Miley era fuerte y no se dejó vencer por el desánimo que se apoderaba de ella cada vez que pensaba en aquella horrible escena con Nick. De día, procuraba cautivar a sus alumnos para incitar en ellos el ansia de aprender; de noche, observaba a Joe devorar los datos que desplegaba ante él. El chico demostraba un ansia de conocimiento insaciable, y no sólo alcanzó a sus compañeros de clase, sino que pronto los dejó atrás.
Miley escribió a los representantes de Wyoming en el Congreso y también a una amiga a la que le pidió toda la información que pudiera reunir sobre la Academia de las Fuerzas Aéreas. Cuando recibió el sobre, se lo dio a Joe y observó cómo adquirían los ojos del chico aquella expresión ferozmente intensa y reconcentrada que se le ponía cada vez que pensaba en volar. Trabajar con Joe era un placer para ella; la única pega era lo mucho que el chico le recordaba a su padre.
En realidad, no echaba de menos a Nick. ¿Cómo iba a echar de menos a alguien a quien había visto dos veces en su vida? Nick no formaba parte de su vida cotidiana hasta el punto de que su existencia pareciera vacía sin él. Pero, aun así, las veces que había estado con él se había sentido más viva que nunca. Con Nick no era Miley Potter, la solterona, sino Miley Potter, la mujer. La intensa masculinidad de aquel hombre había alcanzado partes de su ser cuya existencia desconocía y había despertado a la vida emociones y anhelos adormecidos. Miley intentaba convencerse de que lo que sentía no iba más allá de simple lujuria, pero ello no aplacaba el doloroso anhelo que experimentaba cada vez que pensaba en él, y el hecho de que su inexperiencia resultara tan obvia sólo ahondaba su sentimiento de vergüenza, ahora que sabía que Nick la consideraba una solterona sedienta de sexo.
Llegó abril y ocurrió lo inevitable: se extendió la noticia de que Joe Mackenzie pasaba mucho tiempo en casa de la nueva profesora. Al principio, Miley no se dio cuenta de que el rumor corría de boca en boca por todo el pueblo, a pesar de que sus alumnos habían empezado a mirarla de forma extraña y a cuchichear entre sí. Sharon Wycliffe y Dottie Lancaster, las otras dos profesoras, la miraban también con recelo y hablaban en voz baja entre ellas. Miley no tardó en llegar a la conclusión de que el secreto ya no era tal, pero siguió ocupándose de sus quehaceres cotidianos con una sonrisa serena. Había recibido una carta de un senador que se interesaba por Joe, y pese a que se decía que no debía echar las campanas al vuelo, tenía grandes esperanzas.
La reunión ordinaria de la junta escolar del pueblo estaba prevista para la tercera semana de abril. La tarde de la reunión, Sharon le preguntó con deliberada desenvoltura si pensaba asistir. Miley la miró con sorpresa.
-Claro. Pensaba que era costumbre que asistiéramos todos.
-Bueno, sí. Es sólo que... pensaba...
-¿Pensabas que no iba a asistir a la reunión ahora que todo el mundo sabe que le estoy dando clases a Joe Mackenzie? -preguntó Miley sin ambages.
Sharon se quedó boquiabierta.
-¿Qué? -su voz sonó débil.
-¿No lo sabías? Pues no es ningún secreto -se encogió de hombros-. Joe pensaba que a la gente la molestaría que le diera clases particulares, por eso no he dicho nada. Pero, por como actúa todo el mundo, supongo que ya se ha descubierto el pastel.
-Pues me parece que se han confundido de pastel -reconoció Sharon tímidamente-. Han visto su camioneta en tu casa por las noches y la gente... eh... se ha hecho una idea equivocada.
Miley se quedó de una pieza.
-¿Qué idea equivocada?
-Bueno, como Joe es tan alto para su edad y todo eso...
Miley siguió sin comprender hasta que vio que Sharon se ponía muy colorada. Entonces una sospecha estalló en su cerebro como un fogonazo, y el espanto se apoderó de ella, seguido de cerca por la ira.
-¿Piensan que estoy liada con un chico de dieciséis años? -su voz se fue alzando con cada palabra.
-Han visto su camioneta en tu casa a las tantas de la noche -añadió Sharon, compungida.
-Joe se va de mi casa a las nueve en punto. La gente tiene una idea de lo que son las tantas de la noche que no coincide con la mía.
Miley se levantó y empezó a meter papeles en su maletín. Tenías las aletas de la nariz hinchadas y las mejillas pálidas. Lo peor de todo era que tendría que estar echando humo hasta las siete de la tarde, y sospechaba que la espera no enfriaría su cólera. En todo caso, la haría aumentar. Se sentía rabiosa, no sólo porque su reputación estuviera en entredicho, sino porque aquel rumor afectaba también a Joe. Aquel chico sólo intentaba hacer realidad sus sueños, y la gente se empeñaba en ponerle la zancadilla. Ella no era una gallina clueca que saliera cacareando en defensa de su pollito; era una tigresa con un cachorro, y ese cachorro corría peligro. No importaba que el cachorro fuera veinte centímetros más alto que ella y pesara casi cuarenta kilos más. A pesar de su extraña madurez, Joe seguía siendo muy joven y vulnerable. Su padre desdeñaba el amparo que ella podía ofrecerle, pero ni él ni nadie iba a impedirle defender al chico.
Estaba claro que había corrido el rumor, porque la reunión de la junta escolar estuvo particularmente concurrida aquella noche. Había seis miembros de la junta: el señor Hearst, el dueño del supermercado; Francie Beecham, una antigua maestra de ochenta y un años; Walton Isby, el director del banco; Harlon Keschel, el propietario de la droguería-hamburguesería; Eli Baugh, una ranchera del pueblo cuya hija, Jackie, iba a la clase de Miley; y Cicely Karr, la dueña de la gasolinera. Todos ellos eran personajes prominentes de la pequeña comunidad de Ruth; todos eran propietarios, y todos, salvo Francie Beecham, tenían caras largas.
La reunión se celebraba en el aula de Dottie, y hubo que llevar pupitres de la clase de Miley para que hubiera asientos para todos, lo cual era clara señal de que mucha gente se había sentido impelida a asistir. Miley estaba segura de que acudiría al menos uno de los padres de cada uno de sus alumnos. Cuando entró en la habitación, todos los ojos se volvieron hacia ella. Las mujeres parecían indignadas y los hombres hostiles y recelosos, y eso hizo que Miley se enfadara aún más. ¿ Qué derecho tenían aquellas personas a menospreciarla por sus supuestos pecados, cuando al mismo tiempo se morían de ganas por conocerlos con pelos y señales?
Apoyado en la pared había un hombre alto, ataviado con el uniforme caqui de ayudante del sheriff, que la observaba con los ojos entornados, y Miley se preguntó si pretendían arrestarla por abuso sexual. ¡Aquello era ridículo! Si no tuviera pinta de ser lo que era, una solterona esmirriada y feúcha, las sospechas de aquella gente habrían tenido al menos algún sentido. Se metió en el moño un mechón de pelo que se le había soltado, se sentó y cruzó los brazos con intención de dejar que fueran ellos quienes dieran el primer paso.
Walton Isby carraspeó y pidió silencio a los asistentes, consciente sin duda de la importancia de su posición, habiendo allí tanta gente que vigilaba el procedimiento. Miley se puso a tamborilear con los dedos sobre su brazo. La junta empezó a repasar los asuntos rutinarios del orden del día y, de pronto,Miley decidió que no quería esperar. La mejor defensa, había leído, era un buen ataque.
Cuando se dieron por zanjados los asuntos rutinarios, el señor Isby carraspeó de nuevo, y Miley interpretó aquello como una señal de que estaban a punto de abordar el verdadero motivo de la reunión. Entonces se puso en pie y dijo con claridad:
-Señor Isby, antes de que continuemos, quisiera decir algo.
El señor Isby pareció sorprendido, y su cara sonrosada adquirió un tono rojizo.
-Esto es... eh... bueno, un tanto irregular, señorita Potter.
-También es importante -Miley mantuvo el tono de voz que usaba cuando daba clases y se volvió hacia la sala. El ayudante del sheriff se retiró de la pared y se irguió, y las miradas de todos volaron hacia ella como imanes atraídos por una barra de acero-. Estoy oficialmente cualificada para dar clases particulares, y los créditos que mis alumnos consigan con esas clases valen tanto como los conseguidos en un colegio público. Durante el mes pasado, he estado dando clases nocturnas a Joe Mackenzie en mi casa...
-Eso no hace falta que lo jure -masculló alguien, y los ojos de Miley centellearon.
-¿Quién ha dicho eso? -preguntó, crispada-. Ha sido increíblemente vulgar -la sala quedó en silencio-. Cuando vi el expediente de Joe Mackenzie, me extrañó que un alumno tan brillante hubiera dejado el colegio. Puede que ninguno de ustedes lo sepa, pero era el primero de su clase. Me puse en contacto con él y lo convencí para que estudiara por su cuenta y se pusiera al mismo nivel que sus compañeros de clase, y en un mes no sólo se ha puesto a su nivel: los ha superado con creces. También me he puesto en contacto con el senador Allard, que me ha expresado su interés por Joe. Las excelentes calificaciones de Joe lo convierten en un candidato idóneo para ingresar en la Academia de las Fuerzas Aéreas. Es todo un honor para el pueblo, y sé que todos ustedes le prestarán su apoyo a Joe.
Miley se sentó con la pose fría y distante que le había inculcado la tía Ardith, y observó con satisfacción la cara de pasmo de los asistentes. Sólo la gente sin educación daba gritos, solía decir la tía Ardith; una dama tenía otros modos más sutiles de hacerse oír.
Un murmullo se levantó en la sala; la gente se arremolinó y empezó a cuchichear, y el señor Isby se puso a revolver las tres hojas que tenía delante como si estuviera buscando algo que decir. Los otros miembros de la junta juntaron también las cabezas.
Miley paseó la mirada por el aula, y de pronto, más allá de la puerta abierta, en el pasillo, una sombra llamó su atención. Era un movimiento sutil; de no haber mirado en ese preciso instante, no lo habría visto. Un instante después distinguió la alargada silueta de un hombre, y la piel se le erizó. Nick. Estaba en el pasillo, escuchando. Era la primera vez que Miley lo veía desde el día que fue a su casa, y a pesar de que sólo alcanzaba a distinguir una forma más oscura entre las sombras, el corazón empezó a latirle con violencia.
El señor Isby carraspeó, y los murmullos de la sala se fueron apagando.
-Eso es una buena noticia, señorita Potter -comenzó a decir-. Sin embargo, no creemos que haya dado usted el mejor ejemplo a nuestros jóvenes...
-Habla por ti, Walton -dijo Francie Beecham secamente con su resquebrajada voz de anciana.
Miley se levantó de nuevo.
-¿En qué sentido exactamente no les he dado el mejor ejemplo?
-¡No está bien que tenga a ese chico en su casa toda la noche! -saltó el señor Hearst.
-Joe se va de mi casa a las nueve en punto, después de dar tres horas de clase. ¿Qué entiende usted por toda la noche? Sin embargo, si la junta no aprueba que Joe vaya a mi casa, supongo que todos estarán de acuerdo en que utilice las instalaciones del colegio para darle clases a última hora de la tarde. Yo no tengo objeción en trasladar las clases aquí.
El señor Isby, que era en el fondo un buen hombre, parecía angustiado. Los miembros de la junta se arremolinaron de nuevo. Tras un minuto de acalorada discusión, levantaron la vista de nuevo. Harlon Keschel se limpió el sudor de la cara con un pañuelo, y Francie Beecham parecía ofendida. Esta vez, fue Cicely Karr quien tomó la palabra.
-Señorita Potter, ésta es una situación difícil para nosotros. Como usted misma reconocerá, las probabilidades de que Joe Mackenzie sea aceptado en la Academia de las Fuerzas Aéreas son muy escasas, y la verdad es que no nos agrada que pase tanto tiempo a solas con él.
Miley levantó la barbilla.
-¿Y eso por qué?
-Lleva usted en Ruth poco tiempo, y estoy segura de que no entiende cómo funcionan las cosas por aquí. Los Mackenzie tienen mala fama, y tememos por su seguridad si continúa relacionándose con ese chico.
-Señora Karr, eso son bobadas -contestó Miley con candorosa franqueza. La tía Ardith habría puesto mala cara.
Miley se imaginó a Nick allí fuera, en el pasillo, escuchando las calumnias que aquella gente arrojaba sobre él y sobre su hijo, y casi pudo sentir el calor de su ira. Nick sin duda no permitiría que aquello lo afectara, pero a ella le dolía saber que lo estaba oyendo todo.
-Nick Mackenzie me ayudó a salir de una situación peligrosa cuando se me averió el coche y me quedé atrapada en la nieve. Fue amable y considerado conmigo, y se negó a aceptar que le pagara por repararme el coche. Joe Mackenzie es un alumno aventajado que trabaja mucho en su rancho, no bebe ni va por ahí armando jaleo -confiaba en que aquello fuera cierto-, y siempre ha sido respetuoso conmigo. Los considero a ambos mis amigos.
Entre las sombras del pasillo, Nick cerró los puños con fuerza. Condenada *******, ¿acaso no sabía que aquello iba a costarle el empleo? Él era consciente de que, si entraba en la clase, aquella gente apartaría su atención de Miley y dirigiría toda su hostilidad hacia él, y había empezado a ponerse en marcha cuando oyó de nuevo la voz de Miley. ¿Es que aquella mujer no sabía cuándo cerrar el pico?
-Me preocuparía igualmente si fuera alguno de sus hijos el que dejara el colegio. No puedo soportar que un joven renuncie a su porvenir. Damas y caballeros, a mí me han contratado para enseñar. Y pienso hacerlo lo mejor que sé. Todos ustedes son buenas personas.
¿Alguno querría que me diera por vencida si se tratara de su hijo?
Varias personas apartaron la mirada y carraspearon. Cicely Karr se limitó a levantar la barbilla.
-Está usted soslayando la cuestión, señorita Potter. No se trata de uno de nuestros hijos. Se trata de Joe Mackenzie. Él es... es...
-¿Medio indio? -preguntó Miley, alzando una ceja inquisitivamente.
-Pues sí. Pero no es sólo eso. Está, por otro lado, la cuestión de su padre...
-¿Qué pasa con su padre?
Nick sofocó una imprecación y de nuevo hizo ademán de entrar en la clase, pero en ese momento Miley preguntó con desdén:
-¿Es que los preocupa que haya estado en la cárcel?
-¡A mí me parece razón suficiente!
-¿Ah, sí? ¿Por qué?
-Cicely, siéntate y cierra la boca -soltó Francie Beecham-. La chica tiene razón, y estoy de acuerdo con ella. Si empiezas a pensar a tu edad, puede que te dé un sofoco.
La sala quedó por un instante sumida en un asombrado silencio; luego, de pronto, estalló un tumulto de risas. Los rústicos rancheros y sus hacendosas mujeres se partían de risa y se echaban las manos a la barriga mientras las lágrimas corrían por su cara. El señor Isby se puso tan colorado que su cara parecía casi púrpura; luego rompió a reír con una carcajada tan colosal que parecía una grulla histérica poniendo huevos, o eso le dijo Cicely Karr, que estaba también roja, pero de ira. El grandullón de Eli Baugh se cayó de la silla de tanto reírse. Cicely le quitó el sombrero de detrás de la silla y empezó a darle golpes en la cabeza con él. Eli siguió bramando de risa mientras intentaba cubrirse la cabeza con los brazos.
-¡A partir de ahora ya puedes ir a comprar aceite para el coche a otra parte! -le gritaba Cicely mientras seguía propinándole sombrerazos-. ¡Y la gasolina! ¡No quiero que ni tú ni ninguno de tus hombres volváis a pisar mi propiedad!
-Vamos, Cicely -balbució entre risas Eli al tiempo que intentaba recuperar su sombrero.
-¡Un poco de orden, amigos! -suplicó Harlon Keschel, a pesar de que parecía estar disfrutando de lo lindo del espectáculo que ofrecía Cicely golpeando a Eli con su propio sombrero. Todos los demás, por su parte, parecían estar pasándoselo en grande. O, mejor dicho, casi todos, pensó Miley al ver la cara crispada de Dottie Lancaster. De pronto se dio cuenta de que a aquella mujer le habría gustado que la despidieran, y se preguntó por qué. Siempre había intentado ser amable con Dottie, a pesar de que ella rechazaba cualquier acercamiento por su parte. ¿Había sido ella la que había visto la camioneta de Joe en su casa y había difundido el rumor? ¿Se dedicaba acaso a merodear por ahí de noche? En la carretera donde Miley vivía no había otras casas, de modo que nadie pasaba por allí para ir a visitar a un vecino.
El tumulto se había ido apagando, pero todavía se oía alguna risa dispersa por la sala. La señora Karr siguió mirando con cara de malas pulgas a Eli Baugh, al que por alguna razón había convertido en blanco de su furia, a pesar de que era Francie Beecham quien había desencadenado todo aquel alboroto. Incluso el señor Isby seguía sonriendo cuando tomó de nuevo la palabra.
-Vamos a ver si podemos retomar el debate, amigos.
Francie Beecham volvió a saltar.
-Me parece que ya hemos hablado bastante por hoy. La señorita Potter le está dando clases particulares a Joe Mackenzie para que pueda ir a la Academia de las Fuerzas Aéreas, y ya está. Yo haría lo mismo si siguiera enseñando.
El señor Hearst dijo:
-A mí me sigue pareciendo mal que...
-Pues entonces que use un aula. ¿Todo el mundo de acuerdo? -Francie miró a los demás miembros de la junta con expresión triunfante, y luego le hizo un guiño a Miley.
-Por mí, bien -dijo Eli Baugh, que estaba intentando enderezar su sombrero-. La Academia de las Fuerzas Aéreas ...Vaya, eso sí que es importante. Me parece que nadie de este condado ha ido nunca a una academia del ejército.
El señor Hearst y la señora Karr seguían oponiéndose, pero el señor Isby y Harlon Keschel se pusieron del lado de Francie y de Eli. Miley miraba fijamente el pasillo en penumbra, pero ya no veía nada. ¿Se habría ido él? El ayudante del sheriff volvió la cabeza para ver qué estaba mirando, pero tampoco vio nada y, tras encogerse ligeramente de hombros, se volvió hacia Miley y él también le guiñó un ojo. Miley estaba atónita. Aquella noche le habían guiñado los ojos más veces que en toda su vida. ¿Cómo debía tomarse aquellos guiños? ¿ Debía ignorarlos? ¿Se esperaba acaso que los devolviera? Las lecciones de buenas maneras de la tía Ardith no incluían el asunto de los guiños.
La reunión se disolvió entre bromas y risas, y algunos padres se quedaron un momento para estrecharle la mano a Miley y decirle que estaba haciendo un buen trabajo. Pasó media hora antes de que Miley pudiera recoger su abrigo y llegar a la puerta y, cuando por fin salió, el ayudante del sheriff la estaba esperando.
-La acompaño a su coche -dijo él con naturalidad-. Soy Clay Armstrong, el ayudante del sheriff.
-¿Cómo está? Miley Potter -contestó ella, tendiéndole la mano.
Él se la estrechó, y la manita de Miley desapareció en su manaza. Clay Armstrong llevaba el sombrero calado sobre el pelo castaño oscuro y rizado, pero a pesar de la sombra del ala, sus ojos azules brillaban. A Miley le cayó bien a primera vista. Era uno de esos hombres fuertes y tranquilos, firmes como una roca pero provistos de buen humor. El alboroto de la reunión lo había hecho reír a carcajadas.
-Todo el mundo en el pueblo la conoce. Aquí no vienen a vivir muchos forasteros, y menos una joven soltera del sur. El día que llegó, todo el condado oyó hablar de su acento. ¿No ha notado que las chicas de la escuela intentan imitar su acento?
-¿De veras? -preguntó Miley con sorpresa.
-Claro -Clay Armstrong aminoró el ritmo para ponerse a su paso mientras caminaban hacia el coche. El aire frío se echaba sobre Miley y le helaba las piernas, pero, en compensación, la noche era diáfana y cristalina, y mil estrellas titilaban en el cielo.
Llegaron al coche.
-¿Le importaría aclararme una cosa, señor Armstrong?
-Lo que quiera. Y llámame Clay.
-¿Por qué se ha enfadado tanto la señora Karr con el señor Baugh, y no con la señora Beecham? Fue la señora Beecham quien empezó todo.
-Cicely y Eli son primos hermanos. Los padres de Cicely murieron cuando ella era pequeña, y los padres de Eli la acogieron en su casa. Cicely y Eli son de la misma edad, así que crecieron juntos y se peleaban todo el tiempo como gatos salvajes. Todavía se pelean, supongo, pero algunas familias son así. A pesar de todo, están muy unidos.
Aquella clase de familia causaba perplejidad en Miley, pero parecía cómodo y agradable poder pelearse con alguien y saber que aun así te quería.
-Entonces, ¿le pegó por reírse de ella?
-Y porque con él podía enfadarse. Con la señorita Beecham nadie se enfada. Fue maestra de todos los adultos de este condado, y todos seguimos teniéndole mucho respeto.
-Eso suena muy bonito -dijo Miley sonriendo-. Espero estar todavía aquí cuando tenga su edad.
-¿También piensa seguir armando líos en la junta escolar?
-Eso espero -repitió ella.
Él se inclinó para abrirle la puerta del coche.
-Yo también lo espero. Tenga cuidado al volver a casa.
Cuando Miley montó en el coche, Clay cerró la puerta, se tocó con los dedos el ala del sombrero y se alejó.
Era un hombre agradable. La mayoría de los vecinos de Ruth eran agradables. Se equivocaban con Nick Mackenzie, pero en el fondo no eran mala gente.
Nick... ¿Dónde se habría metido?
Miley confiaba en que Joe no decidiera dejar de dar clases por culpa de aquello. Aunque sabía que era absurdo hacerse ilusiones, estaba cada vez más convencida de que sería aceptado en la Academia y se sentía extraordinariamente orgullosa de que fuera en parte gracias a ella. La tía Ardith habría dicho que cuanto más alto se sube, más dura es la caída, pero Miley pensaba a menudo que uno nunca se caía si primero no intentaba levantarse.
En más de una ocasión había replicado a aquel refrán de la tía Ardith con uno de su propia cosecha: de nada, nada se hace. A la tía Ardith la sacaba de sus casillas que su arma favorita se volviera contra ella. Miley suspiró. Echaba muchísimo de menos a su sarcástica tía. Su provisión de dichos y refranes acabaría enmoheciéndose por falta de uso ahora que no podía medir su ingenio con el de ella.
Cuando entró en el caminito de su casa, estaba cansada, hambrienta y nerviosa, y temía que, en un alarde de nobleza, Joe quisiera dejar las clases para no causarle más problemas.
-Voy a seguir dándole clases -masculló en voz alta mientras salía del coche-, aunque tenga que perseguirlo a caballo.
-¿A quién vas a perseguir a caballo? -preguntó Nick con aspereza, y Miley dio tal respingo que se golpeó la rodilla con la puerta del coche.
-¿De dónde sales? -preguntó con idéntica exasperación-. Maldita sea, me has asustado.
-Creo que no lo bastante. He aparcado en el granero, donde no se vea el coche.
Miley observó absorta su rostro cincelado e impenetrable. La luz incolora de las estrellas velaba sus rasgos angulosos, pero a ella le bastaba con eso. Hasta ese momento no se había dado cuenta de las ganas que tenía de volver a verlo, de sentir su sobrecogedora presencia. La sangre corría tan aprisa por sus venas que ya ni siquiera notaba el frío. Aquello era posiblemente lo que significaba «arder de deseo». Resultaba emocionante y en cierto modo pavoroso, pero Miley llegó a la conclusión de que le gustaba.
-Vamos dentro -dijo él al ver que ella no se movía, y Miley echó a andar en silencio hacia la puerta trasera. La había dejado abierta para no tener que andar a tiendas con la llave en la oscuridad, y Nick frunció el ceño cuando giró el picaporte y abrió.
Entraron y Miley cerró y encendió la luz. Nick se quedó mirando el sedoso pelo castaño que se le había escapado del moño, y tuvo que cerrar los puños para no tocarla.
-No vuelvas a dejar la puerta abierta -le advirtió.
-No creo que vayan a robarme -replicó ella, y luego añadió con sinceridad-: No tengo nada que un ladrón que se precie quiera robar.
Nick se había jurado no tocarla. Sabía lo difícil que iba a resultarle cumplir su promesa, pero no hasta qué punto. Deseaba zarandearla hasta que entrara en razón, pero sabía que si la tocaba no podría dominarse. El dulce olor de Miley excitaba sus sentidos, atrayéndolo hacia ella; olía a una fragancia cálida y delicada, tan femenina que hacía que todo su cuerpo se tensara de deseo. Finalmente, sin embargo, logró apartarse de ella, consciente de que a ambos les convenía guardar las distancias.
-No me refería a un ladrón.
-¿No? -Miley sopesó su pregunta y entonces se dio cuenta de lo que él había querido decir y de lo que ella había contestado. Se aclaró la garganta y se acercó al fogón, confiando en que Nick no se diera cuenta de que se había puesto colorada-. Si hago café, ¿te tomarás una taza o te irás hecho una furia en cuanto esté hecho, como el otro día?
Su ácido tono de reproche hizo gracia a Nick, que se preguntó cómo había podido pensar alguna vez que Miley era una mojigata. Su ropa podía estar pasada de moda, pero su carácter distaba mucho de ser apocado. Miley decía exactamente lo que pensaba y no vacilaba en increpar a quien fuera. Apenas una hora antes había dado la cara por él delante de todo el condado. Aquel recuerdo lo hizo serenarse.
-Me tomaré el café si insistes en hacerlo, pero preferiría que te sentaras y me escucharas.
Miley se dio la vuelta, se deslizó en una silla y juntó las manos remilgadamente sobre la mesa.
-Te escucho.
Nick apartó de la mesa otra silla y la puso de lado, frente a ella, antes de sentarse. Miley posó en él una mirada seria.
-Te he visto en el pasillo.
Él pareció contrariado.
-Maldita sea. ¿Me ha visto alguien más?
Le extrañaba que ella lo hubiera visto porque había sido muy cauteloso, y se le daba bien esconderse cuando no quería que lo vieran.
-Creo que no -Miley hizo una pausa-. Lamento que hayan dicho esas cosas.
-No me preocupa lo que la buena gente de Ruth piense de mí -dijo él con dureza-. Puedo vérmelas con ellos, y Joe también. Nuestro sustento no depende de esa gente, pero el tuyo sí. No vuelvas a dar la cara por nosotros, a menos que no te guste mucho tu trabajo y estés intentando perderlo, porque eso es lo que vas a conseguir si sigues así.
-No voy a perder mi trabajo por darle clases a Joe.
-Puede que no. Puede que se muestren tolerantes con Joe ahora que les has echado en cara lo de la Academia, pero conmigo es distinto.
-Tampoco voy a perder mi trabajo por ser amable contigo. Tengo un contrato -explicó ella con serenidad-. Un contrato blindado. No es fácil conseguir un profesor en un sitio tan pequeño y aislado como Ruth, sobre todo en pleno invierno. Podría perder mi empleo si me consideraran incompetente, o si infringiera la ley, y desafió a cualquiera a que demuestre que no hago bien mi trabajo.
Nick se preguntó si eso significaba que no descartaba infringir la ley, pero no se lo preguntó. La luz de la cocina caía directamente sobre la cabeza de Miley, envolviendo su pelo en un nimbo plateado cuyo brillo lo distraía a cada instante. Sabía que su pelo era castaño, pero era tan claro y ceniciento que no tenía reflejos rojizos, y cuando la luz le daba de lleno sus mechones parecían casi plateados. Era como un ángel, con sus suaves ojos azules, su piel traslúcida y su sedoso pelo, que se deslizaba desde el prieto moño para ensortijarse alrededor de su cara. Nick sintió un doloroso nudo en las entrañas. Deseaba tocarla. Deseaba sentirla desnuda bajo él. Deseaba hallarse dentro de ella, cabalgarla suavemente hasta que estuviera húmeda y tersa y le clavara las uñas en la espalda...
Miley alargó el brazo y puso su fina mano sobre la de él, mucho más grande, y hasta aquella leve caricia avivó el deseo de Nick.
-Cuéntame qué pasó -le pidió Miley con suavidad-. ¿Por qué te mandaron a la cárcel? Sé que no hiciste nada.
Nick era un hombre duro tanto por carácter como por necesidad, pero la sencilla y candorosa fe de Miley lo conmovió profundamente. Él siempre había estado solo, aislado de los blancos por su sangre india y de los indios por su sangre blanca. Ni siquiera se había sentido próximo a sus padres, a pesar del cariño que se habían profesado. Sus padres, en realidad, nunca lo habían conocido; nunca habían penetrado en sus pensamientos íntimos. Tampoco se había sentido unido a su esposa, la madre de Joe. Se acostaba con ella y le tenía afecto, pero también a ella la había mantenido a distancia. Sólo con Joe se había resquebrajado su reserva, y era Joe quien mejor lo conocía en el mundo. Él y su hijo, a quien quería con ferocidad, formaban parte el uno del otro. Tan sólo el recuerdo de Joe lo había mantenido vivo durante sus años en prisión.
Le causaba un profundo desasosiego que aquella mujercita blanca tuviera el don de tocar fibras sensibles que creía completamente aisladas. No quería que se acercara a él en ningún sentido que pudiera perturbar sus emociones. Quería acostarse con ella, no que le importara, y se enfurecía cuando se daba cuenta de que ya le importaba. Aquello no le gustaba nada.
Se quedó mirando la mano frágil de Miley, cuyo tacto era leve y delicado. Ella no rehuía tocarlo como si fuera algo sucio; pero tampoco lo manoseaba como hacían otras mujeres, vorazmente, deseosas de utilizarlo, de averiguar si el salvaje podría satisfacer sus ávidos y banales apetitos. Ella sólo había alargado la mano para tocarlo porque se preocupaba por él.
Observó cómo su mano giraba lentamente y envolvía la de Miley. rodeando sus pálidos y finos dedos entre la palma curtida como si quisiera protegerlos.
-Fue hace nueve años -su voz sonó baja y áspera, y Miley tuvo que inclinarse hacia delante para escucharlo-. No, casi diez. Hará diez años en junio. Joe y yo acabábamos de mudarnos aquí. Yo estaba trabajando en el rancho Media Luna. Una chica del condado de al lado fue violada y asesinada. Encontraron su cuerpo en la linde más alejada del Media Luna. Fueron a buscarme para interrogarme, pero la verdad es que me lo esperaba desde el momento en que me enteré de lo de la chica. Era nuevo aquí, y además indio. Pero no había pruebas contra mí, así que tuvieron que soltarme. Tres semanas después, violaron a otra chica. Ésta era del rancho Rocking L, justo al oeste del pueblo. La apuñalaron, como a la otra, pero sobrevivió. Había visto al violador -se detuvo un momento y la expresión de sus ojos negros pareció cerrarse al recordar aquellos años ya lejanos-. Dijo que parecía indio. Era moreno, con el pelo negro, y alto. No hay muchos indios altos por aquí. Volvieron a detenerme antes siquiera de que me enterara de que habían violado a otra chica. Me pusieron en una fila con seis blancos con el pelo negro. La chica me identificó, y me acusaron. Joe y yo vivíamos en el Media Luna, pero por alguna razón nadie recordaba haberme visto en casa la noche que violaron a la chica, excepto Joe, y la palabra de un crío indio de seis años no valía nada.
A Miley se le encogió el corazón al pensar en lo que aquello tenía que haber supuesto para él y para Joe, que entonces era sólo un niño. ¡Cuánto habría sufrido Nick pensando en lo que podía ocurrirle a su hijo! Ella no sabía qué podía decir para aliviar una indignación que duraba ya diez años, y prefirió no decir nada; se limitó a apretarle la mano para que supiera que no estaba solo.
-Me juzgaron y me declararon culpable. Tuve suerte porque no pudieron relacionarme con la primera violación, la de la chica a la que mataron, o me habrían linchado. Pero en realidad todo el mundo pensaba que lo había hecho yo.
-Fuiste a prisión -a Miley le costaba creerlo, aunque sabía que era cierto-. ¿Qué pasó con Joe?
-El estado se hizo cargo de él. Yo sobreviví a la cárcel. No fue fácil. Allí, a los violadores se los considera caza legal. Tuve que convertirme en el mayor hijo de puta del mundo sólo para sobrevivir de noche en noche.
Miley había oído historias acerca de lo que sucedía en las cárceles, y su angustia se hizo más intensa. Nick había sido encerrado, alejado de las montañas y del sol, del aire fresco y limpio, y ella sabía que aquello había tenido que ser como enjaular a un animal salvaje. Nick era inocente, pero pese a todo le habían arrebatado la libertad y a su hijo, y lo habían arrojado en prisión entre la escoria de la humanidad. ¿Habría dormido bien una sola vez en todo el tiempo que había pasado en la cárcel, o sólo se adormecía, con los sentidos siempre alerta, listo para atacar?
Miley tenía la garganta seca y tirante. Sólo logró musitar:
-¿Cuánto tiempo estuviste en prisión?
-Dos años -el rostro de Nick tenía una expresión dura; sus ojos parecían llenos de amenazas, pero Miley sabía que aquellas amenazas iban dirigidas hacia dentro, hacia sus amargos recuerdos, no hacia ella-. Luego consiguieron relacionar una serie de violaciones y asesinatos entre Casper y Cheyenne y atraparon al culpable. El tipo confesó, y hasta parecía orgulloso de sus hazañas, aunque estaba también un poco molesto porque no le hubieran concedido a él todo el mérito. Confesó las dos violaciones en esta zona, y dio detalles que sólo el violador podía conocer.
-¿Era indio?
Nick esbozó una sonrisa cruel.
-Italiano. Moreno de piel, con el pelo rizado.
-Entonces, ¿te soltaron?
-Sí. Mi nombre quedó limpio. Me dijeron que lo sentían y me dejaron libre. Había perdido a mi hijo, mi trabajo, todo lo que poseía. Averigüé dónde habían llevado a Joe y fui a buscarlo. Luego pasé una temporada trabajando en rodeos para ganar algún dinero, y tuve suerte. Me fue bastante bien. Gané lo suficiente para volver aquí con algo en el bolsillo. El dueño del Media Luna había muerto sin herederos y las tierras iban salir a subasta para pagar los impuestos. Me quedé sin un centavo, pero compré las tierras. Joe y yo nos establecimos aquí, y empecé a adiestrar caballos y a levantar el rancho.
-¿Por qué volviste? -Miley no lograba entenderlo. ¿Por qué regresar a un lugar donde lo habían tratado tan cruelmente?
-Porque estaba cansado de dar tumbos, sin tener nunca un sitio que pudiera llamar mío; cansado de que me miraran como a un indio vago y sucio; cansado de que mi hijo no tuviera un hogar. Y porque de ningún modo iba a dejarme vencer por esos bastardos.
El dolor de Miley se intensificó. Deseaba poder aliviar la ira y la amargura de Nick, atreverse a tomarlo en sus brazos para ofrecerle consuelo; deseaba que pudiera formar parte de la sociedad en lugar de ser una espina clavada en su costado.
-Bueno, no todos son hijos ilegítimos -dijo, y le pareció que la boca de Nick se torcía de pronto como si fuera a sonreír-, del mismo modo que no todos los indios son vagos y sucios. La gente es sólo gente, buena y mala.
-Tú necesitas alguien que te proteja -contestó él-. Con esa actitud de buenaza te vas a meter en un lío. Dale clases a Joe, haz lo que puedas por él, pero, por tu propio bien, mantente alejada de mí. Esa gente no cambió de opinión sobre mí porque me soltaran.
-Tú no has intentado hacerlos cambiar de opinión. Te has limitado a restregarles su culpa por las narices -señaló ella en tono ácido.
-¿Y qué quieres? ¿Que olvide lo que me hicieron? -preguntó él con la misma acritud-. ¿Que olvide que su justicia consistió en ponerme en una fila con seis blancos y decirle a la chica que señalara al indio? Pasé dos años en el infierno. Todavía no sé qué le pasó a Joe, pero cuando por fin lo recuperé pasó tres meses sin pronunciar palabra. ¿Olvidar eso? ¡Ni en sueños!
-Así que ellos no cambian de idea, tú no cambias de idea, y yo tampoco. Creo que estamos todos en tablas.
Nick la miró con rabia y de pronto pareció darse cuenta de que seguía dándole la mano. La soltó bruscamente y se levantó.
-Mira, no puedes ser amiga mía. No podemos ser amigos.
Miley se sintió helada y desvalida, con la mano vacía. Alzó la mirada hacia él y juntó las manos sobre el regazo.
-¿Por qué? Naturalmente, si no te gusto... -su voz se apagó, y bajó la cabeza para examinarse las manos como si nunca antes las hubiera visto.
¿No gustarle? Nick no podía dormir, tenía los nervios a flor de piel, se excitaba con sólo recordarla y pensaba en ella a todas horas. Se sentía físicamente tan frustrado que tenía la sensación de que iba a volverse loco, pero ni siquiera podía desfogarse con Julie Oakes o con cualquier otra mujer porque no lograba quitarse de la cabeza aquel pelo castaño, fino como el de un bebé, aquellos ojos azul pizarra y aquella piel traslúcida como pétalos de rosa. Luchaba a brazo partido por mantenerse alejado de ella, y sólo la certeza de que la buena gente de Ruth se volvería contra ella si la convertía en su mujer le impedía estrecharla entre sus brazos. A pesar de sus tercos principios, Miley no estaba preparada para afrontar el dolor y las dificultades que encontraría a su paso si eso llegaba a ocurrir.
Su frustración se desbordó de pronto, y se sintió lleno de ira por tener que alejarse de la única mujer a la que deseaba con locura. Sin darse cuenta de lo que hacía, alargó los brazos, asió a Miley por las muñecas y la hizo levantarse de un tirón.
-¡Maldita sea, entérate de una vez, no podemos ser amigos! ¿Quieres saber por qué? Porque no puedo estar a tu lado sin pensar en arrancarte la ropa y hacerte mía, allí donde estemos. ¡Demonios, ni siquiera sé si me pararía a desnudarte! Quiero tocar tus pechos, meterme tus pezones en la boca. Quiero que me rodees la cintura con las piernas, que pongas los tobillos sobre mis hombros, o que te pongas como quieras con tal de poder estar dentro de ti -la apretaba con tanta fuerza que su cálido aliento rozaba las mejillas de Miley mientras desgranaba sobre ella en voz baja aquellas ásperas palabras-. Por eso, cariño, es imposible que seamos amigos.
Miley sintió que las palabras de Nick comenzaban a desperezar sus sentidos y se estremeció. A pesar de que estaban llenas de ira, aquellas palabras dejaban claro que Nick sentía lo mismo que ella, y al mismo tiempo describían actos que ella sólo a medias podía imaginar. Era demasiado inexperta y espontánea como para ocultarle sus emociones, de modo que ni siquiera lo intentó. Sus ojos estaban llenos de un doloroso deseo. -Nick. .
Bastó con que dijera su nombre de aquel modo, con una leve inflexión de anhelo, para que él le apretara las muñecas con más fuerza.
-¡No!
-Yo... te deseo.
Aquella confesión, formulada en un trémulo susurro, dejaba a Miley completamente a su merced, y Nick lo sabía. De pronto empezó a maldecir para sus adentros. ¿Acaso no tenía aquella mujer ni pizca de sentido común? ¿No sabía lo que suponía para un hombre que la mujer a la que deseaba se le ofreciera de aquel modo, sin condiciones ni reticencias? Nick sentía que su cordura pendía de un hilo, pero se aferró a ella con determinación, consciente de que Miley no sabía lo que decía. Ella era virgen. Había recibido una educación estricta y anticuada, y tenía únicamente una vaga idea de lo que le estaba proponiendo.
-No digas eso -murmuró finalmente-.Ya te dicho que...
-Lo sé -lo interrumpió ella-. Soy demasiado inexperta para resultar interesante, y tú... tú no quieres que te usen como conejillo de indias. No lo he olvidado -Miley rara vez lloraba, pero en ese instante sentía la humedad salobre de las lágrimas quemándole los ojos.
Nick se ablandó al ver su expresión angustiada.
-Te mentí. ¡Dios, cómo te mentí!
De pronto perdió las riendas. Tenía que abrazarla, sentirla en sus brazos aunque fuera sólo un momento, saborear de nuevo su boca. Le alzó las muñecas y le hizo rodearle el cuello con las manos; luego inclinó la cabeza y la estrechó entre sus brazos, apretándola contra sí. Besó su boca, y la avidez con que respondió Miley inflamó aún más su deseo. Ella ya sabía qué debía hacer; abrió los labios y comenzó a acariciar con la lengua suavemente, con dulzura, la lengua de Nick. Eso se lo había enseñado él, lo mismo que le había enseñado a derretirse contra su cuerpo, y aquella certeza volvía a Nick casi tan loco corno el suave contacto de los pechos de Miley contra su torso.
Ella se sumergió en el éxtasis puro de hallarse de nuevo entre sus brazos, y las lágrimas que había estado conteniendo se deslizaron por sus pestañas. Aquello era demasiado doloroso, demasiado bello para ser simple lujuria. Si era amor, no sabía si podría soportarlo.
La boca de Nick, ávida y dura, le arrebataba largos y profundos besos que la hacían aferrarse a él, aturdida y ciega. La mano de Nick se movió con firmeza por su costado y se cerró sobre uno de sus pechos, y Miley sólo consiguió dejar escapar un quejido de placer, bajo y gutural. Los pezones le palpitaban, ardientes, y las caricias de Nick, que aplacaban su ansia y al mismo tiempo la avivaban, hacían que quisiera más y más. Deseaba que todo fuera como él se lo había descrito, ansiaba sentir su boca en los pechos y se retorcía febrilmente contra él. Se sentía vacía y necesitaba que él la colmara. Necesitaba que la hiciera suya.
Él levantó la cabeza bruscamente y le apretó la cara contra su hombro.
-Tengo que parar. Ahora mismo -dijo con voz ronca. Estaba tan excitado como un adolescente en el asiento trasero del coche de papá, y temblaba.
Mary sopesó un momento las advertencias de la tía Ardith y, al poner en el otro platillo de la balanza lo que sentía, llegó a la conclusión de que estaba enamorada de Nick; aquella mezcla de gozo y tormento no podía ser otra cosa.
-Yo no quiero parar- dijo con voz trémula-. Quiero que me ames.
-No. Soy indio, Miley. Tú eres blanca. La gente del pueblo te hará la vida imposible. Lo de esta noche no ha sido más que una muestra de lo que tendrías que soportar.
-¡Estoy dispuesta a arriesgarme! -gritó ella con desesperación.
-Yo no. Yo puedo aguantarlo, pero tú... tú dependes de tus principios, cariño. Y no puedo ofrecerte nada a cambio.
Si hubiera creído que había alguna posibilidad de vivir allí en paz, Nick habría asumido el riesgo, pero sabía que, tal y como estaban las cosas, aquello era imposible. Aparte de Joe, Miley era la única persona en el mundo a la que deseaba proteger, y apartarse de ella le parecía lo más duro que había tenido que hacer en toda su vida.
Miley apartó la cabeza de su hombro, dejando al descubierto sus mejillas mojadas.
-Sólo te quiero a ti.
-Pero yo soy lo único que no puedes tener. Ellos te harían pedazos -Nick bajó suavemente los brazos y se volvió para marcharse.
Miley intentó contener las lágrimas, y su voz sonó baja y crispada.
-Me arriesgaré.
Nick se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
-Yo no.
Miley lo vio marcharse nuevamente, y esta vez le resultó mucho más duro que la primera.
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