Miley se puso de pie y levantó la barbilla. Su boca tenía un mohín remilgado.
-No es necesario que se burle de mí, señor Mackenzie -dijo con calma, a pesar de que le costó un arduo esfuerzo modular la voz. Sabía que no era muy atractiva; no necesitaba que nadie se lo recordara con sarcasmo.
Por lo general, su propia insignificancia no la inquietaba. La había asumido como un hecho inalterable, como que el sol saliera por el este. El señor Mackenzie, sin embargo, la hacía sentirse extrañamente indefensa, y le resultaba sorprendentemente doloroso que le hubiera dicho tan a las claras lo poco atractiva que era.
Las cejas de Nick, rectas y negras, se juntaron sobre su nariz aguileña.
-No me estaba burlando de usted -replicó-. Hablaba muy en serio, señora. Quiero que se largue de mi montaña.
-Entonces me marcharé, por supuesto -contestó ella con firmeza-. Pero insisto en que no era necesario que se burlara de mí.
Él puso los brazos en jarras.
-¿Burlarme de usted? ¿Cómo?
El sonrojo cubrió la tez exquisita de Miley, pero sus ojos azul grisáceo no vacilaron.
-Sé que no soy una mujer atractiva, de ésas que despiertan los... eh... apetitos salvajes de los hombres.
Estaba hablando en serio. Diez minutos antes, Nick habría estado de acuerdo con ella en que era anodina, y bien sabía Dios que no vestía muy a la moda, pero no dejaba de asombrarlo que no pareciera darse cuenta de lo que significaba que él fuera indio, ni de lo que había querido decir con su sarcasmo, ni siquiera de que su cercanía le había producido una fuerte excitación. El pálpito de su sexo, todavía perceptible, le recordó que aquella excitación no se había disipado aún. Dejó escapar una áspera risotada carente de humor. ¿Por qué no darle un poco más de color a la vida de aquella mujer? Cuando oyera la verdad pura y dura, se largaría a todo correr de su montaña.
-No estaba bromeando, ni burlándome de usted -dijo, y sus ojos negros brillaron-. Tocarla así, estar tan cerca de usted que podía oler su dulzura, ha hecho que me excitara.
Ella lo miró con perplejidad.
-¿Que se excitara? -preguntó, pasmada.
-Sí -ella siguió mirándolo como si hablara otro idioma, y Nick añadió con impaciencia-: O que me ha puesto cachondo, como quiera decirlo.
Ella se apartó un mechón de pelo suave que había escapado de sus horquillas.
-Se está burlando otra vez de mí -le reprochó. Aquello era imposible. Ella nunca había puesto... Nunca había excitado a un hombre.
Nick estaba molesto, además de excitado. Había aprendido a dominarse férreamente cuando trataba ron blancos, pero aquella mujercita tan remilgada tenía algo que se le metía bajo la piel. Se sentía tan lleno de frustración que creía estar a punto de estallar. No pretendía tocarla, pero de pronto descubrió sus manos sobre la cintura de ella, atrayéndola hacia sí.
-Puede que necesite una demostración -dijo con voz baja y áspera, y se inclinó para besarla.
Miley empezó a temblar, aturdida por la impresión. Sus ojos se agrandaron hasta hacerse enormes mientras los labios de Nick se movían sobre los suyos. Él tenía los ojos cerrados. Miley veía cada una de sus pestañas, y por un instante le maravilló lo densas que eran. Luego él, que seguía agarrándola por la cintura, la apretó contra su cuerpo recio y Miley dejó escapar un gemido de sorpresa. Nick aprovechó que había abierto la boca para introducirle la lengua. Ella se estremeció otra vez y cerró los ojos despacio, al tiempo que un extraño calorcillo comenzaba a extenderse por su cuerpo. Aquella sensación placentera resultaba extraña, y era tan intensa que la asustaba. Un sinfin de sensaciones nuevas la asaltaban y la aturdían. Estaba la firmeza de los labios de Nick, su sabor embriagador, la turbadora intimidad de su lengua, que rozaba la suya como si la invitara a jugar. Notaba el calor de su cuerpo; sentía el olor cálido y almizclado de su piel. Tenía los suaves pechos apretados contra el torso plano y musculoso de Nick, y los pezones volvían a cosquillearle de aquella manera tan extraña y embarazosa.
De pronto, Nick levantó la cabeza y Miley abrió los ojos, desilusionada. La mirada negra de Nick parecía quemarla.
-Bésame tú -masculló él.
-No sé cómo -balbució Miley, todavía incapaz de creer que aquello estuviera sucediendo.
La voz de Nick sonaba casi gutural.
-Así -se apoderó otra vez de su boca, y esta vez ella abrió los labios de inmediato, ansiosa por franquearle la entrada a su lengua y sentir de nuevo aquel placer extraño y ondulante. Él ciñó sus labios con fiero placer al tiempo que le enseñaba cómo debía devolverle la presión. Su lengua tocó de nuevo la de ella, y esta vez Miley respondió tímidamente, saliendo al paso del asalto de Nick con leves caricias propias. Era demasiado inexperta para comprender lo que significaba su rendición, pero la respiración de Nick se hizo más rápida y somera, y su beso más ávido y más urgente.
Una excitación aterradora, que iba más allá del simple placer, se extendió por el cuerpo de Miley, convirtiéndose en ansia. Ya no tenía frío. Ardía por dentro y su corazón latía tan fuerte que sentía cómo le golpeaba las costillas. Así que a aquello se refería él cuando decía que lo había puesto cachondo. Ella también estaba cachonda, y la asombraba pensar que él pudiera sentir aquel mismo anhelo ansioso, aquel portentoso deseo. Profirió un sonido débil e involuntario y se arrimó más a él, no sabiendo cómo dominar las sensaciones que los diestros besos de Nick agitaban en ella.
Nick le apretó la cintura y un ruido áspero y bajo resonó en su garganta. Luego la levantó en brazos, la apretó contra sí y pegó las caderas de Miley a las suyas para mostrarle en qué estado se hallaba.
Miley no sabía que aquello podía ser así. Ignoraba que el deseo pudiera producir aquel ardor, pudiera hacerle olvidar las advertencias de tía Ardith acerca de los hombres y de las porquerías que les gustaba hacerles a las mujeres. Miley había llegado por su cuenta a la muy juiciosa conclusión de que aquellas cosas no podían ser porquerías, o las mujeres no las consentirían, pero pese a todo nunca había coqueteado o intentado buscar novio. Los hombres que había conocido en la universidad y en el trabajo le habían parecido personas normales, no aviesos sátiros; se sentía a gusto con ellos, y a algunos incluso los consideraba sus amigos. Lo que sucedía era, sencillamente, que ella no era sexy. Ningún hombre había echado la puerta abajo para salir con ella; ni siquiera se había molestado en marcar su número de teléfono, de modo que su relación con el sexo masculino no la había preparado para la fortaleza de los brazos de Nick Mackenzie, para el ansia de sus besos o para la dureza de su miembro, que él apretaba contra su pubis. Y tampoco había sospechado nunca que ella pudiera desear algo más.
Cerró inconscientemente los brazos alrededor del cuello de Nick y empezó a restregarse contra él, presa de una frustración creciente. Sentía el cuerpo en llamas, vacío, tirante y ansioso al mismo tiempo, y carecía de la experiencia necesaria para dominarse. Aquellas sensaciones, extrañas para ella, eran como una ola que ahogaba su mente y colapsaba sus neuronas.
Nick echó la cabeza hacia atrás y apretó los dientes mientras intentaba dominarse. Bajó la mirada hacia ella y un fuego negro iluminó sus ojos. Sus besos habían dejado los suaves labios de Miley rojos e hinchados, y un rosa delicado coloreaba su piel de porcelana traslúcida. Ella abrió los párpados pesadamente y lo miró despacio. El pelo castaño claro se le había soltado por completo del moño, y caía, sedoso, alrededor de su cara y de sus hombros. Su semblante traslucía deseo; estaba despeinada y sofocada, como si Nick hubiera hecho algo más que besarla, y así era, en efecto, en su imaginación. La notaba ligera y delicada entre sus brazos, a pesar de que Miley se restregaba contra él con un ansia semejante a la suya.
Podría llevársela a la cama en ese mismo instante. Sabía que estaba muy excitada. Pero, cuando lo hiciera, sería porque ella hubiera tomado la decisión conscientemente, no porque estuviera tan turbada que ni siquiera sabía lo que hacía. Su falta de experiencia resultaba evidente. Hasta había tenido que enseñarle a besar... Su pensamiento se detuvo tan bruscamente como si hubiera chocado contra una pared, y de pronto comprendió lo que significaba la inexperiencia de Miley. ¡Dios santo, era virgen!
Aquella idea le dio vértigo. Miley lo estaba mirando con aquellos ojos azul grisáceo, a un tiempo inocentes e inquisitivos, lánguidos y llenos de deseo, como si esperara que diera el siguiente paso. No sabía qué hacer. Tenía los brazos cerrados en torno a su cuello, su cuerpo se apretaba con fuerza contra el de él, y sus piernas se habían separado un poco para permitir que Nick encontrara acomodo entre ellas, y ella aguardaba porque ignoraba cómo proceder. Nunca la habían besado. Ningún hombre había tocado aquellos pechos suaves,
ni se había metido sus pezones en la boca. Ningún hombre la había amado.
Con los ojos todavía fijos en ella, Nick se tragó el nudo que amenazaba con asfixiarlo.
-Dios Todopoderoso, señora, esto casi se nos va de las manos.
Ella parpadeó.
-¿Sí? -su tono era remilgado; sus palabras, claras; pero sus ojos seguían teniendo aquella mirada brumosa.
Nick dejó que el cuerpo de Miley se deslizara por el suyo lentamente, porque no quería soltarla, y con delicadeza, porque sabía que tenía que hacerlo, hasta que la dejó otra vez en el suelo. Ella desconocía las consecuencias que podía tener aquello, pero él no. Él era Nick Mackenzie, el mestizo, y ella era la maestra. Los buenos ciudadanos de Ruth no querrían que tratase con él; estaba a cargo de sus hijos adolescentes, sobre cuya moral, todavía titubeante, ejercía una influencia desmedida. Ningún padre querría que su hija, adolescente e impresionable, recibiera enseñanzas de una mujer que estaba liada con un indio que había estado en la cárcel. ¡Cielo santo, pero si hasta podía seducir a sus hijos! Los antecedentes penales de Nick podían pasarse por alto, pero su origen racial jamás.
De modo que tenía que apartarse de ella, por más que deseara llevársela a su cuarto y enseñarle lo que pasaba entre un hombre y una mujer.
Ella seguía colgada de su cuello, con los dedos escondidos entre el pelo de su nuca. Parecía incapaz de moverse. Nick la agarró de las muñecas y le apartó las manos.
-Será mejor que vuelva luego.
Una voz desconocida se introdujo en el ensueño de Miley, poblado por sensaciones recién descubiertas. Se apartó, sofocada, y se giró para mirar al recién llegado. Junto a la puerta de la cocina había un chico alto y moreno, con el sombrero en la mano.
-Perdona, papá. No quería interrumpir.
Nick se apartó de ella.
-Quédate. De todos modos, ha venido a verte a ti.
El chico la miró extrañado.
-Cualquiera lo diría.
Nick se limitó a encogerse de hombros.
-Es la señorita Miley Potter, la profesora nueva. Señorita Potter, mi hijo Joe.
A pesar de que estaba azorada, a Miley le extrañó que la llamara «señorita Potter» después de los instantes de intimidad que acababan de compartir. Pero él parecía tan tranquilo y comedido como si aquello no lo hubiera afectado en absoluto. Ella, en cambio, todavía sentía la vibración discordante de cada uno de sus nervios. Quería lanzarse en sus brazos y rendirse a aquel fuego que todo lo rodeaba.
Se quedó, sin embargo, allí parada, con los brazos tiesos junto a los costados y la cara colorada, y se obligó a mirar a Joe Mackenzie. Había ido a ver al chico; no podía olvidarlo. Mientras su turbación se disipaba, se fue dando cuenta de que Joe se parecía mucho a su padre. Tenía sólo dieciséis años, pero medía ya un metro ochenta y la anchura de sus hombros, todavía inmaduros, auguraba que algún día llegaría a igualar a Nick en estatura y fortaleza. Su cara de poderosa estructura ósea y expresión altiva, y sus rasgos cincelados con precisión, parecían una versión rejuvenecida del rostro de Nick. Era tranquilo y comedido, demasiado quizá para un chaval de dieciséis años, y sus ojos eran de un extraño azul claro y brillante. Aquellos ojos parecían contener algo indomable, y también una especie de amarga resignación y un conocimiento que lo hacían parecer mayor. Era sin duda el hijo de su padre.
Miley no pensaba darse por vencida con él. Le tendió la mano.
-Me gustaría hablar contigo, Joe.
El chico mantuvo su expresión distante, pero cruzó la cocina para estrecharle la mano.
-No sé por qué.
-Has dejado el colegio -aquella afirmación no requería constatación, pero Joe asintió con la cabeza. Miley respiró hondo-. ¿Puedo preguntar por qué?
-No se me había perdido nada allí.
A Miley la molestó aquella aseveración lisa y serena. No percibía en aquel extraño muchacho incertidumbre alguna. Tal y como Nick había dicho, Joe había tomado una decisión y no pensaba cambiar de idea. Intentó pensar en otro modo de abordar la cuestión, pero la voz profunda y calmosa de Nick se interpuso en su camino.
-Señorita Potter, pueden seguir hablando cuando se haya cambiado de ropa. Joe, ¿no tienes por ahí algún pantalón viejo que pueda servirle?
Miley vio, asombrada, que el chico la miraba de arriba abajo con ojo experto.
-Creo que sí. Quizá los que me ponía cuando tenía diez años -sus ojos azules y diamantinos brillaron un instante, burlones, y Miley tensó la boca remilgadamente. ¿Por qué se empeñaban los Mackenzie en hacer notar su falta de atractivo?
-Calcetines, camisa, botas y chaqueta -añadió Nick a la lista-. Las botas le quedarán grandes, pero con dos pares de calcetines no se le saldrán.
-Señor Mackenzie, le aseguro que no necesito cambiarme de ropa. Con lo que llevo puesto me bastará hasta que llegue a casa.
-No, nada de eso. Hoy la temperatura máxima será de unos diez grados bajo cero. No va a salir usted de esta casa con las piernas desnudas y esos estúpidos zapatos.
¿Aquellos zapatos tan juiciosos eran de pronto estúpidos? Miley sintió el impulso de salir en defensa de sus zapatos, pero recordó de inmediato que la nieve se le había metido dentro y le había helado los pies. Lo que en Savannah era sensato en invierno resultaba descabellado en Wyoming.
-Muy bien -dijo, pero sólo porque, a fin de cuentas, era lo más juicioso. Aun así, la incomodaba aceptar la ropa de Joe, aunque fuera por poco tiempo. Nunca se había puesto la ropa de otra persona; ni siquiera siendo adolescente había intercambiado blusas o sudaderas con sus amigas. A la tía Ardith aquellas confianzas le parecían de mala educación.
-Yo iré a echarle un vistazo a su coche mientras se cambia -Nick se puso la chaqueta y el sombrero sin molestarse en mirarla y salió.
-Por aquí -dijo Joe, indicándole que lo siguiera. Miley echó a andar tras él, y Joe giró la cabeza-. ¿Qué le ha pasado a su coche?
-Se le soltado un manguito del agua.
-¿Dónde está?
Ella se detuvo.
-En la carretera. ¿No lo has visto al subir? -de pronto se le ocurrió una idea espantosa. ¿Se habría despeñado su coche montaña abajo?
-He subido por la cara delantera de la montaña. No es tan empinada -de nuevo parecía burlón-. ¿De veras ha intentado subir por la carretera de atrás en coche, usted que no está acostumbrada a conducir con nieve?
-No sabía que ésa era la carretera de atrás. Pensaba que era la única que había. ¿Es que no habría podido subir? Llevo neumáticos antinieve.
-Tal vez.
Miley notó que no parecía muy seguro de sus habilidades, pero no dijo nada porque ella tampoco se sentía muy segura de sí misma. Joe la condujo a través de un cuarto de estar rústico pero cómodo y por un corto pasillo, hasta llegar a una puerta abierta.
-Mi ropa vieja está guardada en el trastero, pero no tardaré en sacarla. Puede cambiarse aquí. Es mi cuarto.
-Gracias -murmuró ella al entrar en la habitación.
El dormitorio de Joe era tan rústico como el cuarto de estar, con sus vigas al aire y sus gruesas paredes de madera. No había nada en aquella habitación que indicara que pertenecía a un adolescente: ni equipación deportiva de ninguna clase, ni ropa por el suelo. En un rincón había una silla de respaldo recto. Junto a la cama, las estanterías se extendían del suelo al techo.
Saltaba a la vista que las baldas estaban hechas a mano, pero sin embargo no eran toscas. Habían sido pulidas, lijadas y barnizadas. Estaban atestadas de libros, y la curiosidad empujó a Miley a examinar los títulos.
Tardó un momento en darse cuenta de que todos ellos estaban relacionados de un modo u otro con la aviación, desde los experimentos aeronáuticos de Da Vinci a Kitty Hawk, pasando por la exploración del espacio. Había libros sobre bombarderos, cazas, helicópteros, aviones-radar, reactores y aviones cisterna; libros sobre combates aéreos de todas las guerras desde que los pilotos se dispararon por primera vez con pistolas en la Primera Guerra Mundial; libros sobre aeronaves experimentales, sobre tácticas de combate, sobre diseño de alas y motores.
-Aquí tiene la ropa Joe entró sin hacer ruido y dejó la ropa sobre la cama. Miley lo miró, pero el chico no se inmutó.
-Te gustan los aviones -dijo, y se avergonzó de su propia banalidad.
-Sí, me gustan -admitió él sin inflexión en la voz.
-¿Has pensado en dar clases de vuelo?
-Sí -sin embargo, no añadió nada más a aquella seca respuesta. Se limitó a salir de la habitación cerrando la puerta tras él.
Miley estuvo pensando mientras se quitaba lentamente el vestido y se ponía la ropa que le había llevado Joe. Aquellos libros no indicaban mero interés por la aviación, sino una auténtica obsesión. Las obsesiones eran cosas curiosas; las insanas podían destrozarle a uno la vida; otras, en cambio, impulsaban a algunas personas a alcanzar estratos más elevados de la existencia, las hacían brillar con luz más fuerte, arder con un fuego más intenso, y en caso de que no fueran alimentadas, hacían que se fueran marchitando y que sus vidas se consumieran por inanición del espíritu. Si estaba en lo cierto, acababa de encontrar un modo de llegar hasta Joe y hacerlo volver al colegio.
Los vaqueros le quedaban bien. Irritada al comprobar de nuevo que tenía la figura de un niño de diez años, se puso la camisa de franela, que le quedaba grande, y se la abrochó. Luego se la arremangó por encima de las manos. Tal y como Nick había dicho, las botas, muy gastadas, le quedaban grandes, pero los dos pares de calcetines le acolchaban lo suficiente los pies como para que no se le salieran por los talones. Daban un calorcito delicioso, y Miley resolvió arañar dinero de aquí y de allá hasta que pudiera comprarse un buen par de botas.
Joe estaba echando leña al fuego de la enorme chimenea de piedra cuando entró, y una leve sonrisa tensó su boca al verla.
-Le aseguro que no se parece usted nada a la señorita Langdale, ni a ninguna otra maestra que haya conocido.
Ella juntó las manos.
-La apariencia no tiene nada que ver con la capacidad. Soy muy buena profesora..., aunque parezca un niño de diez años.
-De doce. Yo me ponía esos pantalones cuando tenía doce años.
-Menudo consuelo -él se echó a reír y Miley se sintió satisfecha porque tenía la sensación de que ni Joe ni su padre se reían mucho-. ¿Por qué dejaste el colegio?
Había aprendido que, si se repetían una y otra vez las mismas preguntas, a menudo se obtenían respuestas distintas y al final se terminaban las evasivas y acababa aflorando la verdad. Joe, sin embargo, se quedó mirándola con fijeza y volvió a darle la misma respuesta.
-No se me había perdido nada allí.
-¿No tenías nada más que aprender?
-Soy indio, señorita Potter. Un mestizo. Lo que he aprendido lo he aprendido solo.
Miley se quedó callada un momento.
-¿La señora Langdale no...? -se detuvo, no sabiendo cómo formular la pregunta siguiente.
-Yo era invisible -la voz juvenil de Joe sonó ásperamente-. Desde que empecé a ir al colegio. Nadie se molestaba en explicarme nada, en hacerme preguntas, ni en contar conmigo para nada. Hasta me extrañaba que me corrigieran los trabajos.
-Pero eras el primero de tu clase.
Él se encogió de hombros.
-Me gustan los libros.
-¿No echas de menos el colegio? ¿Aprender?
-Puedo leer sin ir al colegio, y si me quedo aquí todo el día puedo ayudar a mi padre. Sé mucho de caballos, señora, tal vez más que cualquiera de por aquí, excepto mi padre, y eso no lo aprendí en la escuela. Este rancho será mío algún día. Mi vida está aquí. ¿Para qué iba a perder el tiempo yendo al colegio?
Miley respiró hondo y sacó el as que tenía en la manga.
-Para aprender a volar.
Joe no pudo impedir que en sus ojos apareciera un brillo ávido que, sin embargo, se extinguió de inmediato.
-En el instituto de Ruth no puedo aprender a volar. Puede que algún día dé clases.
-No me refería a clases de vuelo. Me refería a la Academia de las Fuerzas Aéreas.
La tez broncínea de Joe palideció de repente. Esta vez, Miley no distinguió un brillo de avidez, sino un deseo profundo y angustiado cuya fuerza la impresionó como si Joe acabara de vislumbrar un atisbo del cielo. Él giró la cabeza y de pronto pareció más mayor.
-No intente engañarme. Eso es imposible.
-¿Por qué? He visto tu expediente. Tu nota media es bastante alta.
-Pero he dejado el colegio.
-Puedes volver.
-¿Con el tiempo que he perdido? Tendría que repetir curso, y no pienso quedarme sentado de brazos cruzados mientras esos capullos me llaman indio estúpido.
-No has perdido tanto tiempo. Yo podría darte clases, ponerte al día. Así podrías empezar el último curso en otoño. Soy profesora titulada, Joe, y para que lo sepas tengo excelentes credenciales. Puedo darte todas las clases particulares que quieras.
Joe agarró un atizador y clavó su punta en un leño del que salió volando una lluvia de chispas.
-¿Y de qué serviría? -masculló-. La Academia no es una universidad en la que uno hace un examen de ingreso, paga la matrícula y entra.
-No. Lo normal es que te recomiende un congresista de tu estado.
-Sí, ya, pero no creo que ningún congresista vaya a recomendar a un indio. Los indios estamos en los últimos puestos de la lista de gente a la que está de moda ayudar. O en el último, mejor dicho.
-Me parece que le das demasiada importancia a tu origen -dijo Miley con calma-. Puedes echarle la culpa de todo al hecho de ser indio o puedes seguir adelante con tu vida. No puedes hacer nada para impedir que los demás reaccionen como lo hacen, pero sí que puedes cambiar el modo en que reaccionas tú. No tienes ni idea de qué hará un congresista, así que ¿por qué tiras la toalla sin intentarlo siquiera? ¿Acaso eres un perdedor?
Él se irguió; sus ojos claros tenían una expresión feroz.
-Creo que no.
-Entonces, ya va siendo hora de averiguarlo, ¿no crees? ¿Deseas volar lo bastante como para luchar por ese privilegio? ¿O quieres morirte sin saber siquiera lo que es sentarse en la cabina de un avión?
-No se anda usted con chiquitas, señora -musitó Joe.
-A veces hace falta darle un palo en la cabeza a la gente para que reaccione. ¿Tienes agallas para intentarlo?
-Pero ¿y usted? A la gente de Ruth no le hará ninguna gracia que me dedique tanto tiempo. Lo tendría muy crudo si estuviera solo, pero estando mi padre, lo tengo el doble de crudo.
-Si a alguien lo molesta que te dé clases particulares, le pondré las cosas claras -dijo ella con firmeza-. Entrar en la Academia es un honor, y ésa es nuestra meta. Si dejas que te dé clases, me pondré a escribir a los congresistas de Wyoming inmediatamente. Creo que ya va siendo hora de que tu origen racial juegue a tu favor.
Resultaba asombroso lo altivo que podía parecer aquel rostro tan joven.
-No quiero ese honor si sólo me lo dan porque soy indio.
-No seas ridículo -lo reprendió ella-. No van a aceptarte en la Academia sólo porque seas medio indio. Pero si el hecho de que lo seas atrae el interés de los políticos, por mí estupendo. Así tendrán más presente tu nombre.
Pero el superar las pruebas de admisión sólo dependerá de ti.
Joe se pasó la mano por el pelo negro; luego se acercó a la ventana, inquieto, y se quedó mirando el blanco paisaje.
-¿De veras cree que es posible?
-Claro que es posible. No es seguro, pero es posible. ¿Podrás volver a mirarte al espejo si no lo intentas? ¿Si no lo intentamos?
Miley ignoraba qué había que hacer para que un congresista se interesara por un alumno y recomendara su ingreso en la Academia, pero estaba dispuesta a escribir una vez por semana a cuantos senadores y representantes por Wyoming hubiera en el Congreso hasta que lo averiguara.
-Si aceptara, tendría que ser por la noche. Aquí tengo mucho trabajo.
-Por la noche me viene bien. Hasta a medianoche me parecería bien, con tal de que vuelvas al colegio.
Él le lanzó una mirada inquisitiva.
-Habla en serio, ¿verdad? De veras le importa que haya dejado el instituto.
-Claro que me importa.
-Aquí no hay claro que valga. Ya se lo he dicho, a ningún profesor le importaba que apareciera por clase.
Seguramente se alegraban de que no fuera.
-Bueno -dijo ella con su voz más enérgica-, pues a mí sí me importa. Me dedico a la enseñanza, y si no puedo enseñar y sentir al mismo tiempo que estoy haciendo algo que vale la pena, pierdo parte de lo que soy. ¿No es eso lo que sientes tú respecto a volar? ¿Que tienes que hacerlo o te morirás?
-Lo deseo tanto que me hace sufrir -reconoció él con voz áspera.
-He leído en alguna parte que volar es como lanzar tu alma al cielo y correr para alcanzarla mientras cae. -No creo que la mía se cayera -murmuró Joe mientras miraba el cielo claro y frío.
Lo miraba absorto, como si el paraíso le hiciera señas desde lo alto, como si pudiera contemplarlo eternamente. Quizá estuviera imaginándose allá arriba, libre y salvaje, con una máquina poderosa rugiendo bajo él, subiendo cada vez más alto. Luego se estremeció, sacudiéndose visiblemente aquel ensueño, y se volvió hacia ella. -Está bien, profesora, ¿cuándo empezamos? -Esta noche. Ya has perdido bastante tiempo. -¿Cuánto tardaré en ponerme al día?
Ella le lanzó una mirada mordaz.
-¿Ponerte al día? Los vas a dejar atrás. El tiempo que tardes depende de lo que te esfuerces.
Sí, señora -dijo él, y sonrió un poco.
Miley pensó que de pronto parecía otra vez más joven, más niño. Era, en todos los sentidos, mucho más maduro que los chavales de su edad que iban a las clases de Miley, pero parecía que acababan de quitarle un gran peso de encima. Si volar significaba tanto para él, ¿qué había sentido al condenarse a un futuro que le negaba su mayor deseo?
-¿Puedes estar en mi casa a las seis? ¿O prefieres que venga yo aquí? -Miley pensó en aquella carretera de noche y con nieve y se preguntó si sería capaz de llegar si Joe prefería que fuera ella al rancho.
-Como no está acostumbrada a conducir con tanta nieve, iré yo a su casa. ¿Dónde vive?
-Baja por la carretera de atrás y gira a la izquierda. Es la primera casa a la izquierda -se quedó pensando un momento-. Bueno, creo que en realidad en la única que hay.
-Sí. No hay más casas en ocho kilómetros a la redonda. Es la vieja casa de los Witcher.
-Eso me han dicho. La junta escolar ha sido muy amable por proporcionarme un lugar donde vivir.
Joe parecía poco convencido.
-Será que no tenían otro modo de conseguir una profesora a mitad de curso.
-Bueno, en cualquier caso se lo agradezco -dijo ella con firmeza, y miró por la ventana-. ¿No debería haber vuelto ya tu padre?
-Depende de lo que se haya encontrado. Si puede, arreglará el coche allí mismo. Mire, ahí viene.
La camioneta negra se detuvo rugiendo delante de la casa y Nick se bajó de ella. Subió al porche, dio unos zapatazos para quitarse la nieve de las botas y abrió la puerta. Su mirada fría y negra brilló un instante sobre su hijo y luego sobre Miley. Sus ojos se agrandaron levemente mientras examinaba las esbeltas curvas que dejaban al descubierto los viejos vaqueros de Joe, pero no hizo ningún comentario al respecto.
-Recoja sus cosas -le dijo a Miley-. Tengo un manguito de sobra que sirve para su coche. Se lo pondremos y la llevaré a casa.
-Puedo ir en mi coche -contestó ella-. Pero gracias por tomarse tantas molestias. ¿Cuánto es el manguito? Quiero pagárselo.
-Considérelo una muestra de amabilidad vecinal hacia una recién llegada. Aun así, la llevaremos a casa.
Prefiero que aprenda a conducir con nieve en otro sitio, no en mi montaña.
Su rostro atezado parecía inexpresivo, como siempre, pero Miley tuvo la sensación de que había tomado una decisión y no pensaba dar su brazo a torcer. Fue a buscar su vestido a la habitación de Joe y el resto de sus cosas a la cocina. Cuando regresó al cuarto de estar, Nick le dio una gruesa trenca para que se la pusiera. Miley se la puso. La trenca le llegaba casi hasta las rodillas, y las mangas le tapaban totalmente las manos, de modo que tenía que ser de él.
Joe había vuelto a ponerse la chaqueta y el sombrero.
-Listos.
Nick miró a su hijo.
-¿Ya habéis hablado?
El chico asintió con la cabeza.
-Sí -miró a su padre a los ojos con fijeza-. Va a darme clases particulares. Voy a intentar entrar en la Academia de las Fuerzas Aéreas.
-Tú decides. Pero asegúrate de que sabes en lo que te estás metiendo.
-Tengo que intentarlo.
Nick asintió con la cabeza una vez, y la discusión quedó zanjada. Abandonaron el calor de la casa y Miley, que iba emparedada entre ellos, sintió de nuevo con asombro aquel frío áspero y despiadado. Se encaramó de buena gana a la camioneta, que tenía el motor encendido, y la ráfaga de aire caliente que despedían las rejillas de la calefacción le pareció deliciosa.
Nick se montó tras el volante y Joe se sentó a su lado, de modo que ella quedó atrapada entre sus cuerpos. Se sentó remilgadamente, con las manos juntas, y colocó los pies uno al lado del otro mientras empezaban a bajar hacia un enorme granero de cuyos flancos salían, como largos brazos, sendos establos. Nick se bajó y entró en el granero. Medio minuto después, regresó con un trozo de grueso manguito negro.
Cuando llegaron al coche, padre e hijo se bajaron y metieron la cabeza bajo el capó levantado, pero Nick le dijo a Miley con aquel tono que no admitía protestas, y que ella ya había aprendido a reconocer, que se quedara en la camioneta. Nick Mackenzie era muy autoritario, de eso no cabía duda, pero a Miley le gustaba su relación con Joe. Había entre ellos un sólido respeto.
Miley se preguntaba si de veras la gente del pueblo era tan hostil con los Mackenzie por la sencilla razón de que eran medio indios. Recordó algo que había dicho Joe, algo acerca de que ya lo tendría bastante crudo si estuviera él solo, pero más aún por causa de Nick. ¿Qué pasaba con Nick? Aquel hombre la había rescatado de una situación desagradable, incluso peligrosa, se había esforzado por reconfortarla, y encima le estaba reparando el coche.
Además, la había besado hasta dejarla aturdida.
Sintió que le ardían las mejillas al acordarse de aquellos besos ansiosos. Pero no, aquellos besos y su recuerdo generaban en realidad un acaloramiento de otra clase. Se había puesto colorada porque su propia conducta le parecía tan espantosa que apenas se atrevía a pensar en ella. Nunca (¡nunca!) había sido tan atrevida con un hombre. Aquello era totalmente impropio de su carácter.
A la tía Ardith le habría dado un síncope de haber sabido que su sobrina, aquella joven tan formal, había dejado que un desconocido le metiera la lengua en la boca. Aquello tenía que ser muy poco higiénico, aunque a decir verdad también producía una exaltación intensa y elemental.
Todavía le ardía la cara cuando Nick volvió a la camioneta, pero él ni siquiera la miró.
-Ya está arreglado. Joe va a ir detrás de nosotros.
-Pero ¿no necesita el coche más agua y anticongelante?
Él la miró con extrañeza.
-Llevaba una lata de anticongelante en la parte de atrás de la camioneta. ¿Es que no me ha visto sacarla? Miley se sonrojó de nuevo. No había prestado atención; estaba absorta reviviendo sus besos. El corazón le palpitaba con fuerza y la sangre le corría a toda prisa. No sabía cómo enfrentarse a aquella turbación tan extraña para ella.
Lo más sensato sería hacer como si no existiera, pero ¿era posible ignorar algo así?
Nick cambió de marcha y su pierna recia rozó la de Miley. De pronto, ella se dio cuenta de que seguía sentada en medio del asiento.
-Voy a quitarme de en medio -se apresuró a decir, y se deslizó hasta la ventanilla.
A Nick le gustaba sentirla sentada a su lado, tan cerca que sus brazos y sus piernas se tocaban cada vez que cambiaba de marcha, pero no se lo dijo. En la casa habían estado a punto de perder el control, y no quería que aquello volviera a ocurrir. Aquel asunto con Joe lo preocupaba, y Joe era más importante para él que el estrechar a una mujer cálida y suave entre sus brazos.
-No quiero que Joe lo pase mal por culpa de sus buenas intenciones -dijo con una voz baja y tersa que hizo dar un respingo a Miley, y al instante comprendió la advertencia que ocultaban sus palabras-. ¡La Academia de las Fuerzas Aéreas! Eso es escalar muy alto para un chaval indio, y hay mucha gente esperando para pisarle los dedos.
Si pretendía intimidarla, fracasó. Miley se volvió hacia él con la cabeza bien alta. Sus ojos echaban chispas.
-Señor Mackenzie, no le he prometido a Joe que vaya a entrar en la Academia. Él lo sabe. Sus notas son lo bastante buenas como para que obtenga la recomendación, pero ha dejado el instituto. No tiene ninguna oportunidad a menos que vuelva a clase y consiga las calificaciones que necesita. Eso es lo que le he ofrecido: una oportunidad.
-¿Y si no lo consigue?
-Quiere intentarlo. Y, aunque no sea aceptado, por lo menos sabrá que lo ha intentado, y tendrá un título.
-Para hacer lo que podría hacer sin necesidad de un título.
-Tal vez. Pero el lunes empezaré a informarme sobre el procedimiento y las calificaciones que se necesitan, y me pondré a mandar cartas. Hay mucha competencia para entrar en la Academia.
-A la gente del pueblo no le gustará que le dé clases a Joe.
-Eso me ha dicho -su cara adquirió de nuevo aquella expresión obstinada y cursi-. Pero el que se atreva a quejarse me va a oír. Usted deje que yo me encargue de ellos, señor Mackenzie.
Siguieron bajando por montaña que a ella le había costado tanto subir. Nick guardó silencio el resto del camino, y Miley también. Pero, al detenerse delante de la vieja casa donde ella vivía, Nick apoyó las manos enguantadas sobre el volante y dijo:
-No se trata sólo de Joe. Por su propio bien, no vaya diciendo por ahí que va a darle clases. Es mejor para usted que nadie sepa siquiera que ha hablado conmigo.
-¿Y eso por qué?
Nick esbozó una sonrisa glacial.
-Soy un ex convicto. Estuve en la cárcel por violación.
No puedo creer que nick le soltara esa noticia así como así, jajajajajaja Miley de inocente jajajajajaja mierda extrañe comentarte y todo eso, pero aquí me tienes de nuevoooo love uuuuu♡♡♡
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