría. Creyó que aprendería a amarme cuando nos casamos. Yo también lo creí así. Ambos queríamos creerlo. Más tarde, intenté convencerme de que no importaba que me amase o no. Me dije a mí mismo que el matrimonio podía ir bien sin amor.
Las siguientes palabras le salieron del pecho con una angustia que laceró el corazón de Miley.
—¡Fui un est/úpido! ¡Amar a alguien que no te ama es un infierno! No dejes nunca que nadie te convenza de que puedes ser feliz con alguien que no te ama.
—Yo... no —susurró Miley, parpadeando para evitar las lágrimas.
—Y jamás quieras a nadie más de lo que él te quiera, Miley. No te permitas hacerlo.
—Yo... no —volvió a susurrar Miley—. Te lo prometo.
Incapaz de contener la piedad y el amor que explotaban en su interior. Miley le miró, con lágrimas en los ojos, y le acarició las hermosas mejillas con su pequeña mano.
—Cuando me case, papá —dijo entrecortadamente—, escogeré a alguien que sea exacto a ti.
Patrick sonrió con ternura, pero no respondió. En cambio, le explicó:
—No todo ha sido tan malo, sabes. Tu madre y yo os tenemos a Dorothy y a ti, para amaros, y ese es un amor que compartimos.
El alba apenas había despuntado en el cielo cuando Miley salió de la casa, tras pasar la noche en vela contemplando el techo en la cama. Envuelta en una capa roja y una falda de montar de lana azul marino, sacó su caballito indio del establo y se subió a él sin esfuerzo.
Después de poco más de un kilómetro, llegó al arroyo que discurría junto a la carretera principal en dirección al pueblo y desmontó. Caminó con cautela por la resbaladiza ribera cubierta de nieve y se sentó sobre una roca alisada por la erosión. Con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las manos contempló el agua gris que fluía lenta entre fragmentos de hielo cerca de la orilla.
El cielo se volvió amarillo y luego rosado, mientras estaba allí sentada, intentando recuperar la alegría que siempre sentía en aquel lugar cada vez que contemplaba el nacimiento de un nuevo día.
Un conejo salió a la carrera desde los árboles que se alzaban a su lado; a su espalda un caballo resopló suavemente y unos pasos avanzaron sigilosamente por la abrupta orilla. Los labios de Miley esbozaron una leve sonrisa una décima de segundo antes de que una bola de nieve volara zumbando sobre su hombro derecho y ella se inclinara limpiamente hacia la izquierda.
—Has fallado, Andrew —gritó sin volverse.
Un par de lustrosas botas altas marrones aparecieron a su lado.
—Has madrugado esta mañana —comentó Andrew, sonriendo a la pequeña joven belleza que se sentaba en la roca.
Miley se apartó el cabello rojizo con destellos dorados de la frente y se lo sujetó hacia atrás en la coronilla con una peineta de carey, luego se lo dejó caer sobre los hombros, como una cascada ondulante. Sus ojos, ligeramente rasgados, contenían el azul profundo y vivo de los pensamientos, enmarcados por largas pestañas. Tenía una nariz pequeña y perfecta, con mejillas delicadamente afiladas y rebosantes de salud, y, en el centro de su pequeña barbilla, una minúscula y enigmática marca.
La promesa de belleza era ya una realidad en cada línea y en cada rasgo del rostro de Miley, pero era obvio, para cualquiera que la observara, que su belleza estaba destinada a ser más exótica que frágil, más intensa que prístina, como también era obvio que existía cierta obstinación en su pequeña barbilla y en sus risueños ojos centelleantes. Sin embargo, aquella mañana, sus ojos carecían del brillo acostumbrado.
Miley se inclinó y cogió un puñado de nieve con las manos enfundadas en mitones. Andrew se agachó de modo instintivo para esquivarla, pero, en lugar de lanzar hacia él la bola de nieve, Miley la tiró contra el arroyo.
—¿Qué es lo que va mal, ojos brillantes? —le provocó—. ¿Tienes miedo de perder?
—Claro que no —contestó Miley con un suspiro taciturno.
—Apártate y deja que me siente.
Así lo hizo, mientras Andrew estudiaba con leve preocupación el semblante triste de la muchacha.
—¿Por qué tienes esa cara tan sombría?
Miley estuvo a punto de contárselo. A sus veinte años, cinco más que ella, Andrew era bastante sensato para su edad. Era hijo de una rica vecina, una viuda de salud delicada que se aferraba de manera posesiva a su único hijo, al tiempo que le cedía toda la responsabilidad de gestionar su gran mansión y las cuatrocientas hectáreas de tierra cultivable que la circundaban.
Andrew colocó un dedo enguantado bajo la barbilla de Miley y de este modo le movió el rostro hacia el suyo.
—Cuéntame —le requirió con dulzura.
Aquella segunda petición fue más de lo que su corazón lacerado podía soportar. Andrew era su amigo. En todos aquellos años de amistad, él le había enseñado a pescar, a nadar, a disparar una pistola y hacer trampas en las cartas; esto último era necesario, según Andrew, pues así sabría si le estaban haciendo trampas. Miley había recompensado sus esfuerzos aprendiendo a nadar, a disparar de manera excelente y a hacerle trampas más que bien. Eran amigos y sabía que podía confiarle casi todo y, aunque no podía hablarle del matrimonio de sus padres, en cambio podía mencionarle el otro asunto que le preocupaba: la advertencia de su padre.
—Andrew —dijo dubitativa—, ¿cómo puedes saber si alguien te ama? Te ama de verdad, quiero decir.
—¿Quién quieres saber si te quiere?
—El hombre con el que me case.
Si hubiera sido un poco mayor, y hubiera tenido un poco más de mundo, habría podido interpretar la ternura que asomó en los ojos castaños y dorados de Andrew antes de que se apresurara a retirar la mirada.
—El hombre que se case contigo te amará —le prometió—. Te doy mi palabra.
—Pero debe amarme al menos tanto como yo le ame a él.
—Lo hará.
—Es posible, pero ¿cómo lo sabré?
Los rasgos de Andrew esbozaron una mirada intensa y escrutadora.
—¿Algún muchacho de por aquí ha importunado a tu padre con la intención de que le conceda tu mano? —preguntó casi con enfado.
—¡Claro que no! —exclamó—. Solo tengo quince años y mi padre es inflexible, dice que debo esperar hasta cumplir los dieciocho, para que sepa lo que quiero.
Andrew miró su pequeña y obstinada barbilla y se echó a reír.
—Si todo lo que le preocupa al doctor Seaton es que sepas qué es lo que quieres, podría dejar que te casaras mañana. Sabes lo que quieres desde que tenías diez años.
—Tienes razón —admitió con alegre candor. Después de un minuto de cómodo silencio, preguntó ociosamente—: Andrew, ¿te preguntas alguna vez con quién te casarás?
—No —respondió con una extraña sonrisa mientras contemplaba el arroyo.
—¿Por qué no?
—Porque ya sé con quién me casaré.
Asombrada por aquella sorprendente revelación, Miley volvió la cabeza.
—¿Lo sabes? ¿En serio? ¡Dime! ¿Es alguien que yo conozca?
Cuando él guardó silencio, Miley le dirigió una mirada pensativa y furtiva y empezó a apretar deliberadamente una dura bola de nieve.
—¿Estás planeando tirarme esa cosa en la espalda? —preguntó observándola con cauteloso contento.
—Claro que no —le tranquilizó, parpadeando—. Estaba pensando en hacer una apuesta. Si llego hasta esa piedra que está encima de la roca más grande, me dirás quién es.
—¿Y si yo me acerco más que tú? —le desafió Andrew.
—Entonces podrás ponerme la prenda que quieras —concedió con magnanimidad.
—Cometí un terrible error cuando te enseñé a apostar —se rió entre dientes, pero la sonrisa de Miley le desarmó por completo.
Andrew erró el blanco por unos milímetros. Miley lo miró concentrada; luego lanzó la bola, que pegó con tanta fuerza, que la piedra rodó por la roca junto con la bola de nieve.
—También cometí un terrible error cuando te enseñé a lanzar bolas de nieve.
—Yo ya sabía lanzar bolas —le recordó con descaro, poniendo los brazos en jarras—. Ahora, dime, ¿con quién quieres casarte?
Andrew se metió las manos en los bolsillos y le devolvió una sonrisa.
—¿Con quién crees que quiero casarme, ojos azules?
—No lo sé —respondió, poniéndose seria—, pero espero que sea muy especial, porque tú eres muy especial.
—Es especial —le aseguró con amable seriedad—. Tan especial que incluso pensaba en ella cuando estaba lejos, en el colegio, durante los inviernos. En realidad, me alegro de estar en casa, así la puedo ver más a menudo.
—Parece muy agradable —admitió muy formal, enfadándose de repente e inexplicablemente con la inofensiva mujer.
—He dicho que está más cerca de ser «maravillosa» que «muy agradable». Es dulce y está llena de vida, es hermosa y natural, amable y obstinada. Todo el mundo que la conoce se enamora de ella.
—¡Bueno, por el amor de Dios, por qué no te casas con ella y acabas con eso! —exclamó Miley con tristeza.
Andrew torció el semblante y, en un raro gesto de intimidad, tendió la mano hacia su cabello fuerte y sedoso.
—Porque —susurró tiernamente— aún es demasiado joven. Sabes, su padre quiere que espere hasta que cumpla los dieciocho años, para que sepa qué es lo que quiere.
Los enormes ojos azules de Miley se abrieron de par en par en busca del hermoso rostro de Andrew.
—¿Te refieres a mí? —susurró.
—A ti —confirmó con sonriente solemnidad—, Solo a ti.
El mundo de Miley, amenazado por lo que había visto y oído la noche anterior, volvió a parecer de repente un lugar seguro y cálido.
—Gracias, Andrew —respondió con repentina timidez. Luego, en una de sus raudas transformaciones de niña a encantadora mujer bien educada, añadió bajito—: ¡Qué fantástico sería casarme con mí querido amigo!
—No he debido mencionártelo sin hablar primero con tu padre y no puedo hacerlo hasta dentro de tres años
—Le gustas muchísimo —le tranquilizó Miley—. No pondrá la más mínima objeción cuando llegue el momento. ¿Cómo podría hacerlo, si ambos os parecéis tanto?
Instantes más tarde. Miley montó en su caballo sintiéndose alborozada y contenta, pero su humor decayó en cuanto abrió la puerta trasera de la casa y entró en la plácida habitación que servía a un doble propósito: de cocina y lugar de reunión de la familia.
Su madre estaba inclinada sobre la cocina, atareada en la plancha de hierro, con el cabello recogido hacia atrás en un pulcro moño, con su sencillo vestido limpio y planchado. Encima de la chimenea y a sus lados, pendía de unos clavos una ordenada serie de coladores, jarras, ralladores, cuchillos de carnicero y embudos. Todo estaba ordenado, aseado y pulcro, al igual que su madre. Su padre ya estaba sentado a la mesa, tomando una taza de café.
Míralos, oyó decir a su subconsciente, con el corazón dolorido y profundamente furiosa con su madre por negar a su maravilloso padre el amor que él necesitaba y requería.
Como las salidas de Miley al amanecer eran muy corrientes, ninguno de sus padres se mostró sorprendido de su entrada. Ambos la miraron, le sonrieron y le dieron los buenos días. Miley devolvió el saludo a su padre y sonrió a su hermana pequeña, Dorothy, pero apenas podía mirar a su madre. En lugar de eso, fue a las estanterías y empezó a poner la mesa con un servicio completo de platos y cubiertos, una formalidad que su madre inglesa consideraba «necesaria para una comida civilizada».
Miley iba y venía entre las estanterías y la mesa, se sentía cada vez más enferma y le dolía el estómago, pero cuando ocupó su lugar en la mesa, la hostilidad que sentía hacia su madre dejó paso lentamente a la piedad. Observó cómo Katherine Seaton intentaba, de media docena de maneras, desagraviar a su padre, charlando alegremente con él mientras se acercaba solícita a su lado, rellenándole la taza con café humeante, tendiéndole la jarrita de la crema de leche, ofreciéndole más panecillos recién horneados, entre viajes a la cocina, donde estaba preparando su desayuno favorito: gofres.
Miley tomó su desayuno en asombrado e impotente silencio, sus ideas giraban y revoloteaban en busca de alguna manera de consolar a su padre por su matrimonio sin amor.
La solución se le ocurrió en el instante en que él se levantó y anunció su intención de cabalgar hasta la granja Jackson para ver cómo sanaba el brazo roto de la pequeña Annie. Miley se puso en pie.
—Iré contigo, papá. Estaba pensando en pedirte si me podías enseñar a ayudarte... en tu trabajo, me refiero.
Ambos la miraron sorprendidos, pues Miley nunca había demostrado el más mínimo interés por el arte de la medicina. En realidad, hasta entonces, había sido una niña bonita y despreocupada, cuyos principales intereses eran divertirse de lo lindo y cometer alguna travesura que otra. A pesar de su sorpresa, nadie puso ninguna objeción.
Miley y su padre siempre habían estado muy unidos. A partir de ese día serían inseparables. Ella le acompañaba a casi todas partes y, aunque su padre se negaba de plano a permitir que le ayudara en el tratamiento de sus pacientes masculinos, estaba más que contento de que le ayudara el resto de las ocasiones.
Ninguno de los dos mencionó jamás la triste conversación de la noche de Navidad. En cambio, ocuparon el tiempo que pasaron juntos disfrutando de agradables conversaciones y bromas desenfadadas, pues, a pesar del dolor de su corazón, Patrick Seaton era un hombre que apreciaba el valor de la risa.
Miley ya había heredado la despampanante belleza de su madre y el humor y el valor de su padre. A partir de entonces, también aprendió de él la compasión y el idealismo. De pequeña había cautivado sin esfuerzo a los vecinos con su hermosura y su luminosa e irresistible sonrisa. Les gustaba cuando era una encantadora y despreocupada muchachita; ahora la adoraban, mientras maduraba y se convertía en una joven dama llena de vida que se preocupaba por sus dolencias y aplacaba sus penas.
bueno eso fue todo el capitulo es largo pero vale la pena leerlo y hagan de cuenta que Melissa es Olivia y Andrew es el puto de liam jajaja, les subiré mas si comentan...besos.
Hahahahahaha el puto Liam, eso me mató de la risa xDD
ResponderEliminarY que novela más bonita, para ser el primer capítulo ya me encantó, te juro que es tan tierna *-* Pero no puedo creer lo que hizo la perra de Melissa, casi lloré en esa parte, maldita puta perra sin corazón, que bueno que murió :/
Y si te soy sincera ese tal Andrew no me da buena espina, es como si tubiera una doble cara, no sé, simplemente no me confianza :|
Cuídate, sube pronto, besis, bye ♥